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PREGUNTAS FRECUENTES SOBRE JESUCRISTO Y LA IGLESIA

Profesores de Historia y Teología de la Universidad de Navarra responden a las preguntas más frecuentes. El equipo de profesores está conformado por Francisco Varo (Director), Juan Chapa, Vicente Balaguer, Gonzalo Aranda, Santiago Ausín y Juan Luis Caballero. Fuente www.opusdei.org

Homilías - No nos dejes caer en la tentación - Domingo 4º T.O. (B)


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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita.



Domingo IV Tiempo Ordinario. Ciclo B – Jesús enseña con autoridad


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P. Adolfo Franco, jesuita


Lectura del santo evangelio según san Marcos (1, 21 - 28):

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.

Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios.»

Jesús lo increpó: «Cállate y sal de él.»

El espíritu inmundo lo retorció y, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: «¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen.»

Su fama se extendió en seguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

Palabra del Señor


La doctrina de Jesús y sus ejemplos de vida nos animan a la perfección total.

San Marcos recoge en este párrafo la primera actuación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún. Era costumbre que los judíos se reunieran los sábados en la sinagoga a orar y a leer y comentar la Sagrada Escritura. Con frecuencia era invitado a hacer la lectura y algún comentario a la misma alguno de los presentes, o algún invitado especial. Y, como la fama de Jesús empezaba a extenderse por los alrededores de los poblados que rodean al lago de Galilea, en este caso fue invitado Jesús a hacer la oración del sábado y la lectura de la Biblia y su explicación. Era ya comentario frecuente que el hijo de José, el carpintero empezaba a enseñar una nueva doctrina y a tener actuaciones sorprendentes.

Había, pues, mucha expectativa y cuando Jesús acabó de hablar todos quedaron admirados. Lo que más admiración producía era que su forma de hablar era distinta de la forma en que hablaban ordinariamente los escribas (los letrados) que eran los que normalmente hacían los comentarios. San Marcos recalca que la predicación de Jesús producía admiración, y que daba la impresión de que hablaba con autoridad, que sus palabras tenían una fuerza especial; y además dice que no hablaba como los escribas y fariseos.

¿Qué admiraban estos primeros oyentes? ¿Por qué las palabras que pronunciaba este hombre del pueblo tenían tanta fuerza? Por varias razones fundamentales: Jesús no repetía frases hechas, sino enseñanzas que llegaban al alma. Además, se notaba que quería ir a lo esencial del mensaje de Dios, y no se quedaba en los mandatos exteriores y rutinarios sobre los que tanto insistían los fariseos. Era una enseñanza tremendamente exigente, que quería elevar a sus oyentes y sacarlos de la mediocridad. Y finalmente se sentía a las claras que lo que enseñanza lo sacaba de su corazón y que no hacía más que trasmitir con sus palabras lo que El vivía en su propia vida.

La predicación de Jesús no estaba llena de tópicos, de frases hechas, de consejos rutinarios. Sus palabras eran “nuevas” no dichas por nadie antes. Y no tenía que recurrir a una aburrida erudición, ni a abstracciones difíciles, para que fueran profundas: Eran las palabras más simples del mundo, pero que llegaban con una fuerza incontenible: eran palabras como las de las parábolas; palabras sacadas de la naturaleza, del quehacer de cada día. Era la realidad convertida en mensaje: la siembra es Reino de los cielos, y el tesoro que alguien descubre explica el atractivo del Reino de los cielos, y la pesca, y la semilla pequeña son señales del Reino de los cielos. Todo transparente y todo lleno de sentido. Eran palabras esperadas por aquellos campesinos y artesanos que estaban ávidos de encontrar un nuevo sentido a sus vidas de cada día, y por eso en seguida se dieron cuenta de que las palabras de Jesús producían un sonido distinto en sus corazones. 

Jesús no reducía la entrega a Dios a una serie de fórmulas y prácticas externas; no quería sacrificios de animales, sino la entrega de la vida; no enseñaba la limpieza ritual, sino la pureza extrema del corazón. No valoraba la limosna por la cantidad sino por la generosidad del donante. Porque Dios habita en el corazón y es el corazón lo que hay que entregarle.

Además, eran palabras exigentes; que superaban todas las antiguas exigencias. Ponían el límite muy arriba; y por eso todo el que tenía ansias de superación encontraba que su enseñanza era un reto hermoso, y que valía la pena escucharlo con seriedad: se dijo a los antiguos “ojo por ojo y diente por diente” pero yo les digo que hay que amar incluso al enemigo. Hay que tener un total desinterés, en la amistad, en el servicio. Hay que darse totalmente sin límites y sin condiciones. No hay que hacer nada por apariencia, sino hay que orar en silencio, y no exhibir las buenas obras. Hay que tener una total confianza en el Padre que alimenta con su mano a los pájaros del cielo, y que viste con una imaginación admirable a todas las flores.

Pero, todo eso lo enseñaba, con una convicción que nacía de su propia vida. Todo lo que enseñaba era lo que El vivía cada día. No era como ésos que ponían a los demás, exigencias muy grandes, de las que los “maestros de la ley” se consideraban exentos. El tenía el atrevimiento de hablar de la pobreza, porque no tenía ni dónde reclinar la cabeza, el derramaba sus bendiciones sobre los pacíficos y sobre los que padecen persecución, porque sabía lo que era ser perseguido injustamente, y sabía del triunfo de los que buscan la paz.

Por todo eso causaba admiración en sus oyentes, ellos entendían al oírle que no había absolutamente nada de fingimiento en todo lo que Jesús enseñaba. Que no era cuestión de cosas externas, de ritos, sino que había que adorar a Dios con el corazón y hasta las últimas consecuencias. Por todo esto su doctrina sonaba a novedad, e incluso sus enemigos en algún momento dirán: nadie ha hablado como este hombre.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
...



Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

 


Catequesis del Papa sobre la Oración: 23, «La oración con las Sagradas Escrituras»

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 27 de enero de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera detenerme sobre la oración que podemos hacer a partir de un pasaje de la Biblia. Las palabras de la Sagrada Escritura no han sido escritas para quedarse atrapadas en el papiro, en el pergamino o en el papel, sino para ser acogidas por una persona que reza, haciéndolas brotar en su corazón. La palabra de Dios va al corazón. El Catecismo afirma: «A la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración —la Biblia no puede ser leída como una novela— para que se realice el diálogo de Dios con el hombre» (n. 2653). Así te lleva la oración, porque es un diálogo con Dios. Ese versículo de la Biblia ha sido escrito también para mí, hace siglos, para traerme una palabra de Dios. Ha sido escrito para cada uno de nosotros. A todos los creyentes les sucede esta experiencia: una pasaje de la Escritura, escuchado ya muchas veces, un día de repente me habla e ilumina una situación que estoy viviendo. Pero es necesario que yo, ese día, esté ahí, en la cita con esa Palabra, esté ahí, escuchando la Palabra. Todos los días Dios pasa y lanza una semilla en el terreno de nuestra vida. No sabemos si hoy encontrará suelo árido, zarzas, o tierra buena, que hará crecer esa semilla (cf. Mc 4,3-9). Depende de nosotros, de nuestra oración, del corazón abierto con el que nos acercamos a las Escrituras para que se conviertan para nosotros en Palabra viviente de Dios. Dios pasa, continuamente, a través de la Escritura. Y retomo lo que dije la semana pasada, que decía san Agustín: “Tengo temor del Señor cuando pasa”. ¿Por qué temor? Que yo no le escuche, que no me dé cuenta de que es el Señor.

A través de la oración sucede como una nueva encarnación del Verbo. Y somos nosotros los “tabernáculos” donde las palabras de Dios quieren ser acogidas y custodiadas, para poder visitar el mundo. Por eso es necesario acercarse a la Biblia sin segundas intenciones, sin instrumentalizarla. El creyente no busca en las Sagradas Escrituras el apoyo para la propia visión filosófica o moral, sino porque espera en un encuentro; sabe que estas, estas palabras, han sido escritas en el Espíritu Santo y que por tanto en ese mismo Espíritu deben ser acogidas, ser comprendidas, para que el encuentro se realice.

A mí me molesta un poco cuando escucho cristianos que recitan versículos de la Biblia como los loros. “Oh, sí, el Señor dice…, quiere así…” ¿Pero tú te has encontrado con el Señor, con ese versículo? No es un problema solo de memoria: es un problema de la memoria del corazón, la que te abre para el encuentro con el Señor. Y esa palabra, ese versículo, te lleva al encuentro con el Señor.

Nosotros, por tanto, leemos las Escrituras para que estas “nos lean a nosotros”. Y es una gracia poder reconocerse en este o aquel personaje, en esta o esa situación. La Biblia no está escrita para una humanidad genérica, sino para todos nosotros, para mí, para ti, para hombres y mujeres en carne y hueso, hombres y mujeres que tienen nombre y apellidos, como yo, como tú.  Y la Palabra de Dios, impregnada del Espíritu Santo, cuando es acogida con un corazón abierto, no deja las cosas como antes, nunca, cambia algo. Y esta es la gracia y la fuerza de la Palabra de Dios.

La tradición cristiana es rica de experiencias y de reflexiones sobre la oración con la Sagrada Escritura. En particular, se ha consolidado el método de la “lectio divina”, nacido en ambiente monástico, pero ya practicado también por los cristianos que frecuentan las parroquias. Se trata ante todo de leer el pasaje bíblico con atención, es más, diría con “obediencia” al texto, para comprender lo que significa en sí mismo. Sucesivamente se entra en diálogo con la Escritura, de modo que esas palabras se conviertan en motivo de meditación y de oración: permaneciendo siempre adherente al texto, empiezo a preguntarme sobre qué “me dice a mí”. Es un paso delicado: no hay que resbalar en interpretaciones subjetivistas, sino entrar en el surco vivo de la Tradición, que une a cada uno de nosotros a la Sagrada Escritura. Y el último paso de la lectio divina es la contemplación. Aquí las palabras y los pensamientos dejan lugar al amor, como entre enamorados a los cuales a veces les basta con mirarse en silencio. El texto bíblico permanece, pero como un espejo, como un icono para contemplar. Y así se tiene el diálogo.

A través de la oración, la Palabra de Dios viene a vivir en nosotros y nosotros vivimos en ella. La Palabra inspira buenos propósitos y sostiene la acción; nos da fuerza, nos da serenidad, y también cuando nos pone en crisis nos da paz. En los días “torcidos” y confusos, asegura al corazón un núcleo de confianza y de amor que lo protege de los ataques del maligno.

Así la Palabra de Dios se hace carne —me permito usar esta expresión: se hace carne—  en aquellos que la acogen en la oración. En algunos textos antiguos surge la intuición de que los cristianos se identifican tanto con la Palabra que, incluso si quemaran todas las Biblias del mundo, se podría salvar el “calco” a través de la huella que ha dejado en la vida de los santos. Esta es una bonita expresión.

La vida cristiana es obra, al mismo tiempo, de obediencia y de creatividad. Un buen cristiano debe ser obediente, pero debe ser creativo. Obediente, porque escucha la Palabra de Dios; creativo, porque tiene el Espíritu Santo dentro que le impulsa a practicarla, a llevarla adelante. Jesús lo dice al final de un discurso suyo pronunciado en parábolas, con esta comparación: «Así, todo escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es semejante al dueño de una casa que saca de sus arcas —del corazón—  lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). Las Sagradas Escrituras son un tesoro inagotable. Que el Señor nos conceda, a todos nosotros, tomar de ahí cada vez más, mediante la oración. Gracias.



Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210127_udienza-generale.html

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La fe cristiana desde la Biblia: "Vida en el Espíritu"


 

P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita

“En cuanto seguidores de Cristo, (...) lo que vale es la fe que actúa por medio del amor” (Gal 5,6). Teniendo ésto muy claro, la terca realidad personal cuestiona la fuerza y validez del Espíritu en la vida práctica. Si bien es cierto que estamos llamados a la libertad plena de ser hijos de Dios, nos encontramos como “heridos” y con demasiada frecuencia frustrados y deprimidos. La fe es puesta a prueba y la inclinación hacia lo maligno y destructor perturban el ser íntimo y personal de cada uno. Entonces la tiniebla llega a ensombrecer nuestro corazón y los afectos desordenados se adueñan de nuestra conducta y nos devuelven a la situación de esclavitud anterior. “Caminad a impulsos del espíritu y no déis satisfacción a las tendencias de la carne. La carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu; y el espíritu, tendencias contrarias a las de la carne; y ambos se hacen la guerra, de manera que os impiden hacer lo que deseáis" (Gal 5,16-17).

En la Biblia la palabra “carne” se identifica con una persona humana integrada (el cuerpo y el alma), y se contrapone a la palabra “espíritu”. Fuera de Dios todo es “carne”. El hombre de aquí abajo vive “en la carne”. Y Pablo distingue entre vivir “en la carne” y proceder “según la carne”. Esto segundo significaría hacerse carnal. Al vivir en Cristo, el cristiano “ha crucificado su carne”: “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y tendencias. Si vivimos del espíritu, conduzcámonos también a impulsos del Espíritu” (Gal 5,24-25). Este estar crucificado con Cristo manifiesta que el cristiano lleva en su persona la señal de pertenecer a su Señor, metáfora que alude a la marca corporal que en aquel entonces identificaba a quién pertenecían los esclavos. No se enfatiza el aspecto de la renuncia ni el de abnegación, sino el de pertenencia y fidelidad. “Pero, ¿¡radas a Dios que, de esclavos que erais del pecado, os habéis sometido de corazón a las normas de vida evangélica que Dios os ha entregado. Y, libres del pecado, os habéis hecho esclavos de la justificación” (Rm 6,17-18). Justificación en el apóstol es aquello que nos vuelve justos a los ojos de Dios. La justicia (santidad) desciende de los cielos y se hace nuestra sin dejar de ser de los cielos. Jesús fue el único justo y gracias a él, los creyentes cristianos somos justificados.

Sin embargo la vida propia de fe cristiana no ha de quedarse reducida a dar tumbos entre pecado y reconciliación.

Esto sería una caricatura dramática. El guión de la vida cristiana giraría entonces alrededor del pecado y no de la “gracia”. El dar fruto pertenece a Dios. Morir para resucitar es una tarea diaria y en ella siempre el protagonista es Dios, lo verdaderamente válido es una confianza creciente en Dios nuestro padre. “Caminad como hijos que sois de la luz” (Ef 5,8). “Con perseverancia (paciencia) salvaréis vuestras almas” (Lc 21,19).

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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Teología fundamental. 28. El Credo. Figuras y Profecías del Redentor


P. Ignacio Garro, jesuita †


5. EL CREDO

Continuación


5.11. EL MISTERIO DE LA ENCARNACION: FIGURAS Y PROFECIAS DEL REDENTOR 


Cristo es el verdadero Mesías, o enviado de Dios, porque en él se realizaron las figuras y profecías que anunciaban al Mesías prometido. 

Entre las figuras y las profecías hay esta diferencia: que la figura anuncia por medio de hechos o personas y la profecía por medios de palabras. 


5.11.1 Figuras del Mesías 

Las principales figuras del Mesías son: 

a) de su pasión y muerte, Abel, Isaac, la serpiente de bronce y el cordero pascual; 

b) de su resurrección, Jonas; 

c) de su sacerdocio, Melquisedec, y 

d) de su Iglesia, el Arca de Noé. 


  • Abel: su sacrificio fue agradable a Dios; murió inocente, y su sangre clamó hasta el Señor. La sangre de Cristo clama también, no venganza sino perdón "La aspersión de la sangre de Jesús habla mejor de la de Abel" (San Pablo, Heb. 12, 24). 
  • Isaac: también inocente, es condenado a morir, y subió a una montaña cargado con la leña que serviría para su sacrificio. 
  • La serpiente de bronce: Levantada sobre una cruz, curaba de la mordedura de las serpientes a quienes la miraban; imagen de Cristo crucificado, que sana las heridas de nuestra alma. 
  • El cordero pascual: se ofrecía en expiación de los pecados, y su sangre preservó a los israelitas del ángel exterminador. 
  • Jonás, de quien dijo Cristo: "Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre de la ballena: así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el seno de la tierra". 
  • Melquisedec, sacerdote del Altísimo, ofreció en sacrificio pan y vino; Jesucristo "constituido pontífice según el orden de Melquisedec" (San Pablo, Hebr. 5, 10) se ofrece diariamente en sacrificio bajo las especies de pan y vino. 
  • El Arca de Noé: único refugio de salvación cuando el diluvio, como hoy Cristo y su Iglesia.


5.11.2 Profecías sobre el Mesías 

Los profetas anunciaron el tiempo en que aparecería, las principales circunstancias de su nacimiento, vida, pasión y muerte, su resurrección y ascensión y la fundación de su Iglesia. 


lo. Acerca del tiempo en que aparecería: 

a) Daniel anunció que desde el edicto para reedificar a Jerusalén hasta la muerte del Mesías no alcanzarían a transcurrir setenta semanas de años (cfr. Dan. 9, 24). Efectivamente a mediados de la última de las setenta semanas murió el Salvador.

b) Jacob, profetizó que el cetro real no sería quitado a la familia de Judá hasta la venida del Mesías (cfr. Gen. 49, 10). 

Cuando los judíos le pedían a Pilato la condenación de Cristo y le decían: "no tenemos otro rey sino al César", atestiguaban sin advertirlo el cumplimiento de esta profecía (Jn. 19, 15).


