Devoción a la Divina Misericordia




Antecedentes

Una devoción especial se comenzó a esparcir por el mundo entero a partir del diario de una joven monja polaca en 1930. El mensaje no es nada nuevo, pero nos recuerda lo que la Iglesia siempre ha enseñado por medio de las Sagradas Escrituras y la tradición: que Dios es misericordioso y que perdona y que nosotros también debemos ser misericordiosos y debemos perdonar. Pero en la devoción a la Divina Misericordia este mensaje toma un enfoque poderoso que llama a las personas a un entendimiento más profundo sobre el Amor ilimitado de Dios y la disponibilidad de este Amor a todos – especialmente a los más pecadores. El mensaje y la devoción a Jesús como la Divina Misericordia esta basada en los escritos de la Santa María Faustina Kowalska, una monja polaca sin educación básica que, en obediencia a su director espiritual, escribió un diario de alrededor de 600 páginas que relatan las revelaciones que ella recibió sobre la Misericordia de Dios. Aún antes de su muerte en 1938 se comenzó a esparcir la devoción a la Divina Misericordia.

El mensaje de Misericordia es que Dios nos Ama – a todos- no importa cuan grande sean nuestras faltas. Él quiere que reconozcamos que Su Misericordia es más grande que nuestros pecados, para que nos acerquemos a Él con confianza, para que recibamos su Misericordia y la dejemos derramar sobre otros. De tal manera de que todos participemos de Su Gozo. Es un mensaje que podemos recordar tan fácilmente como un ABC.

A — Pide su Misericordia - Dios quiere que nos acerquemos a Él por medio de la oración constante, arrepentidos de nuestros pecados y pidiéndole que derrame Su Misericordia sobre nosotros y sobre el mundo entero.
B — Sé misericordioso – Dios quiere que recibamos Su Misericordia y que por medio de nosotros se derrame sobre los demás.
C — Confía completamente en Jesús – Dios nos deja saber que las gracias de su Misericordia dependen de nuestra confianza. Mientras más confiemos en Jesús, más recibiremos.


La Devoción a la Divina Misericordia

Tener devoción a la Divina Misericordia requiere de una total entrega a Dios como Misericordia. Es una decisión que comprende en confiar completamente en Él, en aceptar su Misericordia con acción de gracias y de ser misericordioso como Él es Misericordioso.

Las prácticas devocionales propuestas en el diario de la Santa Faustina están en completo acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia y su raíz está firmemente en los Mensajes de los Evangelios de nuestro Señor Misericordioso. Estos propiamente comprendidos e implementados nos ayudan a crecer como genuinos seguidores de Cristo.


Corazón Misericordioso

Existen dos versos de las Escrituras que debemos tener en cuenta mientras nos involucramos en estas prácticas devocionales.

1. "Ese pueblo se me ha allegado con su boca, y me han honrado con sus labios mientras que si corazón está lejos de mí." (Is 29:13);
2. Bienaventurados los misericordiosos por que ellos alcanzarán misericordia " (Mt 5:7). Es irónico y hasta espantoso el hecho de que la mayoría de las personas religiosas de los tiempos de Cristo (personas que eran practicantes de su religión y que ansiosamente esperaban la venida del Mesías) no fueron capaces de reconocerlo cuando Él vino.
Los fariseos, a los que Cristo les hablaba en la primera cita del evangelio mencionada anteriormente, eran muy devotos a las oraciones, reglas y rituales de su religión, pero al pasar de los años, estas prácticas externas eran tan importantes por ellas mismas que su verdadero significado se había perdido. Los fariseos efectuaban todos los sacrificios requeridos, decían las oraciones correctas, ayunaban con frecuencia y hablaban constantemente sobre Dios, pero nada de esto había tocado sus corazones. Como resultado no tenían ninguna relación con Dios, ellos no estaban viviendo de la forma que Él quería y no estaban preparados para la venida de Cristo.Cuando miramos a la imagen de nuestro Salvador Misericordioso, o dejamos lo que estamos haciendo a las tres de la tarde, o rezamos la coronilla de la Divina Misericordia – son estas cosas que nos están llevando más cerca a la verdadera vida sacramental de la Iglesia y dejamos que Cristo transforma nuestros corazones? ¿O solo se han convertido en hábitos religiosos? ¿En nuestras vidas diarias estamos convirtiéndonos más y más en personas de Misericordia? ¿O sólo estamos honrando la Misericordia de Dios con los labios? Viviendo el mensaje de la Misericordia Las prácticas devocionales reveladas a la Santa Faustina nos fueron dadas como "instrumentos de misericordia" por medio de los cuales el amor de Dios es derramado sobre todo el mundo, pero no son suficientes por sí solas. No es suficiente que nosotros colguemos la imagen de la Divina Misericordia en nuestros hogares, que recemos la Coronilla todos los días a las 3 de la tarde, y recibamos la Comunión el domingo después de la pascua. Nosotros debemos mostrarnos misericordiosos con nuestro prójimo. ¡Poner la Misericordia en acción no es una opción de la devoción a la Divina Misericordia sino un requisito!

