Catequesis del Papa sobre el discernimiento: 7. La materia del discernimiento. La desolación

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 26 de octubre de 2022

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El discernimiento, lo hemos visto en las catequesis precedentes, no es principalmente un procedimiento lógico; aborda las acciones, y las acciones tienen una connotación afectiva también, que debe ser reconocida, porque Dios habla al corazón. Entremos, pues, en la primera modalidad afectiva, objeto del discernimiento, es decir, la desolación. ¿De qué se trata?

La desolación ha sido definida así: «Escuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor» (S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 317). Todos nosotros lo hemos experimentado. Creo que, de una forma u otra, hemos experimentado esto, la desolación. El problema es cómo poder leerla, porque también esta tiene algo importante que decirnos, y si tenemos prisa en liberarnos de ella, corremos el riesgo de perderla.

Nadie quisiera estar desolado, triste: esto es verdad. Todos quisiéramos una vida siempre alegre, feliz y satisfecha. Pero esto, además de no ser posible ―porque no es posible―, tampoco sería bueno para nosotros. De hecho, el cambio de una vida orientada al vicio puede empezar por una situación de tristeza, de remordimiento por lo que se ha hecho. Es muy bonita la etimología de esta palabra, “remordimiento”: el remordimiento de la conciencia, todos conocemos esto. Remordimiento: literalmente es la conciencia que muerde, que no da paz. Alessandro Manzoni, en Los novios, nos dio una espléndida descripción del remordimiento como ocasión para cambiar de vida. Se trata del célebre diálogo entre el cardenal Federico Borromeo y el Innominado, el cual, después de una noche terrible, se presenta destrozado donde el cardenal, que se dirige a él con palabras sorprendentes: «“Traéis una dichosa nueva que darme: ¿por qué me hacéis esperar tanto?” “¿Dichosa nueva yo?” ―dijo el otro―. “¿Yo, que tengo en el corazón un infierno? ¿Qué nueva dichosa, decidme, pues parece que lo sabéis […]?”. “Es claro: la de que Dios os ha tocado el corazón”, respondió con sencilla mansedumbre el cardenal» (cap. XXIII). Dios toca el corazón y te viene algo dentro, la tristeza, el remordimiento por algo, y es una invitación a empezar un camino. El hombre de Dios sabe notar en profundidad lo que se mueve en el corazón.

Es importante aprender a leer la tristeza. Todos conocemos qué es la tristeza: todos. ¿Pero sabemos leerla? ¿Sabemos entender qué significa para mí, esta tristeza de hoy? En nuestro tiempo, la tristeza está considerada mayoritariamente de forma negativa, como un mal del que huir a toda costa, y, sin embargo, puede ser una campana de alarma indispensable para la vida, invitándonos a explorar paisajes más ricos y fértiles que la fugacidad y la evasión no consienten. Santo Tomás define la tristeza un dolor del alma: como los nervios para el cuerpo, despierta la atención ante un posible peligro, o un bien desatendido (cf. Summa Th. I-II, q. 36, a. 1). Por eso es indispensable para nuestra salud, nos protege para que no nos hagamos mal a nosotros mismos y a los otros. Sería mucho más grave y peligroso no tener este sentimiento e ir adelante. La tristeza a veces trabaja como semáforo: “¡Párate, párate! Está rojo aquí. Párate”.

En cambio, para quien tiene el deseo de realizar el bien, la tristeza es un obstáculo con el que el tentador quiere desanimarnos. En tal caso, se debe actuar de forma exactamente contraria a lo sugerido, decididos a continuar lo que nos habíamos propuesto hacer (cf. Ejercicios espirituales, 318). Pensemos en el estudio, en la oración, en un compromiso asumido: si los dejáramos apenas sentimos aburrimiento o tristeza, no concluiríamos nunca nada. Esta también es una experiencia común a la vida espiritual: el camino hacia el bien, recuerda el Evangelio, es estrecho y cuesta arriba, requiere un combate, un vencerse a sí mismo. Empiezo a rezar, o me dedico a una buena obra y, extrañamente, justo entonces me vienen a la mente cosas urgentes que hay que hacer ―para no rezar y para no hacer cosas buenas―. Todos tenemos esta experiencia. Es importante, para quien quiere servir al Señor, no dejarse guiar por la desolación. Eso de… “Pero no, no tengo ganas, esto es aburrido...”: ten cuidado. Lamentablemente, algunos deciden abandonar la vida de oración, o la elección emprendida, el matrimonio o la vida religiosa, empujados por la desolación, sin pararse antes a leer este estado de ánimo, y sobre todo sin la ayuda de un guía. Una regla sabia dice que no hay que hacer cambios cuando se está desolado. Será el tiempo sucesivo, más que el humor del momento, el que muestre la bondad o no de nuestras elecciones.

Es interesante notar, en el Evangelio, que Jesús rechaza las tentaciones con una actitud de firme determinación (cf. Mt 3,14-15; 4,1-11; 16,21-23). Las situaciones de prueba le llegan desde varias partes, pero siempre, encontrando en Él esta firmeza, decidida a cumplir la voluntad del Padre, disminuyen y cesan de obstaculizar el camino. En la vida espiritual la prueba es un momento importante, la Biblia lo recuerda explícitamente y dice así: «Si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Sir 2,1). Si tú quieres ir por el buen camino, prepárate: habrá obstáculos, habrá tentaciones, habrá momentos de tristeza. Es como cuando un profesor examina al estudiante: si ve que conoce los puntos esenciales de la materia, no insiste: ha superado la prueba. Pero debe superar la prueba.