2o. Sobre su nacimiento: 

Miqueas profetizó que nacería en Belén; e Isaías que nacería de madre Virgen, saldría de la tribu de Judá y vendrían a adorarlo reyes de oriente. 

"He aquí que concebirá una virgen y dará a luz un hijo y será llamado Emmanuel, esto es, Dios con nosotros" (Is. 7, 14). 

"Y tú oh Belén eres pequeña respecto a las principales de Judá; pero de ti saldrá el que ha de dominar a Israel, el cual fue engendrado desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miq. 5, 2). 


3o. Sobre su vida: 

Predijeron entre otras cosas que enseñaría públicamente teniendo por auditorio a los pobres (1);sería taumaturgo, legislador y sacerdote eterno (2) ; se mostraría indulgente. 

No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha que aún humea"(3). "El mismo Dios vendrá y os salvará. Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos y las orejas de los sordos, Entonces el cojo saldrá como el ciervo y se soltará la lengua de los mudos"(4).


4o. Acerca de su pasión y muerte: 

Predijeron numerosas circunstancias, por ejemplo, que sería vendido en treinta ciclos de plata (5), abofeteado y escupido (6), azotado y despojado de sus vestiduras (7), que echarían suertes sobre éstas (8) y le taladrarían las manos y los pies (9), y le darían a beber hiel y vinagre (10)(11) (12). 


5o. Sobre su Iglesia: 

Anunciaron que el Mesías establecería un nuevo y purísimo sacrificio (13) y un nuevo sacerdocio; que fundarla un reino espiritual, el cual habría de extenderse hasta los confines del mundo, y nunca sería destruido (14). 

1) Is. 61, 1 y 28, 19. 

2) Deut. 18, 18; Ps. 109, 4. 

3) Is. 43, 3. 

4) Is. 35, 4. 

5) Zac. 11, 12. 

6) Is. 50, 6. 

7) Is. 53, 4. 

8) Ps. 21, 29. 

9) Ps. 21, 28. 

10) Ps. 48, 12. 

11) Ps. 15, 10, 

12) Ps. 23, 7. 

13) Mal. 1, 11 

14) Is. 9, 7. 


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Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.
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JESÚS DE NAZARET
Por el P. Ignacio Garro, jesuita  

SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
Para profundizar en el conocimiento doctrinal de Jesucristo recorriendo cada etapa de su vida, desde el misterio de su encarnación hasta su ascensión a los cielos y el envío del Espíritu Santo. Invitamos a conocer mejor a Cristo a través de esta serie, que está compuesta de 14 publicaciones.




Homilías - Entre los pucheros anda Dios - Domingo 3º T.O. (B)


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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita.


Catequesis del Papa sobre la Oración: 22, «La oración por la unidad de los cristianos»

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 20 de enero de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta catequesis me detengo sobre la oración por la unidad de los cristianos. De hecho, la semana que va del 18 al 25 de enero está dedicada en particular a esto, a invocar de Dios el don de la unidad para superar el escándalo de las divisiones entre los creyentes en Jesús. Él, después de la Última Cena, rezó por los suyos, «para que todos sean uno» (Jn 17,21). Es su oración antes de la Pasión, podríamos decir su testamento espiritual. Sin embargo, notamos que el Señor no ha ordenado a los discípulos la unidad. Ni siquiera les dio un discurso para motivar su necesidad. No, ha rezado al Padre por nosotros, para que seamos uno. Esto significa que no bastamos solo nosotros, con nuestras fuerzas, para realizar la unidad. La unidad es sobre todo un don, es una gracia para pedir con la oración.

Cada uno de nosotros lo necesita. De hecho, nos damos cuenta de que no somos capaces de custodiar la unidad ni siquiera en nosotros mismos. También el apóstol Pablo sentía dentro de sí un conflicto lacerante: querer el bien y estar inclinado al mal (cf. Rm 7,19). Comprendió así que la raíz de tantas divisiones que hay a nuestro alrededor —entre las personas, en la familia, en la sociedad, entre los pueblos y también entre los creyentes— está dentro de nosotros. El Concilio Vaticano II afirma que «los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre […] Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad» (Gaudium et spes, 10). Por tanto, la solución a las divisiones no es oponerse a alguien, porque la discordia genera otra discordia. El verdadero remedio empieza por pedir a Dios la paz, la reconciliación, la unidad.

Esto vale ante todo para los cristianos: la unidad puede llegar solo como fruto de la oración. Los esfuerzos diplomáticos y los diálogos académicos no bastan. Jesús lo sabía y nos ha abierto el camino, rezando. Nuestra oración por la unidad es así una humilde pero confiada participación en la oración del Señor, quien prometió que toda oración hecha en su nombre será escuchada por el Padre (cf. Jn 15,7). En este punto podemos preguntarnos: “¿Yo rezo por la unidad?”. Es la voluntad de Jesús pero, si revisamos las intenciones por las que rezamos, probablemente nos demos cuenta de que hemos rezado poco, quizá nunca, por la unidad de los cristianos. Sin embargo de esta depende la fe en el mundo; el Señor pidió la unidad entre nosotros «para que el mundo crea» (Jn 17,21). El mundo no creerá porque lo convenzamos con buenos argumentos, sino si testimoniamos el amor que nos une y nos hace cercanos a todos.

En este tiempo de graves dificultades es todavía más necesaria la oración para que la unidad prevalezca sobre los conflictos. Es urgente dejar de lado los particularismos para favorecer el bien común, y por eso nuestro buen ejemplo es fundamental: es esencial que los cristianos prosigan el camino hacia la unidad plena, visible. En los últimos decenios, gracias a Dios, se han dado muchos pasos adelante, pero es necesario perseverar en el amor y en la oración, sin desconfianza y sin cansarse. Es un recorrido que el Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia, en los cristianos y en todos nosotros, y sobre el cual ya no volveremos atrás. ¡Siempre adelante!

