La fe cristiana desde la Biblia: La Acción de Gracias



P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.


Si nosotros fuéramos conscientes a los bienes espirituales que nos son ofrecidos, la respuesta debería manifestarse desde un primer momento en una actitud personal de agradecimiento permanente. El don de ser hijos de Dios ha nacido en una Iglesia, en una comunidad cuya cabeza es Cristo, y su cuerpo lo constituyen aquellos que son bautizados en ese Cristo y que acrecientan con su “gracia” el desarrollo y maduración de la filiación divina. Formamos parte de un cuerpo colectivo en comunión.

La Iglesia, por tanto, y de modo fundamental es una comunión de creyentes en Cristo, que unidos a su cabeza y formando un cuerpo como miembros de éste tratan de ayudarse y proclamar una sola fe, un solo bautismo y un solo Señor. “Uno solo es el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también una es la esperanza a la que habéis sido llamados; un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos” (Ef 4,4-6). Lo que les une entre sí es lo invisible pero con la fuerza suficiente para producir frutos de vida nueva. (Esto se verá más adelante, cuando contemplemos la Iglesia como sacramento).

Traemos aquí el tema de la expresión comunitaria de nuestra libre acción de gracias por los bienes aceptados a través de la Iglesia. A veces decimos que la Iglesia es madre, porque en su seno hemos recibido el regalo vital “de la gracia” de ser hijos de Dios. Esta gracia es un “semen Dei”.

Desde sus inicios las comunidades cristianas se reunían en casas particulares, para dar gracias a Dios (la palabra griega “eucaristía” significa precisamente “acción de gracias”), haciendo presente así la muerte y resurrección de Jesús conforme a su deseo manifestado en su última cena de pascua, “haced ésto en memoria mía” (Le 22,19). “Pues siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él venga” (1 Cor 11,26).

La muerte y resurrección del Señor vinculada a la última cena no sólo se nos transmite como un mero recuerdo sino como un recuerdo que se hace presente también hoy para nosotros. Se hace un sacramento, es decir, una acción del Jesucristo glorioso, actual. El es el sacerdote eterno que ofrenda su propia vida en favor nuestro para nuestra liberación y salvación. Esta es la tarea de nuestra redención. Es ofrenda sin límites de su vida íntegra. Recibe el nombre de “sacrificio”, porque de hecho en el tiempo terminó en muerte y muerte de cruz, y fue aceptada por el Padre en su resurrección. Por ello su valor de salvación se perpetúa para todos nosotros. Cuando el reinado Dios se establezca al fin de forma definitiva se renovará “esta pascua” con un vino nuevo y glorioso: “Os aseguro que ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día aquel en que lo beba nuevo en el reino de Dios” (Mc 14,25).

Concluye este memorial de la última cena pascual, aquella —repito— que tuvo Jesús con sus discípulos y de la que parti­cipamos hoy de modo sacramental, con la “comunión”, en la cual Jesucristo se nos transmite como un alimento que da vida. El pan y el vino consagrados son signos de una vida que fluye y revitaliza (son él mismo). A esta comunión, en nuestro rito litúrgico le acompañan “la paz” entre quienes están incorporados a Cristo y la esperanza oportuna de que sólo él quita el pecado del mundo. La falta de unión y la división es el contra-testimonio de los cris­tianos, quizás el más negativo en la misión evangelizadora de la Iglesia. Es parte de ese pecado del mundo que se introduce en la Iglesia formada en definitiva por personas en sí débiles, quizás interesadas y a veces sin tiempo para valo­rar lo esencial y tentadas por el poder.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Catequesis del Papa «Curar el mundo»: 8. Subsidiariedad y virtud de la esperanza



PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 23 de septiembre de 2020

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Queridos hermanos y hermanas, ¡parece que el tiempo no es muy bueno, pero os digo buenos días igualmente!

Para salir mejores de una crisis como la actual, que es una crisis sanitaria y al mismo tiempo una crisis social, política y económica, cada uno de nosotros está llamado a asumir su parte de responsabilidad, es decir compartir la responsabilidad. Tenemos que responder no solo como individuos, sino también a partir de nuestro grupo de pertenencia, del rol que tenemos en la sociedad, de nuestros principios y, si somos creyentes, de la fe en Dios. Pero a menudo muchas personas no pueden participar en la reconstrucción del bien común porque son marginadas, son excluidas o ignoradas; ciertos grupos sociales no logran contribuir porque están ahogados económica o políticamente. En algunas sociedades, muchas personas no son libres de expresar la propia fe y los propios valores, las propias ideas: si las expresan van a la cárcel. En otros lugares, especialmente en el mundo occidental, muchos auto-reprimen las propias convicciones éticas o religiosas. Pero así no se puede salir de la crisis, o en cualquier caso no se puede salir mejores. Saldremos peores.

Para que todos podamos participar en el cuidado y la regeneración de nuestros pueblos, es justo que cada uno tenga los recursos adecuados para hacerlo (cfr. Compendio de la doctrina social de la Iglesia [CDSC], 186). Después de la gran depresión económica de 1929, el Papa Pío XI explicó lo importante que era para una verdadera reconstrucción el principio de subsidiariedad (cfr. Enc. Quadragesimo anno, 79-80). Tal principio tiene un doble dinamismo: de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba. Quizá no entendamos qué significa esto, pero es un principio social que nos hace más unidos.

Por un lado, y sobre todo en tiempos de cambio, cuando los individuos, las familias, las pequeñas asociaciones o las comunidades locales no son capaces de alcanzar los objetivos primarios, entonces es justo que intervengan los niveles más altos del cuerpo social, como el Estado, para proveer los recursos necesarios e ir adelante. Por ejemplo, debido al confinamiento por el coronavirus, muchas personas, familias y actividades económicas se han encontrado y todavía se encuentran en grave dificultad, por eso las instituciones públicas tratan de ayudar con apropiadas intervenciones sociales, económicas, sanitarias: esta es su función, lo que deben hacer.

Pero por otro lado, los vértices de la sociedad deben respetar y promover los niveles intermedios o menores. De hecho, la contribución de los individuos, de las familias, de las asociaciones, de las empresas, de todos los cuerpos intermedios y también de las Iglesias es decisiva. Estos, con los propios recursos culturales, religiosos, económicos o de participación cívica, revitalizan y refuerzan el cuerpo social (cfr. CDSC, 185). Es decir, hay una colaboración de arriba hacia abajo, del Estado central al pueblo y de abajo hacia arriba: de las asociaciones populares hacia arriba. Y esto es precisamente el ejercicio del principio de subsidiariedad.

