P. Adolfo Franco, jesuita
Lectura del santo evangelio según san Lucas (12, 49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Palabra del Señor.
Jesús nos señala el camino de la salvación
Este párrafo del Evangelio de San Lucas recoge diversas frases de Jesús, que tienen en común un sabor fuerte, incluso se podría decir áspero: “He venido a traer fuego” “No he venido a traer paz, sino división”.
No es un párrafo aislado en el Evangelio, el que tiene este sonido chirriante. Y es muy necesario subrayar el sabor acre que a veces tiene el Evangelio. Y esto, no para negar la bondad y mansedumbre de Jesús, sino para poner un equilibrio entre dos extremos en los que se puede caer: el de la bondad boba, y el de la exigencia inhumana y agresiva. Siempre es posible desviarse hacia uno de los dos extremos. Algunas corrientes de espiritualidad tienden hacia un extremo, otras al otro. Pero la tentación más común hoy día es hacer el seguimiento de Cristo insípido, aguado e incoloro.
La figura misma de Dios puede padecer de esta distorsión: lo hacemos tan suave, tan tolerante y permisivo, tan amansado, que más parece un abuelito chocho con barbas de algodón (con el debido respeto a los abuelos), que un verdadero Padre, forjador de hijos nobles y esforzados. Un Dios sin ninguna exigencia, no es Dios; un Jesucristo convertido en borreguito, no es el Buen Pastor.
Esto pasa con la imagen de Dios, y con la figura de los padres de familia (otro serio problema de la actualidad). El padre, a veces, ha claudicado de su labor de ser un formador de sus hijos, y ha dejado de ser exigente, prefiere ser un camarada juvenil, compinche de sus hijos. O por el contrario se convierte en un elemento ajeno, que no quiere problemas y prefiere no saberlos.
El Evangelio, revelación de ese Dios manifestado en Cristo, tiene páginas que no quisiéramos oír, y sin embargo están ahí, y no las podemos mutilar. Toda la enseñanza de Jesús sobre el infierno, no cabe duda que es una enseñanza poco atractiva, desagradable. Son diversas páginas, referidas a este tema en el Evangelio, que quisiéramos poner entre paréntesis. Tienen un talante rudo y disonante.
En el Evangelio hay enseñanzas de otro orden, igualmente difíciles y fastidiosas: las que plantean la exigencia moral del Evangelio en forma drástica: “Si tu ojo te escandaliza, arráncatelo”. No es una manera muy suave de decir las cosas. Jesucristo con frecuencia tiene un discurso impopular. De la misma manera que dice que al que escandalice a un niño “más le valiera que le ataran al cuello una piedra pesadísima y lo arrojaran al mar”.
Otras enseñanzas de colores sombríos y trazos duros, son las que nos ponen metas aparentemente inalcanzables: hay que perdonar setenta veces siete, hay que amar al enemigo, hay que buscar el último lugar, el que ama a su padre más que a mí, no es digno de mí.
Y finalmente las enseñanzas más duras del Evangelio son las referidas a nuestra salvación: “era necesario que el Mesías padeciera, para así entrar en la gloria”. La salvación tenía que hacerse a través del sufrimiento, la cruz y la muerte. Una enseñanza que Jesús nos da con sus propias acciones, más que con sus palabras. Y que aterrorizaron a los apóstoles las repetidas veces que se las comunicó.
Exigencias en la moralidad (no se permiten las actitudes ambiguas), la enseñanza sobre el infierno, las metas a que debemos aspirar, la salvación por la muerte, la necesidad de la cruz; todos estos rasgos son esenciales a la enseñanza de Jesús; sin esos rasgos dejamos al Evangelio seriamente averiado.
Ciertamente que el Evangelio es la “Buena Nueva”, y el mensaje central es que Dios es amor, y que es nuestro Padre. Pero hay que devolverle el sabor y el brillo que tiene. Hoy día vivimos en una sociedad “light”, o como otros dicen, “descafeinada”, y tendemos a proyectar este carácter aguado al Evangelio mismo; por eso la importancia de las enseñanzas que nos da hoy San Lucas con estos versículos que recoge la liturgia de este domingo.
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