Rezar significa luchar por la unidad. Sí, luchar, porque nuestro enemigo, el diablo, como dice la palabra misma, es el divisor. Jesús pide la unidad en el Espíritu Santo, hacer unidad. El diablo siempre divide, porque es conveniente para él dividir. Él insinúa la división, en todas partes y de todas las maneras, mientras que el Espíritu Santo hace converger en unidad siempre. El diablo, en general, no nos tienta con la alta teología, sino con las debilidades de nuestros hermanos. Es astuto: engrandece los errores y los defectos de los otros, siembra discordia, provoca la crítica y crea facciones. El camino de Dios es otro: nos toma como somos, nos ama mucho, pero nos ama como somos y nos toma como somos; nos toma diferentes, nos toma pecadores, y siempre nos impulsa a la unidad. Podemos hacer una verificación sobre nosotros mismos y preguntarnos si, en los lugares en los que vivimos, alimentamos la conflictividad o luchamos por hacer crecer la unidad con los instrumentos que Dios nos ha dado: la oración y el amor. Sin embargo, alimentar la conflictividad se hace con el chismorreo, siempre, hablando mal de los otros. El chismorreo es el arma que el diablo tiene más a mano para dividir la comunidad cristiana, para dividir la familia, para dividir los amigos, para dividir siempre. El Espíritu Santo nos inspira siempre la unidad.

El tema de esta Semana de oración se refiere precisamente al amor: “Permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia” (cf. Jn 15,5-9). La raíz de la comunión es el amor de Cristo, que nos hace superar los prejuicios para ver en el otro a un hermano y a una hermana al que amar siempre. Entonces descubrimos que los cristianos de otras confesiones, con sus tradiciones, con su historia, son dones de Dios, son dones presentes en los territorios de nuestras comunidades diocesanas y parroquiales. Empecemos a rezar por ellos y, cuando sea posible, con ellos. Así aprenderemos a amarlos y a apreciarlos. La oración, recuerda el Concilio, es el alma de todo el movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8). Que sea por tanto, la oración, el punto de partida para ayudar a Jesús a cumplir su sueño: que todos sean uno.


Saludos:

Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. El lema de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos es «Permanezcan en mi amor y darán fruto en abundancia». Pidamos al Señor que este lema se haga vida en nosotros. Recemos por los cristianos de otras confesiones y, si es posible, recemos junto con ellos, para que se cumpla el sueño de Jesús: que todos sean uno. Que Dios los bendiga.



Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210120_udienza-generale.html

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Domingo III Tiempo Ordinario. Ciclo B – Una respuesta de conversión y seguimiento - Jesús llama a sus primeros apóstoles

 



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P. Adolfo Franco, jesuita.


Lectura del santo evangelio según san Marcos (1, 14-20)

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios.

Decía: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago.

Jesús les dijo: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres.»

Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo de Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.

Palabra del Señor


La conversión es el programa del evangelio para nuestra conducta: Jesús empieza así su predicación.

En estos versículos del capítulo inicial de San Marcos, aparece la primera predicación de Jesús y la convocatoria de los primeros apóstoles: dos grupos de hermanos, Pedro y Andrés por un lado, y Juan y Santiago por el otro; los cuatro pescadores galileos.

Reflexionando sobre el contenido de la primera predicación de Jesús, nos damos cuenta de la brevedad del mensaje; muy breve, pero viene a ser el resumen de todo lo que nos dirá en sus tres años de predicación. Se trata de una invitación a la conversión. Pero nos dice que hay que convertirse porque ha llegado el comienzo de los “tiempos nuevos”. Para poder entrar en esa nueva dinámica, los “tiempos nuevos”, hace falta transformar el corazón en lo más profundo. La novedad que Dios regala al mundo, cuando envía a su propio Hijo es tan grande, que hace falta una completa transformación (conversión) de las personas. Esto es especialmente válido para los que tenían una mentalidad anquilosada por los reglamentos religiosos que habían ido introduciendo los jefes religiosos de Israel, desde hacía mucho tiempo. Y es válido para los que hoy tiene también esa mente rígida, que no acepta la novedad de Dios.

Había que pasar de la ley, al espíritu de la ley: cuántos choques tendrá Jesús por intentar hacer caer en la cuenta a todos, pueblo y dirigentes, de esta verdad tan simple. Hay que ir de la norma al espíritu, sin el cual la norma no tiene sentido: santificar el día de Dios, no puede impedir la curación de un enfermo en sábado; esto tendrá que afirmarlo Jesús en varios momentos, ante los fariseos que acechaban continuamente al Maestro para condenarlo. Dios no va a pensar que se le está ofendiendo si alguien come unas espigas en sábado después de arrancarlas. No puede ser más importante la limosna al templo, que los deberes económicos de los hijos con los propios padres. Hay toda una serie de intervenciones de Jesús en su vida, en que quiere aclarar las obligaciones morales y religiosas, y que chocaban con la mentalidad de sus oyentes. Por eso hacía falta un cambio completo, la conversión. Y si hace falta la conversión para entender la explicación profunda que Jesús da a la ley antigua, más hace falta convertirse para captar la novedad de su mensaje: para darse cuenta de que hay que amar incluso a los que nos persiguen; de que los preferidos de Dios son los niños y los pobres; de que hay que acercarse a los pecadores, para poder ayudarles. Hace falta conversión para no exhibir la propia justicia, la propia oración, el ayuno o la limosna. Hay que hacer una fuerte conversión para no considerarse mejor que los demás, para entender que el corazón del hombre es más templo de Dios que el Templo de Jerusalén.