Cada uno debe tener la posibilidad de asumir la propia responsabilidad en los procesos de sanación de la sociedad de la que forma parte. Cuando se activa algún proyecto que se refiere directa o indirectamente a determinados grupos sociales, estos no pueden ser dejados fuera de la participación. Por ejemplo: “¿Qué haces tú? —Yo voy a trabajar por los pobres. —Qué bonito, y ¿qué haces? —Yo enseño a los pobres, yo digo a los pobres lo que deben hacer”. —No, esto no funciona, el primer paso es dejar que los pobres te digan cómo viven, qué necesitan: ¡Hay que dejar hablar a todos! Es así que funciona el principio de subsidiariedad. No podemos dejar fuera de la participación a esta gente; su sabiduría, la sabiduría de los grupos más humildes no puede dejarse de lado (cfr. Exhort. ap. postsin. Querida Amazonia [QA], 32; Enc. Laudato si’, 63). Lamentablemente, esta injusticia se verifica a menudo allí donde se concentran grandes intereses económicos o geopolíticos, como por ejemplo ciertas actividades extractivas en algunas zonas del planeta (cfr. QA9.14). Las voces de los pueblos indígenas, sus culturas y visiones del mundo no se toman en consideración. Hoy, esta falta de respeto del principio de subsidiariedad se ha difundido como un virus. Pensemos en las grandes medidas de ayudas financieras realizadas por los Estados. Se escucha más a las grandes compañías financieras que a la gente o aquellos que mueven la economía real. Se escucha más a las compañías multinacionales que a los movimientos sociales. Queriendo decir esto con el lenguaje de la gente común: se escucha más a los poderosos que a los débiles y este no es el camino, no es el camino humano, no es el camino que nos ha enseñado Jesús, no es realizar el principio de subsidiariedad. Así no permitimos a las personas que sean «protagonistas del propio rescate»[1]. En el subconsciente colectivo de algunos políticos o de algunos sindicalistas está este lema: todo por el pueblo, nada con el pueblo. De arriba hacia abajo pero sin escuchar la sabiduría del pueblo, sin implementar esta sabiduría en el resolver los problemas, en este caso para salir de la crisis. O pensemos también en la forma de curar el virus: se escucha más a las grandes compañías farmacéuticas que a los trabajadores sanitarios, comprometidos en primera línea en los hospitales o en los campos de refugiados. Este no es un buen camino. Todos tienen que ser escuchados, los que están arriba y los que están abajo, todos.

Para salir mejores de una crisis, el principio de subsidiariedad debe ser implementado, respetando la autonomía y la capacidad de iniciativa de todos, especialmente de los últimos. Todas las partes de un cuerpo son necesarias y, como dice San Pablo, esas partes que podrían parecer más débiles y menos importantes, en realidad son las más necesarias (cfr. 1 Cor 12, 22). A la luz de esta imagen, podemos decir que el principio de subsidiariedad permite a cada uno asumir el propio rol para el cuidado y el destino de la sociedad. Aplicarlo, aplicar el principio de subsidiariedad da esperanza, da esperanza en un futuro más sano y justo; y este futuro lo construimos juntos, aspirando a las cosas más grandes, ampliando nuestros horizontes[2]. O juntos o no funciona. O trabajamos juntos para salir de la crisis, a todos los niveles de la sociedad, o no saldremos nunca. Salir de la crisis no significa dar una pincelada de barniz a las situaciones actuales para que parezcan un poco más justas. Salir de la crisis significa cambiar, y el verdadero cambio lo hacen todos, todas las personas que forman el pueblo. Todos los profesionales, todos. Y todos juntos, todos en comunidad. Si no lo hacen todos el resultado será negativo.

En una catequesis precedente hemos visto cómo la solidaridad es el camino para salir de la crisis: nos une y nos permite encontrar propuestas sólidas para un mundo más sano. Pero este camino de solidaridad necesita la subsidiariedad. Alguno podrá decirme: “¡Pero padre hoy está hablando con palabras difíciles! Pero por esto trato de explicar qué significa. Solidarios, porque vamos en el camino de la subsidiariedad. De hecho, no hay verdadera solidaridad sin participación social, sin la contribución de los cuerpos intermedios: de las familias, de las asociaciones, de las cooperativas, de las pequeñas empresas, de las expresiones de  la sociedad civil. Todos deben contribuir, todos. Tal participación ayuda a prevenir y corregir ciertos aspectos negativos de la globalización y de la acción de los Estados, como sucede también en el cuidado de la gente afectada por la pandemia. Estas contribuciones “desde abajo” deben ser incentivadas. Pero qué bonito es ver el trabajo de los voluntarios en la crisis. Los voluntarios que vienen de todas las partes sociales, voluntarios que vienen de las familias acomodadas y que vienen de las familias más pobres. Pero todos, todos juntos para salir. Esta es solidaridad y esto es el principio de subsidiariedad.

Durante el confinamiento nació de forma espontánea el gesto del aplauso para los médicos y los enfermeros y las enfermeras como signo de aliento y de esperanza. Muchos han arriesgado la vida y muchos han dado la vida. Extendemos este aplauso a cada miembro del cuerpo social, a todos, a cada uno, por su valiosa contribución, por pequeña que sea. “¿Pero qué podrá hacer ese de allí? —Escúchale, dale espacio para trabajar, consúltale”. Aplaudimos a los “descartados”, los que esta cultura califica de “descartados”, esta cultura del descarte, es decir aplaudimos a los ancianos, a los niños, las personas con discapacidad, aplaudimos a los trabajadores, todos aquellos que se ponen  al servicio. Todos colaboran para salir de la crisis. ¡Pero no nos detengamos solo en el aplauso! La esperanza es audaz, así que animémonos a soñar en grande. Hermanos y hermanas, ¡aprendamos a soñar en grande! No tengamos miedo de soñar en grande, buscando los ideales de justicia y de amor social que nacen de la esperanza. No intentemos reconstruir el pasado, el pasado es pasado, nos esperan cosas nuevas. El Señor ha prometido: “Yo haré nuevas todas las cosas”. Animémonos a soñar en grande buscando estos ideales, no tratemos de reconstruir el pasado, especialmente el que era injusto y ya estaba enfermo. Construyamos un futuro donde la dimensión local y la global se enriquecen mutuamente —cada uno puede dar su parte, cada uno debe dar su parte, su cultura, su filosofía, su forma de pensar—, donde la belleza y la riqueza de los grupos menores, también de los grupos descartados, pueda florecer porque también allí hay belleza, y donde quien tiene más se comprometa a servir y dar más a quien tiene menos.

 


[1] Mensaje para la 106 Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado 2020 (13 de mayo de 2020).

[2] Cfr. Discurso a los jóvenes del Centro Cultural Padre Félix Varela, La Habana – Cuba, 20 de septiembre de 2015.