Si sabemos atravesar soledad y desolación con apertura y conciencia, podemos salir reforzados bajo el aspecto humano y espiritual. Ninguna prueba está fuera de nuestro alcance; ninguna prueba será superior a lo que nosotros podemos hacer. Pero no huir de las pruebas: ver qué significa esta prueba, qué significa que yo estoy triste: ¿por qué estoy triste? ¿Qué significa que yo en este momento estoy desolado? ¿Qué significa que estoy desolado y no puedo ir adelante? San Pablo recuerda que nadie es tentado más allá de sus posibilidades, porque el Señor no nos abandona nunca y, con Él cerca, podemos vencer toda tentación (cf. 1 Cor 10,13). Y si no la vencemos hoy, nos levantamos otra vez, caminamos y la venceremos mañana. Pero no permanecer muertos ―digamos así― no permanecer vencidos por un momento de tristeza, de desolación: id adelante. Que el Señor te bendiga en este camino ―¡valiente!―  de la vida espiritual, que es siempre caminar.



Tomado de:

https://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2022/documents/20221026-udienza-generale.html

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217. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Preparativos para la Pascua


 

P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

217. PREPARATIVOS PARA LA PASCUA

TEXTOS

Mateo 26, 17-19

El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: "¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?". Les respondió: "Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: "mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos". Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pas­cua.

Marcos 14, 12-16

El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero Pascual, le di­cen sus discípulos: "¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos, para que comas el cordero de Pascua?" Entonces, envía a dos de sus discí­pulos y les dice: "Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: 'El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?'. El os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los, preparativos para nosotros." Los discípulos salie­ron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepara­ron la Pascua.

Lucas 22, 7-13

Llegó el día de los Ázimos, en que se había de inmolar el cordero de Pascua; y envió a Pedro y a Juan, diciendo: "Id y preparadnos la Pascua para que comamos." Ellos le dijeron: "¿Dónde quieres que la preparemos?" Les res­pondió: "Cuando entréis en la ciudad, os saldrá al paso un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle hasta la casa en que entre, y diréis al dueño de la casa: 'El Maestro te dice: ¿Dónde está la sala donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?' El os enseñará en el piso superior una sala gran­de, ya dispuesta; haced allí los preparativos." Fueron y lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua.


INTRODUCCIÓN

Por San Lucas conocemos que fueron los apóstoles preferidos del Señor, Pedro y Juan, los que recibieron el encargo de preparar todo lo que era ne­cesario para celebrar la Pascua. El Señor muestra también su ciencia divina al anunciarles que se han de encontrar con un hombre que lleva un cántaro de agua, que será el que les guíe hacia la casa que había escogido el Señor para celebrar la Pascua. Sobre quién era el dueño de esa casa no sabemos nada con certeza. Sin duda alguna sería un discípulo de Cristo quien venera­ba a Cristo como su Maestro, y que el Señor sabía que había de acceder in­mediatamente a su petición. Al hablarnos los Evangelios de sala grande en el piso superior, es muy probable que se tratase de una persona suficientemen­te acomodada económicamente. Hay una tradición muy antigua que cree que la casa era la de los padres del discípulo Marcos. Hay un pasaje en los Hechos de los apóstoles que podría favorecer esta tradición. En los Hechos de los apóstoles se nos dice que una vez liberado Pedro de la cárcel por el Ángel, "marchó a casa de María, madre de Juan, por sobrenombre Marcos, donde se hallaban muchos reunidos en oración. (Hech. 12,12).

Y es tradición más segura la que afirma que donde se reunían los apóstoles y discípulos, después de la muerte y resurrección del Señor, era el Cenáculo, donde Cristo celebró su última Pascua.

Pedro y Juan cumplieron con lo mandado por el Señor; conseguirían un cor­dero sacrificado ese mismo día en el Templo, comprarían las hierbas amar­gas, el pan ázimo y demás enseres necesarios para la Cena pascual. La sala era amplia y prepararon todo para recibir al Señor, que habría de venir en se­guida acompañado de los demás apóstoles.


MEDITACIÓN

Al considerar la actitud de Jesús, que muestra ese interés tan grande en que se preparase lo mejor posible todo lo relacionado con la Cena Pascual, pode­mos intuir los pensamientos y sentimientos que había dentro de su corazón.

Jesús conocía perfectamente que era la última Pascua que iba a celebrar con sus discípulos y qué esa Pascua se transformaría en la Pascua cristiana.

La palabra "Pascua" significa "el paso del Señor"; recordaba el paso de Dios por las tierras de Egipto, paso de castigo y de muerte; pero al mismo tiempo paso de salvación y de vida para los judíos, que vivían esclavizados en Egipto. Fue el comienzo de la liberación del Pueblo judío en su camino hacia la tierra prometida.

La Pascua que va a celebrar el Señor quedará convertida en el paso definiti­vo del Señor, trayendo a todos los hombres la liberación de sus pecados y la posibilidad de salvación y vida eterna. Ese paso del Señor no es otra cosa que su sacrificio en la Cruz. En esta Pascua va a perennizar su sacrificio, a realizar cruentamente al día siguiente. "Cristo, nuestra Pascua, ha sido in­molado", nos dirá San Pablo. (1 Cor 5,7)

Cristo en su corazón tenía presente la transcendencia de los momentos que iba a vivir en su última Pascua judía. Cristo debió sentir la tragedia inminente que se cernía sobre él: Al día siguiente sería crucificado. Pero sólo dejará que se desborden esos sentimientos de dolor y tristeza en su agonía en Getsemaní; ahora los controla totalmente y hace que prevalezcan en él los sentimientos más profundos de gozo divino. Cristo va a despojarse de sí mis­mo, va a salir de sí mismo para poder pasar al corazón de cada hombre. En la nueva Pascua cristiana el Señor quiere entregarse a cada uno de los hom­bres, quiere que todos le admitan en su corazón, para que puedan así recibir todos los beneficios de la Redención. Cristo, nuestra Pascua, perennizada en cada Eucaristía que se celebra. Es el paso del Señor a nuestros corazo­nes.

Con estos pensamientos y sentimientos llegaría Jesús a Jerusalén. Inmediata­mente se dirigió a la casa donde se iba a celebrar la Pascua. Esta celebra­ción es la que nos narran a continuación los Evangelistas.



...


Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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216. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - La traición de Judas


 P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

216. LA TRAICIÓN DE JUDAS

TEXTOS

Mateo 26, 14-16

Entonces uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sa­cerdotes, y les dijo: "¿Qué me queréis dar, y yo os lo entregaré?". Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle.