Nuestro Señor le habla estrictamente de esto a Santa Faustina:

Exijo de ti obras de Misericordia que deben surgir del amor hacia Mí. Debes mostrar misericordia al prójimo siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. (Diario 742).

Así como lo mandan los evangelios "Sean Misericordiosos así como su Padre en el Cielo es Misericordioso, " piden que seamos misericordiosos con nuestro prójimo "siempre y en todo lugar" parece imposible de cumplir pero el Señor asegura que es posible. " Cuando un alma se acerca a Mí con confianza, la colmo con tal abundancia de gracias que ella no puede contenerlas en sí misma, sino que las irradia sobre otras almas. " (Diario 1074)

¿Cómo irradiamos la Misericordia de Dios a nuestro prójimo? Por medio de nuestras acciones, palabras y oraciones. "En estas tres formas" Él le dice a Sor Faustina " está contenida la plenitud de la misericordia" (Diario 742) Todos hemos sido llamados a practicar estas tres formas de misericordia, pero no todos somos llamados de la misma manera. Tenemos que preguntarle al Señor, quien comprende nuestras personalidades individuales y nuestra situación, que nos ayude a reconocer las diversas formas con que podemos poner en práctica Su Misericordia en nuestras vidas diarias.

Pidiendo la Misericordia de nuestro Señor, confiando en su Misericordia, y viviendo como personas misericordiosas nos podemos asegurar que nunca escucharemos decir "Sus corazones están lejos de mí" sino más bien la hermosa promesa de " Bienaventurados los misericordiosos, ya que ellos obtendrán Misericordia".

Es nuestro deseo que ustedes continúen leyendo y volviendo a leer la información de esta página de web y que digan las oraciones, y que pongan en práctica lo anteriormente mencionado, de manera que lleguen a confiar completamente en Dios y vivan cada día inmersos en su Amor Misericordioso – cumpliendo de esta forma el mandamiento del Señor "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos." (Mt 5:16).


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Tomado de:

II Domingo de Pascua - A: Jesús y Santo Tomás



P. Adolfo Franco, jesuita

Juan 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

Palabra del Señor.


Las dudas de Tomas sirven finalmente para darle más fuerte sustento a nuestra fe.

La Resurrección de Cristo es la gran obra de la salvación, una Luz para iluminarnos para siempre. Por eso Jesús resucitado se fue manifestando muchas veces y especialmente a los Apóstoles, que necesitaban mucho de esta Luz, necesitaban recuperar la fe que se les había muerto. Juan en este párrafo que leemos hoy nos narra dos de esas apariciones a los apóstoles, ocurridas a una semana de distancia la una de la otra: la primera el mismo día de la resurrección, y la segunda el domingo siguiente, tal día como hoy.