Tomado de:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200923_udienza-generale.html

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Domingo XXVI del Tiempo Ordinario Ciclo A - Hacer la voluntad del Padre



P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (21,28-32):

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: "Hijo, ve hoy a trabajar en la viña." Él le contestó: "No quiero." Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: "Voy, señor." Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron: «El primero.»
Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»

Palabra del Señor

Jesús quiere que nuestras palabras sean siempre auténticas: el SI y el NO.

Una parábola muy breve, y dedicada especialmente a los fariseos: se trata de dos hijos, a quienes el Padre manda algo, uno dice que sí, pero no lo hace; el otro dice que no, y termina haciendo lo que su Padre le ha pedido. Va dirigida a los fariseos que aparentan decir que sí, con su vida “superficialmente recta” pero no hacen lo que realmente quiere Dios, que es que acepten a su Enviado. 

Es muy aleccionadora esta parábola y es verdad que eso ocurre muchas veces, en las cosas de la vida. Hay quienes parecen decir que sí, y no hacen nada, proponen muchas cosas, pero nada de nada. Y otros que parecen muy rebeldes, pero son al final los que obran más rectamente y los que más ayudan al prójimo.

¿Qué significa decirle sí a Dios? Porque en esto está lo central de este asunto. ¿Bastan buenas palabras, propósitos hechos en un retiro?, ¿o hace falta algo más? Decirle sí a Dios en la conducta diaria, y no sólo de palabra, sino en las obras. Es una respuesta fundamental, a Alguien que nos llama. ¿Hasta qué punto le hemos dicho sí a Dios?

Cuando fuimos bautizados, éramos muy pequeños, nuestros padres y padrinos dijeron que sí a Dios, por nosotros. Después, a lo largo de los años, nos tocó a nosotros asumir lo que ellos prometieron por nosotros. Y entonces es cuando nuestro sí empezó a desvanecerse, y hasta quizá hasta desaparecer: habíamos dicho que sí, y después resultó que no.

Hicimos la primera comunión, y le dijimos sí a Jesús (¿no estábamos demasiado aturdidos por los agasajos para saber qué es lo que decíamos?) Y esa amistad prometida, en ese momento tan hermoso, no logró consolidarse. Todavía no sabíamos bien lo que hacíamos, y Quién era el que nos pedía una respuesta.

Pasaron los años: pasaron muchos años y muchas cosas. Y cada uno sabe su historia personal. Si las repetidas respuestas dadas al Señor eran concretas o se desvanecían fácilmente en el olvido de lo prometido. Nos hemos mantenido tanto tiempo en el “sí, pero no”. Ha habido momentos en que parecía que ya arrancábamos de verdad; parecía que el sí a Dios al final iba ya en serio. Pero el tiempo, el desgaste, el aburrimiento, la falta de perseverancia, volvía a transformar en no ese nuestro sí, que había parecido contundente.

Y ¿a qué se le dice sí, cuando Dios pregunta? Cuando me pide una respuesta, ¿qué quiere en realidad de mí? Es atreverse a darle la vida entera, sin recortes y sin límites. ¿Nos llama Dios al amor y a la mistad? ¿Nos arriesgamos a querer a Dios y a dejarnos querer por El? Decimos a veces sí, pero cuidando la retirada. No nos atrevemos a adentrarnos en el bosque, sino que nos quedamos en el sitio donde todavía nos es posible retroceder. Porque la aventura de ir adentro, por un camino desconocido nos da mucho miedo y queremos asegurar la retirada.

Y es que El que nos llama, no nos explica de ninguna manera todo, desde el principio, y ahí está el comienzo de la respuesta, en fiarnos completamente. Decirle sí sabiendo sólo que es El. Lo llamamos nuestro Salvador, pero le tenemos miedo. Le llamamos Bueno, pero no nos fiamos del todo. Le decimos Padre, pero tememos que no nos dé lo mejor. Reservas, dudas, temores, frialdad, cobardía. Esos son elementos que acompañan nuestra respuesta. Nos cuesta mucho salir del “sí, pero no”. Y la forma de decir sí al fin, es cerrar los ojos y zambullirnos (aunque sea con miedo) en el abismo; aparente abismo, porque en realidad es sumergirnos en un abrazo inconmensurable.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Nuestra Señora de las Mercedes


Fiesta 24 de Septiembre

La Santísima Virgen se le apareció a San Pedro Nolasco, en 1218, recomendándole que fundara una comunidad religiosa que se dedicara a auxiliar a los cautivos que eran llevados a sitios lejanos.


 




Catequesis del Papa «Curar el mundo»: 7. Cuidado de la casa común y actitud contemplativa

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 16 de septiembre de 2020

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Para salir de una pandemia, es necesario cuidarse y cuidarnos mutuamente. También debemos apoyar a quienes cuidan a los más débiles, a los enfermos y a los ancianos. Existe la costumbre de dejar de lado a los ancianos, de abandonarlos: está muy mal. Estas personas —bien definidas por el término español “cuidadores”—, los que cuidan de los enfermos, desempeñan un papel esencial en la sociedad actual, aunque a menudo no reciban ni el reconocimiento ni la remuneración que merecen. El cuidado es una regla de oro de nuestra humanidad y trae consigo salud y esperanza (cf. Enc. Laudato si’ [LS], 70). Cuidar de quien está enfermo, de quien lo necesita, de quien ha sido dejado de lado: es una riqueza humana y también cristiana,

Este cuidado abraza también a nuestra casa común: la tierra y cada una de sus criaturas. Todas las formas de vida están interconectadas (cf. ibíd., 137-138), y nuestra salud depende de la de los ecosistemas que Dios ha creado y que nos ha encargado cuidar (cf. Gn 2, 15). Abusar de ellos, en cambio, es un grave pecado que daña, que perjudica y hace enfermar (cf. LS, 866). El mejor antídoto contra este abuso de nuestra casa común es la contemplación (cf. ibíd., 85214). ¿Pero cómo? ¿No hay una vacuna al respecto, para el cuidado de la casa común, para no dejarla de lado? ¿Cuál es el antídoto para la enfermedad de no cuidar la casa común? Es la contemplación. «Cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso» (ibíd.,215). Incluso en objeto de “usar y tirar”. Sin embargo, nuestro hogar común, la creación, no es un mero “recurso”. Las criaturas tienen un valor en sí y "reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad infinitas de Dios" (Catecismo de la Iglesia Católica, 339). Pero ese valor y ese rayo de luz divina hay que descubrirlo y, para hacerlo, necesitamos silencio, necesitamos escuchar, necesitamos contemplar. También la contemplación cura el alma.