Marcos 14, 10-11

Entonces Judas Iscariote, uno de los Doce, se fue donde los sumos sacerdo­tes para entregárselo. Al oírlo ellos, se alegraron y prometieron darle dinero. Y él andaba buscando cómo le entregaría en momento oportuno.

Lucas 22, 3-6

Entonces Satanás entró en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce; y fue a tratar con los sumos sacerdotes y los jefes de guardia del modo de entregárselo. Ellos se alegraron y quedaron con él en darle dinero. El aceptó y andaba buscando una oportunidad para entregarle sin que la gen­te lo advirtiera.


INTRODUCCIÓN

Es probable que Judas se enterase de la asamblea del Sanedrín en el palacio de Caifás, sumo sacerdote, y que espontáneamente se dirigiera allí para po­ner en práctica un deseo que había alimentado durante mucho tiempo: Entre­gar al Maestro. Un año antes ya había el Señor descubierto lo que Judas lle­vaba en su corazón. Después de su discurso sobre el Pan de Vida, al hacer la promesa de la Eucaristía, mucha gente, incluso algunos de sus discípulos, aunque no los apóstoles, abandonaron al Señor. Es entonces cuando el Señor pregunta a sus apóstoles si ellos también quieren abandonarle y Pedro en nombre de todos, le responde: "Señor, ¿dónde quién vamos a ir? Tu tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios." (Jn 6,67-69). Y es entonces cuando Jesús revela la pena tan hon­da que lleva en su corazón. Conocía lo que había en el corazón de Judas y dice: "¿No os elegido yo a vosotros, los Doce? Y uno de vosotros es un dia­blo. "(Jn 6,70). Y Juan añade: "Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, porque éste le iba a entregar, uno de los Doce" (Jn 6,72).

Judas compartía la intimidad de los Doce con el Señor y sabía siempre a qué lugares solía ir el Señor y dónde se encontraba en cualquier momento del día. Este conocimiento le facilitaba la oportunidad de entregarlo a los jefes judíos cuando se encontrase apartado de la gente, evitando así el tumulto del pue­blo. Los jefes de los judíos, se nos dice, se alegraron porque vieron la manera concreta de llevar a cabo su plan: Coger preso al Señor sin que la gente es­tuviese presente. Es probable que concretasen más el plan, y a Judas por su servicio acordaron pagarle treinta monedas de plata, que era el precio de la venta de un esclavo. Desde aquel momento, Judas no piensa en otra cosa que buscar el momento más oportuno para entregar al Señor.


MEDITACIÓN

Judas Iscariote era uno de los Doce. Lo repiten los Evangelistas con insis­tencia para profundizar más en la responsa­bi­li­dad del pecado de Judas.

Efectivamente, cuando el Señor al comienzo de su vida pública eligió a los doce apóstoles, en la lista que nos dan los Evangelistas de sus nombres siem­pre aparece el nombre de Judas Iscariote. Y el Señor lo había escogido con el mismo amor de predilección con que eligió a los otros apóstoles. Qué amor de predilección y que misión tan sublime a la que fue llamado Judas.

Desde la elección de los apóstoles, Judas perteneció siempre al grupo y vivía en plena comunión de vida con Jesús y los demás apóstoles. Más aún, había merecido la confianza de todos y por eso se le encargó de administrar la economía del grupo, las limosnas que recibirían Jesús y sus apóstoles durante su trabajo apostólico.

Judas había escuchado de labios del Señor sus maravillosas enseñanzas; ha­bía podido contemplar día tras día la infinita bondad del Señor y el ejemplo admirable de su vida; más aún, había sido testigo innumerables veces de los muchos milagros que el Señor realizó durante toda su vida pública.

¿Cómo es posible explicar la traición de Judas? Son los misterios del corazón humano: hasta dónde puede llegar la maldad de un corazón dominado por sus pasiones y sus vicios.

Hay ciertamente una pasión que dominaba el corazón de Judas, según lo afirma el evangelista San Juan: "Era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella."(Jn 12,6)

Y es tradición común creer que había otras razones poderosas, otras pasio­nes que indujeron a Judas a la traición. Es muy posible que Judas sintiese una gran envidia al ver que el Señor mostraba preferencia por otros apósto­les, y que la amargura de esa envidia le llevase a sentir rencor por el Señor.

Y es muy probable también que, participando de la idea común que existía entonces entre los judíos, creyese Judas en un Mesías glorioso, de gran po­derío político y social, y se sintiese comple­tamente frustrado. El habría pen­sado tener un puesto de honor, de gran relevancia en el nuevo reino que Je­sús había de instituir, reino de este mundo; y al caer en la cuenta de que no había privilegios humanos y terrestres para los que siguiesen al Señor, sino más bien humillaciones y persecuciones, tal como el mismo Señor les anun­ciaba, cambiaría su actitud de seguimiento fiel por la de odio hacia quien, él pensaba le había engañado.

Todas estas pasiones cegaron el corazón de Judas para poder ver en el Se­ñor al verdadero Mesías prometido. Y estas pasiones, azuzadas de manera muy especial por Satanás, pues éste es el sentido que tiene la frase de Lucas: "Entonces entró Satanás en Judas", de tal manera se apoderaron del espíritu de Judas que no se contentó en abandonar al Señor sino que decidió colaborar con sus enemigos para darle muerte. El no podía dudar de la bon­dad y santidad de Jesús, pero el deseo de saciar sus pasiones le llevan a co­meter el pecado más grave de la humanidad.

Tremenda responsabilidad la suya. El Señor llegará a decir: "¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!" (Mc 14,21).