En ambas se manifiesta la dificultad de los apóstoles en creer; la duda de ellos será para nosotros una fuerza más grande para apoyar nuestra propia fe. Lo ven, lo tienen delante, y sin embargo la fe sólo se va abriendo paso a paso, como una luz que fuera brillando gradualmente hasta ser luz brillante que disipa totalmente las tinieblas. Y es que la resurrección no es un hecho como los demás hechos que ocurren a nuestro alrededor. Para los hechos normales basta tener los ojos abiertos y los oídos atentos; basta aplicar nuestras manos al objeto que se nos presenta para percibir que es real; pero la “realidad” de la Resurrección es de otro orden, y no basta el conocimiento normal para llegar a confesar esa “realidad”. Hace falta usar los sentidos interiores, hace falta la fe. Podemos percibir estos hechos por los sentidos, pero el conocimiento tiene que llegar hasta el corazón donde se produce el acto de fe.

Los apóstoles ven, tocan, y sin embargo no acaban de aceptar. Incluso piensan que es un fantasma el que está delante de ellos. La actitud de Tomás, en la segunda aparición, es más dura aún; él pone condiciones para creer: “si yo no meto el dedo en el agujero de los clavos y meto la mano en su costado, no lo creo”. Es la respuesta que nosotros presentamos algunas veces ante la resurrección de Jesucristo, y ante las verdades sobrenaturales: queremos medirlas con nuestros métodos de conocimiento. Y para pasar de nuestro conocimiento de las realidades habituales al de las “realidades” superiores, a las verdades sobre Dios, hace falta saltar. Es el salto de la fe, que es un don de Dios. Y hace falta saltar porque el hilo de nuestra lógica nos tiene atados a un espacio pequeño, el espacio que alcanzan nuestros sentidos y nuestra racionalidad; para llegar más allá hace falta romper el hilo de nuestra lógica y saltar.

La resurrección de Jesucristo es el acontecimiento fundamental, es el suceso central, la obra de Dios por excelencia, que da sustento a todo lo que Jesús ha enseñado. San Pablo dirá que, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana. Si la resurrección no fuera un hecho real, al creer en Cristo creeríamos en un fantasma, en lo que no existe, fundaríamos nuestra existencia sobre la nada. Pero, Pablo afirma en seguida, que sí, Cristo de verdad ha resucitado.

Hay que considerar también otras riquezas contenidas en estas apariciones: principalmente los dones que Jesús viene a entregar a la Iglesia, y los entrega a la Iglesia depositándolos en los apóstoles: son las primeras riquezas de la Redención, son tres dones principalmente comunicados en esta aparición: La Paz, que deriva de la salvación: es la Paz con Dios, en primer lugar, la paz que había sido gravemente herida en el Paraíso por el pecado de Adán: la paz que debemos establecer interiormente y que debemos comunicar.

El segundo don que Cristo les entrega a los apóstoles es su propia misión; El ya ha cumplido la tarea, ha fundado todo y le ha puesto cimientos: la Iglesia ahora debe ser la continuadora de la obra de Cristo.

Y finalmente les regala el don del Espíritu Santo. Que es la nueva fuerza de que estarán invadidos todos los creyentes, individualmente y sobre todo reunidos en comunidad. Claro que es más que un don, porque es el Espíritu de Dios. Y este Espíritu se manifiesta por el perdón de los pecados: los pecados pueden ser perdonados (quitados de raíz) porque es el Espíritu de Dios el que actúa cuando los apóstoles y sus sucesores dicen: “tus pecados quedan perdonados”. El don del Espíritu vendrá sobre los apóstoles en plenitud el día de Pentecostés, pero ya Jesús resucitado les da un anticipo. Este Espíritu, que es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad es el gran don que Cristo ha ido prometiendo a los apóstoles en su despedida: El les revelará todo; y es tan importante para los apóstoles, que hasta hace conveniente que Cristo marche de este mundo al Padre, para que el Espíritu venga. Este Espíritu es la fuerza purificadora que nos limpiará de nuestros pecados.