Esto es por lo que se refiere a la conversión de los oyentes judíos que tenían estructurada una forma muy diferente de su relación con Dios, a través de la Ley. Pero también a nosotros que no somos de religión judía, y que estamos en otra época, nos hace falta la conversión, para entrar en los “tiempos nuevos”. Y conversión de la mente y del corazón. El Evangelio está lleno de enseñanzas que nos desafían la mente y el corazón y que nos exigen conversión: por eso muchas de las enseñanzas de Jesús parecen paradojas, a veces parecen incomprensibles y hasta llegamos a pensar que el Evangelio contradice al sentido común. Por eso hay que convertirse para entrar en los “tiempos nuevos” la novedad que viene a traernos Dios, lleno de misericordia por nosotros.

Hace falta conversión para poder aceptar que los primeros serán los últimos, y los últimos primeros.  Sólo Dios puede hacernos entender que hay que perdonar hasta setenta veces siete. Sólo alguien que ha recibido la gracia de la conversión puede percibir la verdad de que la riqueza es una seria dificultad para entrar en el reino de los cielos. Que son bienaventurados los perseguidos y los pacíficos. Que la senda que conduce al Reino es la senda estrecha, y el camino es empinado. Y yendo a la raíz de todo necesitamos de una conversión profunda, para darnos cuenta de que todo en nuestra salvación es gracia, don espontáneo de Dios, en lo que no tenemos la iniciativa, que lo que importa no es cuánto amamos a Dios, sino cuánto Dios mismo nos ama 

Y esta misma conversión es una gracia: dejarse modelar con docilidad por Dios, que es el que conoce los secretos del corazón y el que puede hacer de las piedras hijos de Abraham con la misma facilidad con que da de comer a cinco mil hombres con cinco panes, y con la misma facilidad con que dice a un paralítico: levántate y anda.


Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

 


La fe cristiana desde la Biblia: "El hombre nuevo"

 


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita

Esta sugerente expresión de “hombre nuevo” aparece de forma muy explícita en las cartas del apóstol Pablo a los Efesios y a los Colosenses: “No viváis ya como viven los gentiles, que viven desprovistos de sentido moral. Tienen el espíritu en tinieblas, están excluidos de la vida de Dios por su afectada ignorancia y por la obstinación de su corazón; tanto que, embrutecidos, se entregaron con frenesí a la lujuria, cometiendo toda clase de impurezas. En cambio, vosotros no habéis aprendido tal lección en Cristo, si es que después de haber oído hablar de él, habéis sido instruidos tal como es la verdad en Jesús; esto es, por lo que se refiere a vuestro primer género de vida, a despojaros del hombre viejo que corre a la ruina tras las concupiscencias seductoras; a dejaros renovar tina y otra vez por el espíritu que actúa en vuestro interior; y a revestiros del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en justificación y santidad verdaderas” (Ef 4,17-24).

Con una fe viva, miembros de una Iglesia cuya cabeza es Jesucristo, conscientes de que el Espíritu Santo actúa en nosotros al abrirnos a su brisa y su luz, nuestro modo de proceder moral habrá de ser conforme al ser en Cristo. El hacer sigue al ser, pues la fe no consiste primordialmente en hacer. En ese caso la fe se reduciría a un quehacer de conducta moral, es decir, a un esfuerzo personal voluntarioso. No sería un poder salvífico ni hacia uno mismo ni respecto de los demás. En vano trabaja uno si Dios no trabaja. La vida “nueva” sólo él la da.

Es preciso, por tanto, nacer de nuevo:

"—Yo te aseguro que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios—. Nicodemo repuso: —¿Cómo es posible que un hombre ya viejo vuelva a nacer? ¿Acaso puede volver a entrar en el seno materno para nacer de nuevo?— Jesús le contestó: —Yo te aseguro que nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu. Lo que nace del hombre es humano; lo engendrado por el Espíritu, es espiritual. Que no te cause, pues, tanta sorpresa lo que te he dicho: Tenéis que nacer de nuevo”. (Jn 3,3-7).

Si este nacer de nuevo se realiza día tras día al recibir el regalo de Dios en nosotros, lo que hagamos derivará necesariamente de ese don. Las bienaventuranzas marcan esa deriva del hombre nuevo. Dichosos los que no ponen su confianza en el dinero ni en las cosas; dichosos los que soportan el sufrimiento físico con paciencia; dichosos los que padecen en el alma confiando en Dios por encima de cualquier otro; dichosos quienes tratan a los demás con respeto, como a sujetos que lo son; dichosos los que olvidan al estilo de Dios padre; dichosos los que hacen el bien sin esperar nada a cambio; dichosos los que irradian y construyen la paz que supera y desborda la simple no-guerra; dichosos los perseguidos por causa de Jesucristo. (Mt 5,3-12)

Todo ello es posible si Dios, el todopoderoso, da la fuerza y coherencia a nuestra fragilidad esperanzada. Y no dejemos de lado ese don inmenso de la “caridad” de donde todo germina: “Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha” (1Cor 13,3). Sólo lo que de Dios viene (virtudes teologales) alcanza incluso a nuestra forma de ser y temperamento.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Teología fundamental. 27. El Credo. Jesucristo nuestro Señor


 

P. Ignacio Garro, jesuita †


5. EL CREDO

Continuación


5.10. EL MISTERIO DE LA ENCARNACION: JESUCRISTO NUESTRO SEÑOR

Dios determinó salvar a la humanidad enviando una de las tres divinas Personas, para que se hiciera hombre y nos redimiera. 

La segunda Persona, o sea el Hijo, fue la que se hizo hombre, tomando cuerpo humano en las entrañas de la Virgen María. Y hecho hombre, se llama Jesucristo.

El Redentor recibe los nombres de Jesús, Cristo y Nuestro Señor. lo. Jesús significa Salvador. Es su nombre, por decirlo así, civil; nombre común entre los judíos, por el cual era conocido: "Jesús de Nazareth". 

Un ángel reveló este nombre a María y a José: "Le pondrás por nombre Jesús, porque ha de salvar a su pueblo de sus pecados" (Lc. 1, 3). Por eso lo llamamos expresivamente "El Salvador".