Y conviene aclarar algunas frases que leemos en el Evangelio a propósito de la traición de Judas. El Señor dirá en su oración sacerdotal:" Cuando estaba con ellos (con los apóstoles), cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura". (Jn 17,12)

Pareciera como si un destino fatal hubiese llevado a Judas a traicionar a Je­sús y entregarlo a los jefes judíos para que lo matasen. Es una muy falsa in­terpretación. No es que Judas llegase a cometer ese terrible pecado porque así lo había determinado Dios y estaba anunciado en las Escrituras, sino lo contrario. Porque de hecho Judas, con plena libertad y responsabilidad, iba a cometer ese pecado, era que Dios lo conocía y sabía que llegaría a cometer­lo. Lo que determinó el pecado de Judas fue su libertad y responsabilidad. No porque estaba ya profetizado, Judas, de una manera necesaria cometió el pecado, sino al revés, porque de hecho lo iba a cometer, por eso estaba pro­fetizado. Hasta el mismo momento de cometer la traición, Judas fue libre para no cometerla.

El pecado de este gran elegido del Señor debe llevarnos a una gran humildad y a un santo temor filial a Dios. Si aquel hombre, tan lleno de los beneficios de Dios, pudo llegar a despreciarlos todos y traicionar al Señor, nosotros po­demos igualmente llegar a abandonar al Señor si nos dejamos llevar de las pasiones, si vivimos una vida de vicios, si no vivimos alertas en oración y en espíritu de continuo arrepentimiento por nuestros pecados. Es el sentido que tiene la enseñanza de Pablo: "Queridos, trabajad con temor y temblor por vuestra salvación." (Philp. 2,12)

Podemos haber sido regalados con toda clase de dones del Señor, podemos incluso haber también recibido una vocación especial para el sacerdocio o la vida consagrada y haber permanecido largos años en su servicio; si confiamos en nosotros mismos, si no nos examinamos con frecuencia para considerar si acaso hemos entrado en el camino de la tibieza, podemos un día abandonarlo todo, abandonar nuestra vocación y alejarnos definiti­vamente del Señor. Desgraciadamente son muchos los casos que nos enseña la expe­riencia, de personas consagradas en la vida sacer­dotal o en la vida religiosa, que se han apartado definiti­vamen­te del Señor.

Y notemos que estas caídas de sus "elegidos" le duelen muy especialmente al Señor, como le dolió la caída de Judas, uno de los Doce.

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Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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221. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Lavatorio de los pies

 


P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

221. LAVATORIO DE LOS PIES

TEXTO

Juan 13,2-17.20

Durante la cena, cuando ya el diablo había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto en sus manos todo y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego, echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido.

Llega a Simón Pedro; éste le dice: "Señor, ¿lavarme tú a mí los pies?" Je­sús le respondió: "Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora; lo comprende­rás más tarde." Le dice Pedro: "Jamás me lavarás los pies." Jesús le res­pondió: "Si no te lavo, no tienes parte conmigo." Le dice Simón, Pedro: "Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza."

Jesús le dice: "El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo lim­pio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos." Sabía quién le iba a entre­gar, y por esto dijo: "No todos estáis limpios." Después que les lavó los pies y tomó su manto, se volvió a la mesa, y les dijo: "¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis 'el Maestro' y 'el Señor', y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros. Os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros. En ver­dad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, seréis dichosos, si lo cumplís. En verdad, en verdad os digo: Quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquél que me ha enviado."


INTRODUCCIÓN

Después de sentarse el Señor con sus discípulos a la mesa y tener esas pri­meras palabras de amor y consuelo para ellos, se levantó de la mesa y se preparó para lavarles los pies, escena que dejaría asombrados a todos los apóstoles.

Esta escena del lavatorio de los pies es la que nos narra San Juan, después de habernos dicho que el Señor "amó a los suyos hasta el extremo", senten­cia que consideramos en la meditación 5.

El lavar los pies de los huéspedes era oficio de esclavos. Cuando una perso­na era invitada a una casa, sobre todo si era persona de cierta importancia, solía ofrecérsele el servicio de que le lavase los pies algún esclavo, para lim­piar la suciedad que hubiese podido coger por el camino. Se suponía que el huésped se había bañado anteriormente en su casa y que no necesitaba de mayor limpieza. Es necesario conocer esta costumbre en tiempos de Jesús, para entender después el diálogo que tiene con Pedro.

El lavatorio de los pies que realiza Jesús contiene un simbolismo y una ense­ñanza de extraordinaria importancia para todos los que quieran ser discípulos de Cristo.


MEDITACIÓN

1. Introducción a la escena del lavatorio de los pies.

San Juan no se contenta con narrarnos la escena del lavatorio de los pies, sino que antepone dos consideraciones que harán todavía más sublime la es­cena.

En primer lugar nos hace caer en la cuenta de que Judas, inspirado por Sata­nás, ya tenía el propósito firmísimo de entregar al Señor; de hecho, ya había pactado con los jefes judíos la manera de entregarle (Cfr. medit. 2)

Es muy probable que al decirnos esto San Juan, quisiera indicarnos que el Señor también lavó los pies de aquel que era su peor enemigo. Sabemos que Judas estaba presente, por lo menos al comienzo de la Cena, y se nos indica­rá el momento en que salga para realizar su traición (Cfr. Jn 13,30). Cómo se engrandece todavía más la figura de Jesús al verle puesto a los pies de Judas para lavárselos.

Después, San Juan, que probablemente era el apóstol que más penetraba en el corazón de Cristo, nos dice: "Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía..." Qué contraposición más admirable la que nos presenta San Juan. Cristo, el Hijo de Dios, que había salido del Padre y que volvía a él, que era plenamente consciente de que su Padre Dios había puesto en él todas las cosas, ahora que, convertido en esclavo, se va a poner de rodillas delante de los apóstoles, incluso de Judas, para lavarles los pies. Después de la solemnidad de esta frase, donde se declara a Cristo Hijo de Dios gozando de todo el poder de su Padre, nadie hubiera podido pensar que como complemento se describiría al mismo Cristo en el papel de esclavo. Y es que éste es el verdadero Cristo, el Hijo de Dios encarnado por amor a nosotros:

"El cual, siendo de condición divina,

no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;

sino que se despojó de sí mismo

tomando condición de siervo,

haciéndose semejante a los hombres;

y apareciendo en su porte como hombre,

y se humilló a sí mismo,

obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz." (Philp. 2,6-8)

2. Diálogo con Pedro.

Su carácter noble y sincero, y su amor y respeto al Señor, llevaron a Pedro a rechazar, a no permitir que el Señor le lavase los pies. Pedro había confesa­do: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16), y ese Hijo de Dios se encontraba ahora a sus pies con intención de lavárselos. No lo podía en­tender y expresó lo que sentía su corazón. Jamás el Señor podría estar a sus pies; él sí debía estar a los pies del Señor.