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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

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Catequesis del Papa sobre las Bienaventuranzas: 8, «Bienaventurados los que trabajan por la paz»



PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 15 de abril de 2020



Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La catequesis de hoy está dedicada a la séptima bienaventuranza, la de los “trabajadores de la paz”, que son proclamados hijos de Dios. Me alegro de que caiga inmediatamente después de la Pascua, porque la paz de Cristo es el fruto de su muerte y resurrección, como escuchamos en la lectura de San Pablo. Para entender esta bienaventuranza debemos explicar el significado de la palabra “paz”, que puede entenderse mal o, a veces, trivializarse.

Debemos orientarnos entre dos ideas de paz: la primera es la bíblica, donde aparece la hermosa palabra shalom, que expresa abundancia, prosperidad, bienestar. Cuando en hebreo se desea shalom, se desea una vida bella, plena y próspera, pero también según la verdad y la justicia, que se cumplirán en el Mesías, Príncipe de la paz (cf. Is 9,6; Mic 5,4-5).

Luego está el otro sentido, más difundido, en el que la palabra “paz” se entiende como una especie de tranquilidad interior: estoy tranquilo, estoy en paz. Se trata de una idea moderna, psicológica y más subjetiva. Comúnmente se piensa que la paz sea la tranquilidad, la armonía, el equilibrio interior. Esta acepción de la palabra “paz”es incompleta y no debe ser absolutizada, porque en la vida la inquietud puede ser un momento importante de crecimiento. Muchas veces es el Señor mismo el que siembra en nosotros la inquietud para que salgamos en su búsqueda, para encontrarlo. En este sentido es un momento de crecimiento importante, mientras que puede suceder que la tranquilidad interior corresponda a una conciencia domesticada y no a una verdadera redención espiritual. Tantas veces el Señor debe ser “señal de contradicción” (cf. Lc 2,34-35), sacudiendo nuestras falsas certezas para llevarnos a la salvación. Y en ese momento parece que no tengamos paz, pero es el Señor el que nos pone en este camino para llegar a la paz que él mismo nos dará.

En este punto debemos recordar que el Señor entiende su paz como diferente de la paz humana, la del mundo, cuando dice: «Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). La de Jesús es otra paz, diferente de la mundana.

Preguntémonos: ¿cómo da el mundo la paz? Si pensamos en los conflictos bélicos, las guerras normalmente terminan de dos maneras: o bien con la derrota de uno de los dos bandos, o bien con tratados de paz. No podemos por menos que esperar y rezar para que siempre se tome este segundo camino; pero debemos considerar que la historia es una serie infinita de tratados de paz desmentidos por guerras sucesivas, o por la metamorfosis de esas mismas guerras en otras formas o en otros lugares. Incluso en nuestra época, se combate una guerra “en pedazos” en varios escenarios y de diferentes maneras[1]. Debemos, al menos, sospechar que en el contexto de una globalización compuesta principalmente por intereses económicos o financieros, la “paz” de unos corresponde a la “guerra” de otros. ¡Y ésta no es la paz de Cristo!

En cambio, ¿cómo “da” su paz el Señor Jesús ? Hemos escuchado a San Pablo decir que la paz de Cristo es “la que hace de dos pueblos, uno” (cf. Ef 2:14), anular la enemistad y reconciliar. Y el camino para alcanzar esta obra de paz es su cuerpo. Porque él reconcilia todas las cosas y hace la paz con la sangre de su cruz, como dice el mismo Apóstol en otro sitio (cf. Col 1, 20).

Y aquí, yo me pregunto, podemos preguntarnos todos: ¿Quiénes son, pues, los “trabajadores de la paz”? La séptima bienaventuranza es la más activa, explícitamente operativa; la expresión verbal es análoga a la utilizada en el primer versículo de la Biblia para la creación e indica iniciativa y laboriosidad. El amor, por su naturaleza, es creativo —el amor es siempre creativo— y busca la reconciliación a cualquier costo. Son llamados hijos de Dios aquellos que han aprendido el arte de la paz y lo practican, saben que no hay reconciliación sin la donación de su vida, y que hay que buscar la paz siempre y en cualquier caso. ¡Siempre y en cualquier caso, no lo olvidéis! Hay que buscarla así. No es una obra autónoma fruto de las capacidades propias, es una manifestación de la gracia recibida de Cristo, que es nuestra paz, que nos hizo hijos de Dios.