Cristo, en hebreo, Mesías, significa ungido o consagrado. Se da este nombre al Redentor, porque en Israel eran ungidos los sacerdotes, reyes y profetas; y Cristo fue sumo Sacerdote, Rey y Profeta. 

Así como el nombre de Jesús hace referencia principal a su naturaleza humana, el de Cristo la hace a la divina, como sinónimo de algo sagrado. Y la unión de ambos -Jesucristo- expresa la unión de las dos naturalezas. 

Cristo es Sacerdote, en cuanto ofreció el gran sacrificio de la Nueva Ley, y se constituyó mediador entre Dios y los hombres. Rey, porque todas las criaturas están sometidas a su dominio. Profeta, porque nos enseñó en nombre de Dios y nos reveló sus misterios. 

La unción de Cristo no fue con aceite material, como la de los sacerdotes y reyes de Israel; sino espiritual, en cuanto Dios lo llenó de toda suerte de gracias, y lo constituyó Rey Sacerdote Sumo. 

Jesucristo se llama Nuestro Señor, porque además de habernos creado en cuanto Dios junto con el Padre y el Espíritu Santo, nos rescató al precio de su sangre en cuanto hombre-Dios; y por eso es de modo especial nuestro dueño y señor. 



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Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.
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Homilías - Vivir ese gran encuentro - Domingo 2º T.O. (B)


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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita.





Catequesis del Papa sobre la Oración: 21, «La oración de alabanza»



 PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 13 de enero de 2021

[Multimedia]


 

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos la catequesis sobre la oración y damos espacio a la dimensión de la alabanza.

Hacemos referencia a un pasaje crítico de la vida de Jesús. Después de los primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le hace llegar este mensaje —Juan está en la cárcel—: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Él siente esta angustia de no saber si se ha equivocado en el anuncio. En la vida siempre hay momentos oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando este momento. Hay hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos signos prodigiosos (cf. Mt 11,20-24). Ahora, precisamente en este momento de decepción, Mateo relata un hecho realmente sorprendente: Jesús no eleva al Padre un lamento, sino un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Es decir, en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?

Sobre todo lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra». Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “Padre mío”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.

Y después Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta predicando en los pueblos: los “sabios” y los “inteligentes” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. Yo me alegro cuando veo esta gente sencilla, esta gente humilde que va en peregrinación, que va a rezar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los “pequeños”: aquellos que no se consideran mejores que los otros, que son conscientes de los propios límites y de los propios pecados, que no quieren dominar sobre los otros, que, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.

Por lo tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro, Jesús reza alabando al Padre. Y su oración nos conduce también a nosotros, lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de detenerlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de súplica, precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir explicaciones al Padre, sin embargo lo alaba. Parece una contradicción, pero está ahí, la verdad.

¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados.

La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así: «Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino sube cuesta arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que a través de esa cuesta, de ese sendero difícil, ese sendero fatigoso, de esos pasajes arduos, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja encerrado en el momento difícil y oscuro de las dificultades.

Hay una gran enseñanza en esa oración que desde hace ocho siglos no ha dejado nunca de palpitar, que San Francisco compuso al final de su vida: el “Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de las dificultades. Francisco está ya casi ciego, y siente en su alma el peso de una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas, y además siente que se acercan los pasos de la muerte. Podría ser el momento de la decepción, de esa decepción extrema y de la percepción del propio fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro reza, ¿Cómo reza?: “Laudato si’, mi Señor…”. Reza alabando. Francisco alaba a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el Señor y nos purifican siempre. La alabanza purifica siempre.

Los santos y las santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Este es el fundamento de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre está junto a nosotros, Él nos espera siempre. Alguno decía: “Es el centinela que está cerca de ti y te hace ir adelante con seguridad”. En los momentos difíciles y oscuros, encontramos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.



Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2021/documents/papa-francesco_20210113_udienza-generale.html

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Domingo II Tiempo Ordinario. Ciclo B – El Cordero de Dios


 

P. Adolfo Franco, jesuita


Lectura del santo evangelio según san Juan (1, 35-42):

En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Éste es el Cordero de Dios.»

Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.

Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?»

Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?»

Él les dijo: «Venid y lo veréis.»

Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).»

Y lo llevó a Jesús.

Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).»

Palabra del Señor.


Con el bautismo de Jesús se cierra tiempo litúrgico de navidad y se da paso al tiempo ordinario

La vocación de los primeros apóstoles es lo que nos narra este párrafo del evangelio de San Juan. Podríamos intentar entrar en el ambiente en que se producen estas vocaciones, en las motivaciones que tienen los apóstoles, en el modo de proceder de Jesús, y en lo que fueron sintiendo los privilegiados que recibieron ese llamado. Es el primer llamado que hacía el Mesías cuando estaba empezando a poner por obra el plan encomendado por su Padre.

En el caso de Jesús: había dejado el refugio del hogar no hacía mucho tiempo y había estado en el desierto, después de ser bautizado en el Jordán. Ya se terminaban los preparativos, y ahora había que empezar, el tiempo se le haría corto, tres años escasos, para tanta tarea. Y le llenaban el corazón las emociones: va a empezar la obra de su Padre, y con su Padre; va a poner en marcha la salvación que llenará el mundo hasta el final de los años y de los siglos. Empezar por escoger un grupo, que serán sus íntimos, que compartirán su vida, que serán el terreno fecundo donde quedará la semilla, para que de ahí al fin brote con vitalidad exuberante, hasta convertirse en una viña que llenará el mundo de racimos.

Estos sentimientos llenaban su corazón en estos días iniciales. Y estando todavía en el desierto, pasa cerca de Juan Bautista, que sigue atendiendo la fila de pecadores que necesitan una palabra de aliento y de conversión. Juan detiene su trabajo al verlo de nuevo, intuía quién era ese hombre que respiraba vida nueva. Lo señala y lo proclama: es el Mesías, y dos de los seguidores de Juan se salen del grupo, para seguir las huellas que Jesús va dejando en la arena del desierto por donde camina. Se sienten atraídos, les ha fascinado su rostro y su mirada. Y Jesús, aunque camina como desinteresado en los que lo siguen, ve lo que pasa, y los invita a que le sigan.