Jesús sostiene un diálogo con Pedro. Le dice que ahora no puede compren­derlo; que después lo hará. Ese 'después' bien podía referirse a la explica­ción que él mismo iba a dar de su acción; pero más probablemente se refería a Pentecostés, cuando todos los apóstoles quedarían iluminados por la luz del Espíritu Santo para comprender todas las enseñanzas y todo lo que Cristo había realizado durante su vida mortal.

Jesús obliga a Pedro aceptar; de lo contrario no tendrá parte con él. Las pa­labras de Cristo eran una forma hebrea de indicar que Pedro ya no tendría comunión con él, rompería la amistad con él. Ante estas palabras que el ve­hemente Pedro le dice al Señor que entonces no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza se dejaría lavar por él. Para Pedro lo único que conta­ba era su comunión con Cristo.

El Señor, aludiendo a la costumbre que aclaramos en la introducción, que su­ponía que el huésped invitado solamente necesitaría lavarse los pies de la su­ciedad cogida durante el camino, le dice a Pedro: "El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio." Le da a entender que es suficiente que le lave los pies.

Pero el Señor, a continuación, toma la limpieza material como simbolismo de la limpieza del corazón. Y añade "Vosotros estáis limpios, aunque no todos."

Los apóstoles, aun con sus debilidades, tenían entonces el alma limpia, creían en el Señor y deseaban serle fieles. Después su debilidad, ante el escándalo de la cruz, les llevará a perder la fe; pero en la Ultima Cena el deseo de se­guir a Cristo era sincero. "Vosotros estáis limpios."

El Señor lleva una espina clavada en su corazón y no puede dejar de expre­sar su dolor. "No todos están limpios" refiriéndose a Judas. Con qué pena y dolor pronunciaría estas palabras Jesús. Hasta el último momento Cristo in­tentó convertir a Judas. Se postra ante él para lavarle los pies y le dice clara­mente que conoce lo que hay en su corazón, totalmente ennegrecido por la traición que va a llevar a cabo. Sin embargo, Judas no se convertirá.

3. El lavatorio de los pies.

La escena del lavatorio de los pies podemos considerarla como una parábola en acción. Toda parábola lleva una enseñanza, y el lavatorio de los pies en­cierra una enseñanza universal. El mismo Señor explicará el simbolismo que encierra su acción. El, que es el Señor y el Maestro de todos los hombres, y que por lo tanto está en dignidad por encima de todos ellos, sin embargo se ha puesto a los pies de sus discípulos en una actitud humilde de servicio y ca­ridad. Cuánto más deberán todos sus discípulos tener esta actitud entre ellos. No se trata de la materialidad de lavar los pies, se trata de que todo discípulo de Cristo deba siempre vivir en esa actitud de servicio y caridad para aten­der a las necesidades de sus hermanos. El ejemplo de Cristo nos urge a cumplir con el prójimo aun los servicios más humildes que sean necesarios o convenientes. Es todo un programa de práctica sincera de caridad fraterna, cuyo mandamiento promulgará más adelante el Señor de esta misma Cena Pascual.

El Señor termina su exhortación a que se practique el servicio y la caridad entre sus discípulos, con una promesa espléndida. Nos dice: "Sabiendo esto, seréis dichosos, si lo cumplís."

Conocemos las ocho bienaventuranzas que Cristo predicó en el Sermón del Monte. Habría que añadir una más: La bienaventuranza de los que viven para servir a los demás en humildad y caridad.

Cuánto le cuesta al hombre entender esta bienaventuranza. Lo más frecuen­te es que crea que será feliz si los demás están para servirle a él. Este es el criterio del mundo, totalmente engañoso y causa de tantos abusos e injusti­cias.

No podemos demostrar teóricamente la verdad de la felicidad que promete el Señor. La única manera de probar su enseñanza es viviéndola; y en verdad, los que se han esforzado por vivir en esa actitud de servicio a los demás, han experimentado una felicidad interior incomparablemente superior a cualquier otra.

Sucede lo mismo con las demás bienaventuranzas que predica el Señor: Bienaventurados los pobres, los que lloran, los mansos de corazón, los que tienen hambre y sed de justicia, los limpios de corazón, los misericordiosos, los que trabajan por la paz, los perseguidos por el nombre de Jesús. La única respuesta a los que no crean estas bienaventuranzas es demostrárselas con el testimonio de una vida llena de alegría y felicidad en su cum­plimien­to.

Las palabras y las promesas de Cristo son infalibles porque provienen de quien es la infinita Sabiduría y la Verdad, de quien no puede ni engañarse ni engañarnos. No olvidemos estas otras palabras del Señor: "Mayor felicidad hay en dar que en recibir." (Hech. 20,29)

Todos queremos ser felices. Cristo es el único Maestro que nos traza el ver­dadero camino de la felicidad: Vivamos dándonos a los demás, vivamos en servicio humilde y caritativo en bien de nuestros hermanos.

4. "Quien acoja al que yo envíe, me acoge a mí; y quien me acoge a mí, acoge a Aquel que me ha enviado."

En general se interpreta esta sentencia en conexión con la frase que el Señor acaba de decir a sus discípulos: "No es más el siervo que su amo, ni el en­viado más que el que le envía."

Esta enseñanza de Cristo la encontramos en otro pasaje de su vida pública (Cfr. Mt 10,40). Mateo pone la enseñanza del Señor en el contexto de su discurso apostólico, cuando envía a sus apóstoles a predicar por Galilea.