El verdadero shalom y el verdadero equilibrio interior brotan de la paz de Cristo, que viene de su Cruz y genera una humanidad nueva, encarnada en una multitud infinita de santos y santas, inventivos, creativos, que han ideado formas siempre nuevas de amar. Los santos, las santas que construyen la paz. Esta vida como hijos de Dios, que por la sangre de Cristo buscan y encuentran a sus hermanos y hermanas, es la verdadera felicidad. Bienaventurados los que van por este camino.
Y una vez más, ¡Feliz Pascua a todos, en la paz de Cristo!




Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2020/documents/papa-francesco_20200415_udienza-generale.html


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Papa Francisco propone un “plan para resucitar” ante la emergencia sanitaria




FUENTE: VATICAN NEWS

En su edición de este 17 de abril de 2020, la revista española Vida Nueva ofrece una meditación de puño y letra del Santo Padre, un aliento de esperanza que nace de la alegría pascual y que anima la vida en tiempos de COVID-19.

Presentamos a continuación el texto íntegro de la meditación escrita por el Santo Padre Francisco, publicada por la Revista Vida Nueva en su edición de hoy.


Un plan para resucitar
Francisco

“De pronto, Jesús salió a su encuentro y las saludó, diciendo: ‘Alégrense’” (Mt 28, 9). Es la primera palabra del Resucitado después de que María Magdalena y la otra María descubrieran el sepulcro vacío y se toparan con el ángel. El Señor sale a su encuentro para transformar su duelo en alegría y consolarlas en medio de la aflicción (cfr. Jr 31, 13). Es el Resucitado que quiere resucitar a una vida nueva a las mujeres y, con ellas, a la humanidad entera. Quiere hacernos empezar ya a participar de la condición de resucitados que nos espera.

Invitar a la alegría pudiera parecer una provocación, e incluso, una broma de mal gusto ante las graves consecuencias que estamos sufriendo por el COVID-19. No son pocos los que podrían pensarlo, al igual que los discípulos de Emaús, como un gesto de ignorancia o de irresponsabilidad (cfr. Lc 24, 17-19). Como las primeras discípulas que iban al sepulcro, vivimos rodeados por una atmósfera de dolor e incertidumbre que nos hace preguntarnos: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3). ¿Cómo haremos para llevar adelante esta situación que nos sobrepasó completamente? El impacto de todo lo que sucede, las graves consecuencias que ya se reportan y vislumbran, el dolor y el luto por nuestros seres queridos nos desorientan, acongojan y paralizan. Es la pesantez de la piedra del sepulcro que se impone ante el futuro y que amenaza, con su realismo, sepultar toda esperanza. Es la pesantez de la angustia de personas vulnerables y ancianas que atraviesan la cuarentena en la más absoluta soledad, es la pesantez de las familias que no saben ya como arrimar un plato de comida a sus mesas, es la pesantez del personal sanitario y servidores públicos al sentirse exhaustos y desbordados… esa pesantez que parece tener la última palabra.