Sin contemplación es fácil caer en un antropocentrismo desviado y soberbio, el “yo” en el centro de todo, que sobredimensiona nuestro papel de seres humanos y nos posiciona como dominadores absolutos de todas las criaturas. Una interpretación distorsionada de los textos bíblicos sobre la creación ha contribuido a esta visión equivocada, que lleva a explotar la tierra hasta el punto de asfixiarla. Explotar la creación: ese es el pecado. Creemos que estamos en el centro, pretendiendo que ocupamos el lugar de Dios; y así arruinamos la armonía del diseño de Dios. Nos convertimos en depredadores, olvidando nuestra vocación de custodios de la vida. Naturalmente, podemos y debemos trabajar la tierra para vivir y desarrollarnos. Pero el trabajo no es sinónimo de explotación, y siempre va acompañado de cuidados: arar y proteger, trabajar y cuidar... Esta es nuestra misión (cf. Gn 2,15). No podemos esperar seguir creciendo a nivel material, sin cuidar la casa común que nos acoge. Nuestros hermanos y hermanas más pobres y nuestra madre tierra gimen por el daño y la injusticia que hemos causado y reclaman otro rumbo. Reclaman de nosotros una conversión, un cambio de ruta: cuidar también de la tierra, de la creación.

Es importante, pues, recuperar la dimensión contemplativa, es decir mirar la tierra y la creación como un don, no como algo que explotar para sacar beneficios. Cuando contemplamos, descubrimos en los demás y en la naturaleza algo mucho más grande que su utilidad. He aquí la clave del problema: contemplar es ir más allá de la utilidad de una cosa. Contemplar la belleza no significa explotarla: contemplar es gratuidad. Descubrimos el valor intrínseco de las cosas que les ha dado Dios. Como muchos maestros espirituales han enseñado, el cielo, la tierra, el mar, cada criatura posee esta capacidad icónica, esta capacidad mística para llevarnos de vuelta al Creador y a la comunión con la creación. Por ejemplo, San Ignacio de Loyola, al final de sus Ejercicios Espirituales, nos invita a la “Contemplación para alcanzar amor”, es decir, a considerar cómo Dios mira a sus criaturas y a regocijarse con ellas; a descubrir la presencia de Dios en sus criaturas y, con libertad y gracia, a amarlas y cuidarlas.

La contemplación, que nos lleva a una actitud de cuidado, no es mirar a la naturaleza desde el exterior, como si no estuviéramos inmersos en ella. Pero nosotros estamos dentro de la naturaleza, somos parte de la naturaleza. Se hace más bien desde dentro, reconociéndonos como parte de la creación, haciéndonos protagonistas y no meros espectadores de una realidad amorfa que solo serviría para explotaría. El que contempla de esta manera siente asombro no sólo por lo que ve, sino también porque se siente parte integral de esta belleza; y también se siente llamado a guardarla, a protegerla. Y hay algo que no debemos olvidar: quien no sabe contemplar la naturaleza y la creación, no sabe contemplar a las personas con toda su riqueza. Y quien vive para explotar la naturaleza, termina explotando a las personas y tratándolas como esclavos. Esta es una ley universal: si no sabes contemplar la naturaleza, te será muy difícil contemplar a las personas, la belleza de las personas, a tu hermano, a tu hermana.

El que sabe contemplar, se pondrá más fácilmente manos a la obra para cambiar lo que produce degradación y daño a la salud. Se comprometerá a educar y a promover nuevos hábitos de producción y consumo, a contribuir a un nuevo modelo de crecimiento económico que garantice el respeto de la casa común y el respeto de las personas. El contemplativo en acción tiende a convertirse en custodio del medio ambiente: ¡qué hermoso es esto! Cada uno de nosotros debe ser custodio del ambiente, de la pureza del ambiente, tratando de conjugar los saberes ancestrales de las culturas milenarias con los nuevos conocimientos técnicos, para que nuestro estilo de vida sea sostenible.

En fin, contemplar y cuidar: ambas actitudes muestran el camino para corregir y reequilibrar nuestra relación como seres humanos con la creación. Muchas veces, nuestra relación con la creación parece ser una relación entre enemigos: destruir la creación para mi ventaja; explotar la creación para mi ventaja. No olvidemos que se paga caro; no olvidemos el dicho español: “Dios perdona siempre; nosotros perdonamos a veces; la naturaleza no perdona nunca”. Hoy leía en el periódico acerca de los dos grandes glaciares de la Antártida, cerca del Mar de Amundsen: están a punto de caer. Será terrible, porque el nivel del mar subirá y esto acarreará muchas, muchas dificultades y muchos males. ¿Y por qué? Por el sobrecalentamiento, por no cuidar del medio ambiente, por no cuidar de la casa común. En cambio, si tenemos esta relación —me permito usar la palabra— “fraternal”, en sentido figurado, con la creación, nos convertimos en custodios de la casa común, en custodios de la vida y en custodios de la esperanza, custodiaremos el patrimonio que Dios nos ha confiado para que las generaciones futuras puedan disfrutarlo. Y alguno podría decir: “Pero, yo me las arreglo así”. Pero el problema no es cómo te las arreglas hoy —esto lo decía un teólogo alemán, protestante, muy bueno: Bonhoeffer— el problema no es cómo te las arreglas hoy; el problema es: ¿cuál será la herencia, la vida de la futura generación? Pensemos en los hijos, en los nietos: ¿qué les dejaremos si explotamos la creación? Custodiemos este camino para que podamos convertirnos en “custodios" de la casa común, custodios de la vida y de la esperanza.

Custodiemos el patrimonio que Dios nos ha confiado para que las futuras generaciones puedan disfrutarlo. Pienso de manera especial en los pueblos indígenas, con los que todos tenemos una deuda de gratitud, incluso de penitencia, para reparar el daño que les hemos causado. Pero también pienso en aquellos movimientos, asociaciones y grupos populares, que se esfuerzan por proteger su territorio con sus valores naturales y culturales. Sin embargo, no siempre son apreciados e incluso, a veces, se les obstaculiza porque no producen dinero, cuando, en realidad, contribuyen a una revolución pacífica que podríamos llamar la “revolución del cuidado”. Contemplar para cuidar, contemplar para custodiar, custodiarnos nosotros, a la creación, a nuestros hijos, a nuestros nietos, y custodiar el futuro. Contemplar para curar y para custodiar y para dejar una herencia a la futura generación.

Ahora bien, no hay que delegar en algunos lo que es la tarea de todo ser humano. Cada uno de nosotros puede y debe convertirse en un “custodio de la casa común”, capaz de alabar a Dios por sus criaturas, de contemplarlas y protegerlas.



Tomado de:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200916_udienza-generale.html

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La fe cristiana desde la Biblia: Unión con Jesucristo


P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.