Se ha producido el comienzo: Jesús siente un afecto especial por estos dos seguidores, sus dos primeras conquistas. Hombres rudos, nobles, hombres firmes. Habrá que tallarlos, habrá que sacar de ellos lo mejor que hay dentro de ellos; pero El lo sabrá hacer. Se ha establecido el lazo del amor. Y ellos, aunque no lo saben, son los primeros. La trascendencia de su papel les es desconocida. Pero han sentido dentro una llamada. Esto lo estaban esperando, algo así les tenía que pasar y ha pasado. Y la felicidad les inunda la vida. Han empezado a adquirir conciencia de que tienen una tarea, ya saben a qué dedicar su vida, y a Quien entregarle la vida.

La felicidad que tienen es tanta que no les cabe y se les descubre por su mirada y por su sonrisa. Los que los encuentran se dan cuenta de que algo les ha pasado. Vaya si les ha pasado: ¡han encontrado al Mesías! El que tantas personas de tantos tiempos andaban buscando, ellos, pobres pescadores, lo han encontrado, y han sido envueltos por su afecto y por su llamado. Les ha pedido la vida y se la han dado y no han hecho muchas preguntas, no han tenido tiempo para hacer cálculos: el amor les ha invadido.

Simón, el hermano de Andrés, ha quedado asombrado con lo que ha pasado con su hermano. Y siente un impulso imposible de parar, necesita encontrarse con ese “desconocido” que ha convertido a su hermano en una hoguera. Y cuando se encuentran, hay una mirada muy especial de Simón a Jesús, y de Jesús a Simón: Jesús estaba esperando precisamente a este hombre: ya tiene la base firme para empezar a construir. Y le dice: Simón tú te llamas piedra, sobre ti apoyaré el edificio que necesito levantar.

En Pedro ¿qué sentimientos surgieron? Sentirse tan especialmente señalado por este Hombre, que era un desconocido y ahora parece que lo conociera desde su primer aliento de vida. Con un amigo así, Pedro se atreverá a caminar sobre las aguas, y a surcar las tempestades; deberá ser labrado (a veces a golpes duros) para poder ser la roca adecuada en que se apoye el edificio, que este Hombre ha de construir.

Y así fueron sumándose en rápida sucesión el grupo que acompañará a Jesús a todas partes, durante tres años, y que irán recogiendo en sus corazones sus obras y sus palabras, para alimentar después de Vida Verdadera a todos los hombres de todos los tiempos y de todos los países. 



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.

 

Teología fundamental. 26. El Credo. Excelencia de San José, esposo de la Virgen


P. Ignacio Garro, jesuita †


5. EL CREDO

Continuación


5.9. EL MISTERIO DE LA ENCARNACION: EXCELENCIA DE SAN JOSE, ESPOSO DE LA VIRGEN 

José, descendiente de David y a quien la Sagrada Escritura llama "justo" (cfr. Mt. 1, 19), es decir, varón de eximia santidad, fue el hombre elegido padre de Cristo en un doble sentido: 

a) Ante la ley, en cuanto era el esposo de María.

b) Por el amor y cuidado que tuvo con el niño Dios, a quien prestó los servicios del más cariñoso de los padres. 


San José es llamado padre nutricio del Salvador en cuanto lo nutrió y alimentó, y padre putativo, en cuanto era reputado por el común de las gentes como verdadero padre de Jesús, pues el misterio de la encarnación quedó oculto a ellas.

Estos títulos, sin embargo, no pueden hacer pensar que las relaciones entre José y Jesús eran frías y exteriores. Es verdad que la fe nos dice que no era padre según la carne, pero su paternidad fue más profunda que la de la carne, y quiso a Jesús como el mejor de los padres ama a su hijo. 

Jesús, en lo humano, señala Mons. Escrivá de Balaguer, debió parecerse a José: "en el modo de trabajar, en los rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José" (Es Cristo que pasa, n. 55).

Después de Santa María, es José la criatura más excelsa; en virtudes, en perfección, en grandeza de alma. 

"Como San José -señala el Papa León XIII- estuvo unido a la Santísima Virgen por el vínculo conyugal, no cabe la menor duda que se aproximó más que persona alguna a la dignidad sobre eminente por la que la Madre de Dios sobrepasa a las restantes naturalezas creadas... Sí, pues, Dios dio a la Virgen por esposo a José, no sólo se lo dio, ciertamente, como sostén en la vida, sino que también le hizo participar, por el Vínculo matrimonial, en la eminente dignidad que ésta había recibido" (Enc. Quaquam Pluries). 

Así lo explica San Bernardino de Siena: "Cuando, por gracia divina, Dios elige alguno para una misión muy elevada, le otorga todos los dones necesarios para llevar a cabo esa misión, lo que se verifica en grado eminente en San José, padre nutricio de Nuestro Señor Jesucristo y esposo de María" (Sermo I de S. Joseph). 

A él, que es quien trató con mayor intimidad a Jesús y a María, le venera la Iglesia como maestro de vida interior. El Papa Pío IX lo declaró el 8-XII-1870 como especial protector y patrono de la Iglesia. Fomenta, además, su devoción, viendo en ella un camino fácil para aumentar el amor a su Esposa y a su Hijo: 

"Si crece la devoción a San José, el ambiente se hace al mismo tiempo más propicio a un incremento de la devoción a la Sagrada Familia... José nos lleva derecho a María, y por María llegamos a la fuente de toda santidad, a Jesús, quien por su obediencia a José y María consagró las virtudes del hogar" (Benedicto XV, M. pr. Bonum sane et salutare).


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Damos gracias a Dios por la vida del P. Ignacio Garro, S.J. quien nos brindó toda su colaboración. Seguiremos publicando los materiales que nos compartió para dicho fin.
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