Sabemos que el Señor se identifica con los más pobres y necesitados, y que lo que se haga por cualquiera de estos hermanos, es como si se hiciera al mismo Cristo. (Cfr. Mt 25,31-46)

Pero el contexto en que Cristo presenta ahora su enseñanza, lo mismo que cuando la proclamó en su discurso apostólico, indica que quiere hacer una re­ferencia muy especial a sus apóstoles, a los que ha elegido para predicar en su nombre su mensaje y ser dispensadores de las gracias de la Redención.

Aunque los apóstoles no pueden compararse con Jesucristo, "el Señor" y "el Maestro", sin embargo, en cuanto son y ejercen su misión de apóstoles, Cristo los identifica consigo. Y quienes les reciban a ellos, tendrán el mismo premio que si hubiesen recibido a Cristo en persona, y quien recibe a Cristo está recibiendo al Padre que le envió.

Se puede pensar que Cristo con estas palabras quiso confirmar a sus apósto­les, la elección que había hecho de ellos para que fuesen sus enviados, sus representantes en la tierra.


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Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.





220. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros"


 

P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

220. "CON ANSIA HE DESEADO COMER ESTA PASCUA CON VOSOTROS."

TEXTO

Lucas 22, 14-18

Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios."

Y tomando una copa, dio gracias, y dijo: "Tomad esto y repar­tidlo entre vo­sotros; porque os digo que, a partir de este momen­to, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios."


INTRODUCCIÓN

San Lucas es quien nos narra el comienzo de la Cena Pascual. Una vez sen­tados a la mesa, el Señor abre su corazón a los apóstoles y les comunica el gran deseo que tiene de celebrar esa última Pascua con ellos. Pero junto con este deseo, el Señor manifiesta sus sentimientos por la despedida. Sabe que los apóstoles se van a sentir tristes, pero intenta consolarlos con las palabras que les dice a continuación, que no son sino una promesa de que un día esta­rán todos juntos en el Reino de Dios. Meditemos el sentido de todas estas palabras del Señor.


MEDITACIÓN

1. "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer."

Es la revelación de los sentimientos nobilísimos, del amor pleno, llenos de amor, que Cristo tiene al comenzar esta Cena Pascual. Sabe que lo que le espera es la agonía de Getsemaní, su Pasión y su muerte en cruz, pero es tal el amor filial a su Padre y su amor redentor a los hombres, que está desean­do que llegue "su hora". El mundo, la humanidad, quedarán transformados después de su muerte. Ya habrá esperanza y salvación para todos los que quieran recibirlas de su amor. Y muy concretamente Jesús desea celebrar esta Pascua con sus discípulos: En ella instituirá el misterio de la Eucaristía y proclamará la nueva ley de la caridad fraterna.

Con cuánta fe, esperanza y amor deberíamos nosotros participar siempre en esa misma Pascua de Cristo, que se renueva en cada Eucaristía que se cele­bra. Si Cristo, por amor a nosotros, muestra ese deseo profundo de entregar­nos su Cuerpo y su Sangre, aunque sólo fuera por un mínimo de gratitud, deberíamos arder nosotros también en deseos de participar en la Eucaristía de recibir su Cuerpo y su Sangre. Pero más aún, es a través de esa Eucaris­tía, como consideraremos más adelante, que se renuevan en nosotros todos los frutos de la redención de Cristo.

"Ya no comeré la Pascua hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios."

No quiere decir el Señor que en el Reino definitivo de Dios, el Reino escatológico, vayan a celebrarse nuevas pascuas, y vaya de nuevo a comer­se el Cordero Pascual. Lo que el Señor nos dice tiene un sentido muy pro­fundo. La Pascua que entonces celebraba iba a dar cumplimiento a todo lo que simbolizaba la Pascua judía. Si ésta simbolizaba la liberación de la escla­vitud del pueblo judío, aquélla hacía realidad la total liberación del pecado, de la muerte, del imperio de Satanás, y conduciría al nuevo pueblo de Dios hacia la verdadera tierra prometida, el Reino de Dios en la gloria y en la eternidad. Y en este sentido el Reino de Dios en su etapa definitiva, en el cielo, podía llamarse con toda razón Pascua Eterna.

Ante la despedida, que implícitamente hace el Señor a sus apóstoles, quiere que ellos se sientan animados con la perspectiva de una Pascua eterna con él en el Reino de Dios. Todas las palabras del Señor en esta Cena Pascual son palabras de gran consuelo para sus discípulos y para todos los que hayan de creer en él. El Señor no piensa sino en consolarles; y qué mayor consuelo que prometerles que todos ellos gozarán de una Pascua eterna con él. Y este es el destino de todos los que hayan sido verdaderos discípulos del Señor.

"No beberé del fruto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios." El rito pascual comenzaba con el escanciamiento de vino en la copa del que presidía la mesa, y éste hacía pasar la copa a todos los comensales para que bebiesen de ella. Jesucristo cumple con este rito; y al dar la copa a sus discí­pulos es cuando pronuncia las palabras que hemos transcrito.

Jesús mismo bebió de esa copa, como se desprende de lo que dice el Señor: "a partir de este momento, no beberé del producto de la vid hasta que llegue el Reino de Dios."

Recordemos que la alegría, la felicidad, la comunicación con Dios en el Rei­no de los cielos se había comparado, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, con un gran banquete donde habría suculentos manjares y deli­ciosos vinos, banquete al que invitaba Dios. (Cfr. Is 25,6-8; Is 65,13-14; Mt 22,1-14; Lc 14,15-24).

De ninguna manera podemos entender el vino de que habla Jesús como un vino real y verdadero, propio de los banquetes de esta tierra. Todo el sentido escatológico que tiene este pasaje nos hace comprender con certeza que Je­sús simbolizaba en el vino el gozo y la felicidad de la vida eterna.