Podemos avanzar algo más en el tema de nuestra propia fe en la persona de Jesucristo. Por el bautismo cristiano se derrama no sólo el agua clara, también el fuego del Espíritu que une al bautizado con la persona de Jesucristo. La comunión es en esencia espiritual porque lo que se recibe viene a ser un gérmen de vida capaz de crecer por la fuerza y poder de un Dios que es Padre. Esta capacidad (“capax Dei”, en expresión latina de san Agustín) germina y crece en el ser “hijos de Dios”. Nosotros participamos de alguna manera (“por adopción”) del ser hijos de Dios padre, gracias al Jesús (ya glorioso), el verdadero hijo (el primogénito). Somos, por tanto, unos hijos del Dios, Padre de nuestro señor Jesucristo. Esta filiación divina nos viene dada en Cristo y a través suyo. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí, como yo estoy unido a él, produce mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). La filiación es como la savia. Y en ésto consistirá primordialmente “la gracia”, expresión que aprendimos en el catecismo y que significa la vida nueva de Dios en nosotros. Hemos sido liberados de una carga; lo hemos sido de forma gratuita por medio de Jesucristo y así podemos ver la realidad con los ojos de Dios. Todo cambia porque hasta los valores humanos se transforman. Ahora éstos tienen su raíz y su significado.

La unión con este Jesucristo es quehacer del propio Espíritu Santo, puesto que se comunica en ella la esencia de la identidad cristiana. Como buen cristiano estoy injertado en Cristo. Soy templo del Espíritu Santo. Sólo él es el Señor. No pertenezco a otro (I Cor 3,21-23). De por sí no es posible quebrar esta relación inter-personal. Sólo nosotros podemos. Pero ni siquiera la muerte: “Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).

Si ni siquiera la muerte puede romper y quebrar nuestra comunión con Cristo, eso significa que el ser hijo de Dios no perece y muere sino que permanece para siempre en Cristo a la espera de su incorporación al reinado de Dios, una vez sea transfigurado nuestro cuerpo corruptible en glorioso e incorruptible. Lo que resucita es un “cuerpo” espiritual. La apariencia que conocemos cuando uno muere, muere para siempre. Lo que brota de una semilla será una “imagen” (icono) celestial. “El primer hombre procede de la tierra y es terrestre; el segundo procede del cielo. (...) Y así como llevamos la imagen terrestre, llevaremos también la imagen celestial” (I Cor 15,47.49). Se viste de lo divino.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Teología fundamental. 20. El Credo. Fin natural y fin sobrenatural



P. Ignacio Garro, jesuita
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

5. EL CREDO
Continuación


5.5.3 FIN NATURAL Y FIN SOBRENATURAL 

5.5.3.1 Fin natural del hombre 

1°. Dios tuvo que señalar un fin al hombre, ya que es propio del ser inteligente proponerse un fin en lo que hace. 

2°. El fin del hombre debe estar de acuerdo con su naturaleza; y satisfacer las facultades de su cuerpo y de su espíritu. El fin natural del hombre consistiría en que su cuerpo poseyera los suficientes bienes corporales, su entendimiento conociera las suficientes verdades, y su voluntad amara y poseyera los suficientes bienes para ser feliz.

3°. El último fin del hombre hubiera sido el dar gloria a Dios mediante el conocimiento imperfecto que tiene de El a través de las criaturas, y el haberlo amado de acuerdo a ese limitado conocimiento. 
La felicidad del hombre estaría limitada por su misma capacidad conocer y amar. Para hacerlo capaz de una felicidad mucho mayor, Dios quiso señalarle un fin sobrenatural. 


5.5.3.2 Fin sobrenatural del hombre 

El hombre con su sola fuerza no conoce a Dios sino de un modo imperfecto; no es capaz de verlo en su misma Esencia, pues ésta es del todo trascendente a un ser creado. 

Pero Dios quiso procurar al hombre un conocimiento mucho más perfecto de Sí: quiso que lo contempláramos cara a cara en el cielo, tal cual es, de modo inmediato, intuitivo y facial, a lo cual se sigue inefable interminable gozo. Y en esto consiste precisamente el fin sobrenatural, en la llamada visión beatífica (Dz. 530, 570, 693, 1647, 1928, etc.). 
Este fin sobrenatural, gratuito por parte de Dios, es obligatorio por parte del hombre. No puede renunciar a él, para contentarse con un fin meramente natural, porque la elevación al orden sobrenatural es universal y absoluta. 

De modo que a todo hombre se le presenta este dilema o ser inmensa y eternamente feliz, gozando de la visión de Dios en la gloria, o verse para siempre privado de Dios y castigado a eterna desdicha: tertium non datur. 

Esta simple consideración nos prueba con cuánto esmero debemos tender a la consecución de nuestro último fin. 


5.5.3.3 El orden sobrenatural 

El orden sobrenatural consiste propiamente en dos cosas: 

1°. En el fin sobrenatural a que Dios destinó al hombre. 

2°. En los medios sobrenaturales que Dios le dio para conseguir este fin, de los cuales el más importante es la gracia santificante que se infunde en los sacramentos. 


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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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Domingo XXV del Tiempo Ordinario Ciclo A - Llamados a trabajar en la Viña del Señor.


Padre Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del Santo Evangelio Según San Mateo (20, 1 - 16):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que al amanecer salió a contratar jornaleros para su viña. Después de ajustarse con ellos en un denario por jornada, los mandó a la viña. Salió otra vez a media mañana, vio a otros que estaban en la plaza sin trabajo, y les dijo: "Id también vosotros a mi viña, y os pagaré lo debido." Ellos fueron. Salió de nuevo hacia mediodía y a media tarde e hizo lo mismo. Salió al caer la tarde y encontró a otros, parados, y les dijo: "¿Cómo es que estáis aquí el día entero sin trabajar?" Le respondieron: "Nadie nos ha contratado." Él les dijo: "Id también vosotros a mi viña." Cuando oscureció, el dueño de la viña dijo al capataz: "Llama a los jornaleros y págales el jornal, empezando por los últimos y acabando por los primeros." Vinieron los del atardecer y recibieron un denario cada uno. Cuando llegaron los primeros, pensaban que recibirían más, pero ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces se pusieron a protestar contra el amo: "Estos últimos han trabajado sólo una hora, y los has tratado igual que a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el bochorno." Él replicó a uno de ellos: "Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?" Así, los últimos serán los primeros y los primeros los últimos.»

Palabra del Señor

El Señor no se cansa de buscarnos, de llamarnos a la hora que sea a que trabajemos en su viña.