Sin embargo, resulta conmovedor destacar la actitud de las mujeres del Evangelio. Frente a las dudas, el sufrimiento, la perplejidad ante la situación e incluso el miedo a la persecución y a todo lo que les podría pasar, fueron capaces de ponerse en movimiento y no dejarse paralizar por lo que estaba aconteciendo. Por amor al Maestro, y con ese típico, insustituible y bendito genio femenino, fueron capaces de asumir la vida como venía, sortear astutamente los obstáculos para estar cerca de su Señor. A diferencia de muchos de los Apóstoles que huyeron presos del miedo y la inseguridad, que negaron al Señor y escaparon (cfr. Jn 18, 25-27), ellas, sin evadirse ni ignorar lo que sucedía, sin huir ni escapar…, supieron simplemente estar y acompañar. Como las primeras discípulas, que, en medio de la oscuridad y el desconsuelo, cargaron sus bolsas con perfumes y se pusieron en camino para ungir al Maestro sepultado (cfr. Mc 16, 1), nosotros pudimos, en este tiempo, ver a muchos que buscaron aportar la unción de la corresponsabilidad para cuidar y no poner en riesgo la vida de los demás. A diferencia de los que huyeron con la ilusión de salvarse a sí mismos, fuimos testigos de cómo vecinos y familiares se pusieron en marcha con esfuerzo y sacrificio para permanecer en sus casas y así frenar la difusión. Pudimos descubrir cómo muchas personas que ya vivían y tenían que sufrir la pandemia de la exclusión y la indiferencia siguieron esforzándose, acompañándose y sosteniéndose para que esta situación sea (o bien, fuese) menos dolorosa. Vimos la unción derramada por médicos, enfermeros y enfermeras, reponedores de góndolas, limpiadores, cuidadores, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas, abuelos y educadores y tantos otros que se animaron a entregar todo lo que poseían para aportar un poco de cura, de calma y alma a la situación. Y aunque la pregunta seguía siendo la misma: “¿Quién nos correrá la piedra del sepulcro?” (Mc 16, 3), todos ellos no dejaron de hacer lo que sentían que podían y tenían que dar.

Y fue precisamente ahí, en medio de sus ocupaciones y preocupaciones, donde las discípulas fueron sorprendidas por un anuncio desbordante: “No está aquí, ha resucitado”. Su unción no era una unción para la muerte, sino para la vida. Su velar y acompañar al Señor, incluso en la muerte y en la mayor desesperanza, no era vana, sino que les permitió ser ungidas por la Resurrección: no estaban solas, Él estaba vivo y las precedía en su caminar. Solo una noticia desbordante era capaz de romper el círculo que les impedía ver que la piedra ya había sido corrida, y el perfume derramado tenía mayor capacidad de expansión que aquello que las amenazaba. Esta es la fuente de nuestra alegría y esperanza, que transforma nuestro accionar: nuestras unciones, entregas… nuestro velar y acompañar en todas las formas posibles en este tiempo, no son ni serán en vano; no son entregas para la muerte. Cada vez que tomamos parte de la Pasión del Señor, que acompañamos la pasión de nuestros hermanos, viviendo inclusive la propia pasión, nuestros oídos escucharán la novedad de la Resurrección: no estamos solos, el Señor nos precede en nuestro caminar removiendo las piedras que nos paralizan. Esta buena noticia hizo que esas mujeres volvieran sobre sus pasos a buscar a los Apóstoles y a los discípulos que permanecían escondidos para contarles: “La vida arrancada, destruida, aniquilada en la cruz ha despertado y vuelve a latir de nuevo” (1) . Esta es nuestra esperanza, la que no nos podrá ser robada, silenciada o contaminada. Toda la vida de servicio y amor que ustedes han entregado en este tiempo volverá a latir de nuevo. Basta con abrir una rendija para que la Unción que el Señor nos quiere regalar se expanda con una fuerza imparable y nos permita contemplar la realidad doliente con una mirada renovadora.

Y, como a las mujeres del Evangelio, también a nosotros se nos invita una y otra vez a volver sobre nuestros pasos y dejarnos transformar por este anuncio: el Señor, con su novedad, puede siempre renovar nuestra vida y la de nuestra comunidad (cfr. Evangelii gaudium, 11). En esta tierra desolada, el Señor se empeña en regenerar la belleza y hacer renacer la esperanza: “Mirad que realizo algo nuevo, ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43, 18b). Dios jamás abandona a su pueblo, está siempre junto a él, especialmente cuando el dolor se hace más presente.