Es una nueva manera de consolar a sus discípulos. El va a partir, pero el triunfo del Reino de Dios es definitivo y en él no habrá más que gozo y felici­dad; y ese gozo y felicidad lo compartirá con sus discípulos. Maravillosa pro­mesa para todos los discípulos de Cristo.


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Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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219. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Los amó hasta el extremo

 


P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

219. LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO

TEXTO

Juan 13, 1

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo.


INTRODUCCIÓN

El Evangelista San Juan es quien nos pone esta introducción a todo el miste­rio de la Ultima Cena y de la Pasión y Muerte de Cristo. Antes de comenzar la narración de la Ultima Cena, Juan quiere profundizar en lo más hondo que hay en el corazón de Cristo, su amor extremo a los hombres. Sólo contem­plando el amor de Cristo podremos llegar a comprender los profundos miste­rios que se nos narran a continuación.


MEDITACIÓN

1. "Había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre"

Una vez más se nos habla con toda claridad de la conciencia clara que tenía Jesús de que había llegado la hora de instituir la Nueva Alianza, definitiva, entre Dios y los hombres mediante la entrega de su vida en la cruz.

Y esta hora la llama "la hora de pasar de este mundo al Padre." A lo largo de todo el Evangelio, el Señor ha manifestado repetidas veces su amor y unión con el Padre.

Jesús ha vivido siempre en plenitud de amor al Padre su triple realidad: "He salido y vengo de Dios" (Jn 8, 42; Jn 16, 48)

"Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra." (Jn 4, 34)

"Por eso me ama mi Padre, porque doy mi vida (por las ovejas)" (Jn 10,17)

"Me voy al que me ha enviado" (Jn 7, 33)

"Ahora dejo el mundo y voy al Padre." (Jn 16, 28)

Jesús vive conscientemente su origen divino; acepta libremente la misión que su Padre le ha confiado de llevar a cabo la redención de los hombres; y tiene la esperanza cierta de volver a su Padre. Ahora ha llegado la hora de consu­mar su obra redentora y de volver al Padre. Lo definitivo es volver al Padre de donde ha salido, al Padre que siempre le ha amado y nunca le ha dejado solo, al Padre con el que es una misma cosa. (Cfr. Jn 17,24; 2,28; 5,20; 8,29; 10,30)

Y este mismo es el sentido de la vida de cada cristiano. Todos venimos de Dios y vamos de vuelta hacia él; mientras vivimos en esta tierra debemos es­forzamos por cumplir siempre la voluntad de Dios, voluntad salvífica para mí y todos los hombres. Para nosotros también lo único definitivo será el paso de este mundo al Padre. Maravillosa descripción de lo que es la muerte del cristiano: pasar de este mundo al Padre.

Pero consideremos la manera como Cristo da ese paso definitivo al Padre: Entregando su vida por los hombres, haciendo de su vida y muerte ofrecida al Padre el acto supremo de redención de los hombres.

Unamos nuestra vida y nuestra muerte a la oblación de Cristo y que así po­damos dar el paso al Padre en plenitud de amor a Dios y a los hermanos.

2. "Los amó hasta el extremo."

Se nos dice que habiendo amado a los "suyos" los amó hasta el extremo. Los "suyos" no hay que entender que son exclusi­vamente de los apóstoles, sino todos los hombres, sin excepción alguna, pues por todos va a ofrecer el Sacrificio de la Cruz.

"Hasta el extremo" no sólo significa hasta el final de su vida, sin desfallecer nunca en ese amor, sino que nos quiere indicar una gradación sublime en la intensidad de ese amor, manifestada en las mayores pruebas del sacrificio.

Pidamos con San Pablo llegar a conocer la profundidad, la altura, la anchura, la longitud del amor de Cristo. Es lo que San Pablo pedía en su oración al Padre por la comunidad de Éfeso. (Cfr. Efes. 3,18-19)

Por "profundidad" hay que entender la capacidad inmensa de sacrificio que nos manifestó el amor de Cristo. Un amor es tanto más profundo cuánto está más dispuesto a sacrificarse.

Jesús, desde su nacimiento en el Portal de Belén, vivió en continuas renun­cias y sacrificios por los hombres, hasta llegar al sacrificio cruentísimo en su cruz; sacrificó riquezas y todo lo que fuese una vida de comodidades; sacrifi­có su fama, sus propios derechos; sacrificó su autoridad y poder, viviendo siempre en actitud de servicio; y llegó a sacrificar su propia vida en medio de los tormentos más terribles en su alma y en su cuerpo; hasta sacrificó el con­suelo de su Padre en la cruz.

San Pablo, sintiendo vivencialmente este amor de Cristo por él, exclamaba: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en la carne, sin embargo vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí." (Gal 2,19-20). Hagamos nuestros los sentimientos de Pablo.

Por "altura" en el amor hay que entender la plenitud de bendiciones y dones que otorga Jesucristo a los hombres, con total desinterés y buscando sola­mente engrandecer su dignidad, colmarles de toda clase de bienes y llenarles el corazón de una alegría y paz que nadie podrá arrebatarles.

Infinitos son los bienes que el Señor regala al hombre con su sacrificio en la cruz: La reconciliación con Dios, la filiación divina, la vida eterna. Nos pro­mete además su continua presencia y ayuda, su amistad íntima, el escuchar siempre nuestras oraciones. Y nos entrega su mismo Cuerpo y Sangre en el misterio de la Eucaristía. Nos regala también su Iglesia y los Sacramentos, fuentes de nuestra salvación. Y nos da a su Madre, como Madre nuestra.

Ante la altura infinita de este amor de Cristo y siendo consciente de todos los beneficios que había recibido del Señor, San Ignacio exclama:

"Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed de ello según vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia que ésta me basta." (Ejercicios, n. 234)

Esta es la única respuesta fiel de aquel que haya sentido la generosidad infi­nita del amor de Cristo.