El Evangelio de San Mateo nos narra la parábola de los distintos obreros contratados para trabajar en una viña. Esta parábola concluye con dos lecciones: La generosidad de Dios en el reparto de sus dones en contraste con la envidia humana, y la paradoja de “los últimos serán los primeros”.

Lo primero que se debe considerar en esta parábola es la sucesión de obreros contratados a trabajar en distintas horas del día. Es una indicación de la búsqueda incesante de Dios: Dios sale al mundo y busca a los hombres en todo momento, y no se cansa de pasar y volver a pasar, hasta que logra invitar a todos a trabajar en su Reino, a aceptar su mensaje. No pasa una vez, sino que vuelve a pasar y a repetir su visita. Es una manifestación de la bondad de Dios que quiere llamar a todos. Ser llamados por Dios, ser buscados por Dios, ser importantes para Dios: eso quiere enseñarnos el Señor. 

La historia de cada uno es diferente, hay quienes fueron encontrados por el Señor al comienzo de la vida, y respondieron a la llamada, otros responden a Dios más adelante, en la juventud, o en la madurez, o en la vejez, o en la ancianidad. Dios pasa y vuelve a pasar, porque quiere a todos en su Reino (en el trabajo de su viña, como dice esta parábola).

Esto lo apreciamos incluso en la historia de los Santos. Algunos desde su más tierna infancia se entregaron a Dios en forma absoluta: es el caso de San Luis Gonzaga, por ejemplo. Otros tardaron mucho tiempo de su vida en aceptar a Dios y dedicarse a El por entero, como San Pablo, San Agustín, San Ignacio de Loyola.

Parecería que los que han dedicado más tiempo de su vida a Dios, merecerían una mayor recompensa; pensamos así porque nosotros, que nos guiamos con criterios muy humanos, incluso en las cosas de Dios, pretendemos privilegios, queremos establecer escala de méritos. Hay quienes se consideran dueños de la situación por haber llegado primero. 

Y esto sucede porque no nos damos cuenta de lo gratuito que es el amor de Dios. Todo lo que tenemos lo hemos recibido, y si lo consideramos así, no nos sentiremos dueños de nada. Nuestro privilegio único es haber sido llamados por Dios. Y considerarnos por eso dueños de la situación es pecar de ingratitud, y de orgullo. ¿Tenemos derecho a sentirnos por encima de nadie, por el hecho de que Dios en su infinita generosidad haya querido depositar en nosotros su amor?

Porque de eso se trata, del amor de Dios: el ir a trabajar a su viña, es trabajar con El, dedicarnos a El. Entregarle nuestra vida y nuestras actividades. Y el premio es El mismo ¿Puede alguien quejarse de que Dios se entregue a otros a los que llamó un poco más tarde? Si frente al denario todos nos sintiéramos que se nos da gratuitamente, no tendríamos reclamos, y más bien sentiríamos un gran agradecimiento, deberíamos alegrarnos de que alguien, que fue llamado al final, también haya recibido la totalidad del denario, o sea a Dios mismo.

Pero no podemos con nuestra envidia y mezquindad, que denota el espíritu tan pobre que tenemos. Y la mayor mezquindad de espíritu es convertir el amor (lo más gratuito que se da y se recibe) en mercancía que se compra y se vende, que se mide, y que se reclama. Y justo, por el hecho de haber sido amado, mirar con superioridad a otros (decir yo merezco más, yo soy más), es no haber entendido el amor. 

Ya hay en la Biblia varios ejemplos de estos; los que quieren tener más derechos por haber llegado antes: El más conocido es el de los dos apóstoles (Santiago y Juan) que pretenden adelantarse a los demás y piden los dos puestos de privilegio en el Reino de Jesús. Son los que quieren ser más que los otros, ganarles la partida. Y Jesús vuelve a repetir, a estos apóstoles y a todos sus seguidores, la misma lección: el que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos.



Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Nuestra Señora de los Dolores

 


Fiesta 15 de septiembre
En la fiesta de nuestra Señora de los Dolores recordamos los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.

Exaltación de la Santa Cruz


14 de septiembre
«La señal del cristiano, único camino para conquistar la unión con la Santísima Trinidad, condición puesta por Cristo para seguirle. Motivo de gozo y esperanza, signo de nuestra salvación»

 





San Pedro Claver, jesuita

 


Fiesta 09 de septiembre
El apóstol y esclavo de los esclavos negros.







Domingo XXIV del Tiempo Ordinario Ciclo A - Cómo amar y perdonar



P. Adolfo Franco, jesuita.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (18, 21-35)


En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?»

Jesús le contesta: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo." El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: "Págame lo que me debes." El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba, diciendo: "Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré." Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: "¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?" Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda. Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.»

Palabra del Señor


El Señor con su ejemplo nos enseña cómo amar y perdonar.

Jesús nos habla con mucha claridad del perdón, a propósito de la pregunta que le hace Pedro ¿cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano? Y explica cómo tenemos que comportarnos con nuestros hermanos, a través de una parábola en que aparece Dios perdonando con generosidad y sin límites y en contraste aparece el hombre mezquino, el mismo a quien se la ha perdonado una deuda enorme, que no quiere perdonar una pequeña deuda que tiene con él otro compañero.

Perdonar es una característica del ser cristiano. Saber perdonar, es una gracia de Dios, pues nuestro corazón tiene que ser transformado para que abandone los rencores y las enemistades y perdone; nuestro corazón a veces parece como un arsenal bélico lleno de todas las armas imaginables, para defendernos y atacar a nuestros hermanos. Y El Señor quiere entrar en esa sala, para destruir todas las armas y darnos un corazón nuevo y un espíritu nuevo.

¿Cuál es el límite del perdón?; pero ¿se pueden poner límites? San Pedro pensaba que perdonar hasta siete veces era actuar con generosidad y el Señor le dice que abra más el corazón, que hay que perdonar sin límites. Este de los límites es un problema en este asunto del perdón y en otros campos de nuestra vida cristiana: ¿tengo que estar dando todo siempre? El problema de los límites aparece una y otra vez en todos los aspectos de nuestra vida ¿hasta donde tengo que dar? ¿No he hecho ya suficiente por mis hermanos? ¿mi colaboración en el apostolado debe tener límites o no? ¿Nunca puedo decir ya hice bastante? ¿no se me permite un ratito de descanso?

Este es un problema que se nos plantea a todos los cristianos. Se plantea a los cristianos “buenos”, que ya han hecho bastante, pero que no se atreven a dar un paso más, para arriesgarse a darlo todo, absolutamente todo, sin reservas y sin condiciones. Hay cristianos que se quedan a medio camino en la vía hacia Dios. Tienen sus límites en la entrega al Señor y a los hermanos. Se tranquilizan quizá diciéndose a sí mismos ¿no hice ya bastante? Y piensan que dar un paso más es una exageración, piensan que dar un paso más es dejar de ser razonables. 