Si algo hemos podido aprender en todo este tiempo, es que nadie se salva solo. Las fronteras caen, los muros se derrumban y todo los discursos integristas se disuelven ante una presencia casi imperceptible que manifiesta la fragilidad de la que estamos hechos. La Pascua nos convoca e invita a hacer memoria de esa otra presencia discreta y respetuosa, generosa y reconciliadora capaz de no romper la caña quebrada ni apagar la mecha que arde débilmente (cfr. Is 42, 2-3) para hacer latir la vida nueva que nos quiere regalar a todos. Es el soplo del Espíritu que abre horizontes, despierta la creatividad y nos renueva en fraternidad para decir presente (o bien, aquí estoy) ante la enorme e impostergable tarea que nos espera. Urge discernir y encontrar el pulso del Espíritu para impulsar junto a otros las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que el Señor quiere generar en este momento concreto de la historia. Este es el tiempo favorable del Señor, que nos pide no conformarnos ni contentarnos y menos justificarnos con lógicas sustitutivas o paliativas que impiden asumir el impacto y las graves consecuencias de lo que estamos viviendo. Este es el tiempo propicio de animarnos a una nueva imaginación de lo posible con el realismo que solo el Evangelio nos puede proporcionar. El Espíritu, que no se deja encerrar ni instrumentalizar con esquemas, modalidades o estructuras fijas o caducas, nos propone sumarnos a su movimiento capaz de “hacer nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5).

En este tiempo nos hemos dado cuenta de la importancia de “unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral” (2). Cada acción individual no es una acción aislada, para bien o para mal, tiene consecuencias para los demás, porque todo está conectado en nuestra Casa común; y si las autoridades sanitarias ordenan el confinamiento en los hogares, es el pueblo quien lo hace posible, consciente de su corresponsabilidad para frenar la pandemia. “Una emergencia como la del COVID-19 es derrotada en primer lugar con los anticuerpos de la solidaridad” (3). Lección que romperá todo el fatalismo en el que nos habíamos inmerso y permitirá volver a sentirnos artífices y protagonistas de una historia común y, así, responder mancomunadamente a tantos males que aquejan a millones de hermanos alrededor del mundo. No podemos permitirnos escribir la historia presente y futura de espaldas al sufrimiento de tantos. Es el Señor quien nos volverá a preguntar “¿dónde está tu hermano?” (Gn, 4, 9) y, en nuestra capacidad de respuesta, ojalá se revele el alma de nuestros pueblos, ese reservorio de esperanza, fe y caridad en la que fuimos engendrados y que, por tanto tiempo, hemos anestesiado o silenciado.

Si actuamos como un solo pueblo, incluso ante las otras epidemias que nos acechan, podemos lograr un impacto real. ¿Seremos capaces de actuar responsablemente frente al hambre que padecen tantos, sabiendo que hay alimentos para todos? ¿Seguiremos mirando para otro lado con un silencio cómplice ante esas guerras alimentadas por deseos de dominio y de poder? ¿Estaremos dispuestos a cambiar los estilos de vida que sumergen a tantos en la pobreza, promoviendo y animándonos a llevar una vida más austera y humana que posibilite un reparto equitativo de los recursos? ¿Adoptaremos como comunidad internacional las medidas necesarias para frenar la devastación del medio ambiente o seguiremos negando la evidencia? La globalización de la indiferencia seguirá amenazando y tentando nuestro caminar… Ojalá nos encuentre con los anticuerpos necesarios de la justicia, la caridad y la solidaridad. No tengamos miedo a vivir la alternativa de la civilización del amor, que es “una civilización de la esperanza: contra la angustia y el miedo, la tristeza y el desaliento, la pasividad y el cansancio. La civilización del amor se construye cotidianamente, ininterrumpidamente. Supone el esfuerzo comprometido de todos. Supone, por eso, una comprometida comunidad de hermanos” (4).

En este tiempo de tribulación y luto, es mi deseo que, allí donde estés, puedas hacer la experiencia de Jesús, que sale a tu encuentro, te saluda y te dice: “Alégrate” (Mt 28, 9). Y que sea ese saludo el que nos movilice a convocar y amplificar la buena nueva del Reino de Dios.