Por "longitud" en el amor debe entenderse la fidelidad, la constancia, la per­severancia en el amor; no se trata de un amor voluble, sino de un amor que persevera aun en medio de las mayores contradicciones. La perseverancia en el amor de Cristo es infinita. Por más veces que el hombre le vuelva las espaldas, le abandone, le traicione, siempre está dispuesto a perdonar todo, e invita al pecador de nuevo a su amistad íntima y le vuelve a llenar de todos sus beneficios. Y de tal manera vive tan constantemente en ese amor a los hombres, que ha querido renovar continuamente en el misterio eucarístico la oblación de su Cuerpo y Sangre que hizo al morir en la cruz.

San Juan en su primera carta exhorta a los cristianos a que se aparten de los pecados, pero quiere que mantengan siempre una ilimitada confianza del amor misericordioso del Señor:

"Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero alguno peca, tene­mos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero." (1 Jn 2,1-2). Nunca jamás debemos dudar de la infi­nita misericordia del Señor.

Finalmente, "anchura" en el amor nos habla del amor de Cristo que se ex­tiende a todos los hombres, sin marginar a ninguno. Es la infinitud del amor de Cristo lo que le capacita para poder abarcar en su amor a todos los hom­bres, a cada uno en particular. A todos alcanza su infinito amor redentor. Y este amor de Cristo, universal a todos los hombres redimidos con su sangre, es lo que debe motivar también nuestro amor al prójimo, cualquiera sea este prójimo. Es un hijo de Dios, es un redimido por Cristo, lleva en su alma el se­llo del amor de Cristo, que le amó y se entregó a la muerte por él.

"Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros." (1 Jn 4,11)

Que esta meditación nos ayude a tener la experiencia vivencial y lo más pro­fundo posible del amor que Cristo nos tiene. Que nos amó "hasta el extre­mo". Sólo teniendo esta experiencia de ser amados por Cristo, podremos corresponder a ese amor y conseguir la salvación eterna.


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Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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218. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - ¿Quién es el mayor entre vosotros?

 


P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


X. MEDITACIÓNES SOBRE LA ÚLTIMA CENA

218. ¿QUIEN ES EL MAYOR ENTRE VOSOTROS?

TEXTO

Lucas 22,24-27

Entre ellos hubo un altercado sobre quién parecía ser el mayor. Jesús les dijo: "Los reyes de las naciones gobiernan como señores absolutos, y los que ejercen la autoridad sobre ellos se hacen llamar bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el menor y el que man­da como el que sirve. Porque, ¿quién es mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de voso­tros como el que sirve."


INTRODUCCIÓN

El único evangelista que trae esta escena es San Lucas y la coloca después de la institución de la Eucaristía. Pero la mayoría de autores creen que debió tener lugar al principio de la Cena Pascual. Probablemente sería al ocupar los sitios en la mesa, cuando el Señor advirtió "un altercado" entre sus apóstoles sobre quién ocuparía los primeros asientos, sobre todo, los que es­taban a la derecha e izquierda del Señor. El Señor, en su bondadosa condes­cendencia, no les recrimina, sino que les da una lección sublime sobre el sen­tido que tiene "ser el mayor" y "tener autoridad" sobre otros. El Señor no hace sino repetir la enseñanza que les había dado anteriormente, en otra oca­sión semejante, cuando los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago, le pidieron sentarse uno a su derecha y otro a su izquierda en su Reino, petición que motivó otro altercado entre los apóstoles sobre cuál era el mayor. (Cfr. Mt 20, 25-27; Mc 10,42-44)


MEDITACIÓN

El Señor fue el único Maestro que predicó siempre todas sus enseñanzas cumpliéndolas primero en su persona. Todo lo que enseñó, lo practicó él y lo vivió durante su vida, dejándonos ejemplo maravilloso de toda su doctrina. Por eso, para entender cualquier doctrina de 'Cristo, lo mejor es considerar cómo la practicó él y qué ejemplo nos dio de esa enseñanza concreta que queremos considerar.

Jesucristo, como Hijo de Dios, tiene la suprema autoridad sobre todo lo crea­do; él mismo dirá: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra." (Mt 28,18). Y sin embargo desde que nació en un establo en Belén hasta su Muerte en cruz, toda su vida no será sino un servicio humilde y sacrificado a toda la humanidad. Y refiriéndose a esta autoridad suprema que tiene, dirá: "El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate de muchos." (Mc 10,45)

Es su propio ejemplo el que establece como norma de conducta para todos los que quieren seguirle, ser sus discípulos. El uso de la autoridad nunca debe ser ejercitado para beneficio del que tiene la autoridad, como hacen los gran­des del mundo y todos los que siguen los criterios mundanos, sino exclusiva­mente en servicio y bien de los que están sometidos a esa autoridad. Maravi­llosa definición de autoridad que, si se cumpliese, este mundo quedaba trans­formado en un mundo de paz, armonía y bienestar.

A los ojos de Dios, el mayor entre los hombres no es el que tenga mayor au­toridad entre los hombres, sino aquel que se considere el menor y el que me­jor sirva a sus hermanos.

A veces se ha caído en la tentación de llamar a Cristo revolucionario en un sentido totalmente equivocado; revolucionario que podría admitir incluso la violencia. Cristo no admitió más violencia que la que se descargó sobre su misma persona. Pero, en un sentido mucho más profundo, sí podemos llamar a Cristo verdaderamente revolucionario. Revoluciona, trastrueca todos los valores que el mundo juzga como tales; y lo que el mundo desprecia y deses­tima, eso es lo que Cristo considera como los valores supremos de la persona humana.

En la escena que estamos meditando se da una revolución completa al con­cepto de autoridad y de grandeza que el mundo tiene. La autoridad se con­vierte en puro servicio desinteresado y la grandeza del hombre se mide por su capacidad de hacerse el menor para poder mejor servir a los demás.

Y precisamente Cristo nos entrega esta enseñanza en el momento en que va a perennizar el sacrificio de su muerte en redención de los hombres, institu­yendo la nueva Pascua cristiana.

Aprendamos del Señor a ejercer cualquier tipo de autoridad en actitud de servicio sacrificado y desinteresado por aquellos que están bajo nuestra auto­ridad. Así seremos grandes a los ojos de Dios.



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Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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