Es una pena que haya muchos cristianos que se queden en este estado, aunque sea bueno; es bueno, pero no es suficiente. Hay que saber que estamos hechos para una entrega total de nuestra vida. Y mientras la entrega no sea total aún no hemos llegado. En muchos campos de nuestra vida, también le hacemos la pregunta al Señor ¿te parece suficiente con siete? (de la misma forma que Pedro pregunta por perdonar siete veces). El Señor nos responde que, en cada una de estas líneas de conducta, hay que dar hasta setenta veces siete, o sea más allá de todo límite: no hacer cálculos con números y medidas.

Varias veces el Señor nos dice: sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto, como quien nos dice que Dios es el límite. El Señor no nos da como siete, sino infinito. ¿Cuál sería el límite de lo que debemos dar? Para responder a eso hay que ver hasta dónde nos dio Dios: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su único Hijo. Me atrevería a decir que ese es nuestro límite: cuando hayamos dado a “nuestro único hijo”; es una forma de hablar, para decir que el límite de nuestra donación debe ser lo más íntimo de nuestra propia intimidad. Y con eso quedará entendido lo del perdón sin límites: porque la persona que ha decidido darle todo al Señor ni se le ocurre formular la pregunta de hasta cuánto tengo que perdonar.

El perdón sin límites, es un horizonte hermoso que nos desafía y quiere decir esforzarnos con la gracia de Dios, para tener un corazón totalmente limpio de escorias. El adelantarse en el perdón es propio de un corazón generoso que siente la necesidad de perdonar (no simplemente que perdona). El que reconoce que ha sido perdonado, recuerda de cuánto lo limpió el Señor, y por eso vive con suficiente humildad, como para saber que a Dios le debe todo y que por eso debe perdonar siempre. Quizá no tenemos siempre presente en la conciencia este hecho: que hemos sido perdonados, y nada menos que con la sangre de Cristo. 

Es importante finalmente darnos cuenta que perdonar no es un esfuerzo que hacemos en bien de los demás, sino que es un regalo que Dios nos da, para ayudar a nuestra pequeñez y debilidad. 


Voz de audio: José Alberto Torres Jiménez.
Ministerio de Liturgia de la Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a José Alberto por su colaboración.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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La fe cristiana desde la Biblia: "Dichosos" los pobres de espíritu



P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.


“De ellos es el reinado de Dios” (Mt 5,3). No se trata en este evangelio según Mateo de una referencia directa y positiva a una pobreza material y sociológica. El tesoro escondido es bastante más y permanece invisible. “Con el reinado de los cielos sucede como con un tesoro escondido en un campo; el que lo encuentra, lo entierra y esconde de nuevo; y lleno de alegría vende todo lo que tiene para comprar aquel campo. Sucede también con este reino de los cielos como lo que le pasa a un mercader que busca perlas preciosas. Cuando encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra” (Mt 13,44-46). De ordinario, la realidad de Dios escapa a nuestros sentidos. El pertenece a lo espiritual. ¿Es para nosotros, un tesoro? Para sentirnos como “pobres de espíritu” se supone que nosotros deseamos y valoramos lo que estimamos como espiritual. Si ésto es así, nosotros seremos “bienaventurados”. Toda bienaventuranza mantiene una expectativa de esperanza y de futuro. Tal esperanza es una “virtud” (un poder, una fuerza, un ánimo), que se hace presente en nuestras vidas y forma parte ya de un renacer a una vida nueva y diferente. Conforme a esta vida nueva, lo primero es lo primero y todo lo demás viene después. “En realidad una sola cosa es necesaria” (Le 10,42). “Es propio de paganos andar buscando todas esas cosas. Bien sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de ellas. Buscad, más bien, su remo y él os dará lo demás por añadidura” (Le 12,30-31).

Pobres de espíritu son los que viven el ideal de hacerse disponibles para caminar hacia Dios. Pobres de espíritu son los que han elegido la libertad de no estar encadenados a nada de este mundo, y ni siquiera a sí mismos, a sus ambiciones y sus orgullos. A estas personas que ponen su confianza plena en Dios, Jesús les promete que no serán defraudados. El reinado de Dios será su vida y “les pertenece”.

En relación con esta actitud de pobreza mendicante en orden a alcanzar las riquezas inmateriales de lo espiritual, hemos de contemplar aquella frase evangélica referente a los niños: “Quien no recibe el reinado de Dios como un niño, no entrará en él” (Le 18,17). La pequeñez que entraña indigencia y deseos abraza lo que le dan como un regalo y un don. Y manifiesta su propia alegría y agradecimiento cuando la persona que le ofrece el obsequio no pertenece al círculo familiar habitual. Entonces, sorprendido el niño por el don recibido a cambio de nada, le da las gracias con rubor en las mejillas. No de otra manera, cuando recibamos nosotros el regalo gratuito de Dios, desde nuestra pequeñez e indigencia total, le damos gracias de todo corazón, un corazón un tanto ruboroso pero animado por el agradecimiento tímido y sentido.

En muy pocas palabras, fe en Jesucristo, oración del corazón, pobreza de espíritu y una actitud agradecida se relacionan de forma íntima y se constituyen en el talante espiritual de una vida distinta.

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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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Catequesis del Papa «Curar el mundo»: 6. Amor y bien común

 


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Patio de San Dámaso
Miércoles, 9 de septiembre de 2020

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La crisis que estamos viviendo a causa de la pandemia golpea a todos; podemos salir mejores si buscamos todos juntos el bien común; al contrario, saldremos peores. Lamentablemente, asistimos al surgimiento de intereses partidistas. Por ejemplo, hay quien quisiera apropiarse de posibles soluciones, como en el caso de las vacunas y después venderlas a los otros. Algunos aprovechan la situación para fomentar divisiones: para buscar ventajas económicas o políticas, generando o aumentando conflictos. Otros simplemente no se interesan por el sufrimiento de los demás, pasan por encima y van por su camino (cfr. Lc 10, 30-32). Son los devotos de Poncio Pilato, se lavan las manos.

La respuesta cristiana a la pandemia y a las consecuentes crisis socio-económicas se basa en el amor, ante todo el amor de Dios que siempre nos precede (cfr. 1 Jn 4, 19). Él nos ama primero, Él siempre nos precede en el amor y en las soluciones. Él nos ama incondicionalmente, y cuando acogemos este amor divino, entonces podemos responder de forma parecida. Amo no solo a quien me ama: mi familia, mis amigos, mi grupo, sino también a los que no me aman, amo también a los que no me conocen, amo también a lo que son extranjeros, y también a los que me hacen sufrir o que considero enemigos (cfr. Mt 5, 44). Esta es la sabiduría cristiana, esta es la actitud de Jesús. Y el punto más alto de la santidad, digamos así, es amar a los enemigos, y no es fácil. Cierto, amar a todos, incluidos los enemigos, es difícil —¡diría que es un arte!—. Pero es un arte que se puede aprender y mejorar. El amor verdadero, que nos hace fecundos y libres, es siempre expansivo e inclusivo. Este amor cura, sana y hace bien. Muchas veces hace más bien una caricia que muchos argumentos, una caricia de perdón y no tantos argumentos para defenderse. Es el amor inclusivo que sana.

Por tanto, el amor no se limita a las relaciones entre dos o tres personas, o a los amigos, o a la familia, va más allá. Incluye las relaciones cívicas y políticas (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 1907-1912), incluso la relación con la naturaleza (Enc. Laudato si’ [LS], 231). Como somos seres sociales y políticos, una de las más altas expresiones de amor es precisamente la social y política, decisiva para el desarrollo humano y para afrontar todo tipo de crisis  (ibid., 231). Sabemos que el amor fructifica a las familias y las amistades; pero está bien recordar que fructifica también las relaciones sociales, culturales, económicas y políticas, permitiéndonos construir una “civilización del amor”, como  le gustaba decir a san Pablo VI[1] y, siguiendo su huella, a san Juan Pablo II. Sin esta inspiración, prevalece la cultura del egoísmo, de la indiferencia, del descarte, es decir descartar lo que yo no quiero, lo que no puedo amar o aquellos que a mí me parece que son inútiles en la sociedad. Hoy a la entrada una pareja me ha dicho: “Rece por nosotros porque tenemos un hijo discapacitado”. Yo he preguntado: “¿Cuántos años tiene? —Tantos —¿Y qué hace? —Nosotros le acompañamos, le ayudamos”. Toda una vida de los padres para ese hijo discapacitado. Esto es amor. Y los enemigos, los adversarios políticos, según nuestra opinión, parecen ser discapacitados políticos o sociales, pero parecen. Solo Dios sabe si lo son o no. Pero nosotros debemos amarles, debemos dialogar, debemos construir esta civilización del amor, esta civilización política, social, de la unidad de toda la humanidad. Todo esto es lo opuesto a las guerras, divisiones, envidias, también de las guerras en familia. El amor inclusivo es social, es familiar, es político: ¡el amor lo impregna todo!

El coronavirus nos muestra que el verdadero bien para cada uno es un bien común y, viceversa, el bien común es un verdadero bien para la persona (cfr. CIC, 1905-1906). Si una persona busca solamente el propio bien es un egoísta. Sin embargo la persona es más persona, precisamente cuando el propio bien lo abre a todos, lo comparte. La salud, además de individual, es también un bien público. Una sociedad sana es la que cuida de la salud de todos.

Un virus que no conoce barreras, fronteras o distinciones culturales y políticas debe ser afrontado con un amor sin barreras, fronteras o distinciones. Este amor puede generar estructuras sociales que nos animen a compartir más que a competir, que nos permitan incluir a los más vulnerables y no descartarlos, y que nos ayuden a expresar lo mejor de nuestra naturaleza humana y no lo peor. El verdadero amor no conoce la cultura del descarte, no sabe qué es. De hecho, cuando amamos y generamos creatividad, cuando generamos confianza y solidaridad, es ahí que emergen iniciativas concretas por el bien común[2]. Y esto vale tanto a nivel de las pequeñas y grandes comunidades, como a nivel internacional.  Lo que se hace en familia, lo que se hace en el barrio, lo que se hace en el pueblo, lo que se hace en la gran ciudad e internacionalmente es lo mismo: es la misma semilla que crece y da fruto. Si tú en familia, en el barrio empiezas con la envidia, con la lucha, al final habrá la “guerra”. Sin embargo si tú empiezas con el amor, a compartir el amor, el perdón, entonces habrá amor y perdón para todos.

Al contrario, si las soluciones a la pandemia llevan la huella del egoísmo, ya sea de personas, empresas o naciones, quizá podamos salir del coronavirus, pero ciertamente no de la crisis humana y social que el virus ha resaltado y acentuado. Por tanto, ¡estad atentos con construir sobre la arena (cfr. Mt 7, 21-27)! Para construir una sociedad sana, inclusiva, justa y pacífica, debemos hacerlo encima de la roca del bien común[3]. El bien común es una roca. Y esto es tarea de todos nosotros, no solo de algún especialista. Santo Tomás de Aquino decía que la promoción del bien común es un deber de justicia que recae sobre cada ciudadano. Cada ciudadano es responsable del bien común. Y para los cristianos es también una misión. Como enseña san Ignacio del Loyola, orientar nuestros esfuerzos cotidianos hacia el bien común es una forma de recibir y difundir la gloria de Dios.

Lamentablemente, la política a menudo no goza de buena fama, y sabemos el porqué. Esto no quiere decir que los políticos sean todos malos, no, no quiero decir esto. Solamente digo que lamentablemente la política a menudo no goza de buena fama. Pero no hay que resignarse a esta visión negativa, sino reaccionar demostrando con los hechos que es posible, es más, necesaria una buena política[4], la que pone en el centro a la persona humana y el bien común. Si vosotros leéis la historia de la humanidad encontraréis muchos políticos santos que han ido por este camino. Es posible en la medida en la que cada ciudadano, y de forma particular quien asume compromisos y encargos sociales y políticos, arraigue su actuación en los principios éticos y la anime con el amor social y político. Los cristianos, de forma particular los fieles laicos, están llamados a dar buen testimonio de esto y pueden hacerlo gracias a la virtud de la caridad, cultivando la intrínseca dimensión social.

Es por tanto tiempo de incrementar nuestro amor social —quiero subrayar esto: nuestro amor social—, contribuyendo todos, a partir de nuestra pequeñez. El bien común requiere la participación de todos. Si cada uno pone de su parte, y si no se deja a nadie fuera, podremos regenerar buenas relaciones a nivel comunitario, nacional, internacional y también en armonía con el ambiente  (cfr. LS, 236). Así en nuestros gestos, también en los más humildes, se hará visible algo de la imagen de Dios que llevamos en nosotros, porque Dios es Trinidad, Dios es amor. Esta es la definición más bonita de Dios en la Biblia. Nos la da el apóstol Juan, que amaba mucho a Jesús: Dios es amor. Con su ayuda, podemos sanar al mundo trabajando todos juntos por el bien común, no solo por el propio bien, sino por el bien común, de todos.


Tomado de:

http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200909_udienza-generale.html

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