NOTAS

1. R. Guardini, El Señor, 504.

2. Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), 13.

3. Pontificia Academia para la Vida. Pandemia y fraternidad universal. Nota sobre la emergencia COVID-19 (30 marzo 2020), p. 4.

4. Eduardo Pironio, Diálogo con laicos, Buenos Aires, 1986.

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Homilía del Papa Francisco - Vigilia Pascual 2020




HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana
Sábado Santo, 11 de abril de 2020


«Pasado el sábado» (Mt 28,1) las mujeres fueron al sepulcro. Así comenzaba el evangelio de esta Vigilia santa, con el sábado. Es el día del Triduo pascual que más descuidamos, ansiosos por pasar de la cruz del viernes al aleluya del domingo. Sin embargo, este año percibimos más que nunca el sábado santo, el día del gran silencio. Nos vemos reflejados en los sentimientos de las mujeres durante aquel día. Como nosotros, tenían en los ojos el drama del sufrimiento, de una tragedia inesperada que se les vino encima demasiado rápido. Vieron la muerte y tenían la muerte en el corazón. Al dolor se unía el miedo, ¿tendrían también ellas el mismo fin que el Maestro? Y después, la inquietud por el futuro, quedaba todo por reconstruir. La memoria herida, la esperanza sofocada. Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura.

Pero en esta situación las mujeres no se quedaron paralizadas, no cedieron a las fuerzas oscuras de la lamentación y del remordimiento, no se encerraron en el pesimismo, no huyeron de la realidad. Realizaron algo sencillo y extraordinario: prepararon en sus casas los perfumes para el cuerpo de Jesús. No renunciaron al amor: la misericordia iluminó la oscuridad del corazón. La Virgen, en el sábado, día que le sería dedicado, rezaba y esperaba. En el desafío del dolor, confiaba en el Señor. Sin saberlo, esas mujeres preparaban en la oscuridad de aquel sábado el amanecer del «primer día de la semana», día que cambiaría la historia. Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración.

Al amanecer, las mujeres fueron al sepulcro. Allí, el ángel les dijo: «Vosotras, no temáis […]. No está aquí: ¡ha resucitado!» (vv. 5-6). Ante una tumba escucharon palabras de vida… Y después encontraron a Jesús, el autor de la esperanza, que confirmó el anuncio y les dijo: «No temáis» (v. 10). No temáis, no tengáis miedoHe aquí el anuncio de la esperanza. Que es también para nosotros, hoy. Hoy. Son las palabras que Dios nos repite en la noche que estamos atravesando.
En esta noche conquistamos un derecho fundamental, que no nos será arrebatado: el derecho a la esperanza; es una esperanza nueva, viva, que viene de Dios. No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia, con una sonrisa pasajera. No. Es un don del Cielo, que no podíamos alcanzar por nosotros mismos: Todo irá bien, decimos constantemente estas semanas, aferrándonos a la belleza de nuestra humanidad y haciendo salir del corazón palabras de ánimo. Pero, con el pasar de los días y el crecer de los temores, hasta la esperanza más intrépida puede evaporarse. La esperanza de Jesús es distinta, infunde en el corazón la certeza de que Dios conduce todo hacia el bien, porque incluso hace salir de la tumba la vida.

El sepulcro es el lugar donde quien entra no sale. Pero Jesús salió por nosotros, resucitó por nosotros, para llevar vida donde había muerte, para comenzar una nueva historia que había sido clausurada, tapándola con una piedra. Él, que quitó la roca de la entrada de la tumba, puede remover las piedras que sellan el corazón. Por eso, no cedamos a la resignación, no depositemos la esperanza bajo una piedra. Podemos y debemos esperar, porque Dios es fiel, no nos ha dejado solos, nos ha visitado y ha venido en cada situación: en el dolor, en la angustia y en la muerte. Su luz iluminó la oscuridad del sepulcro, y hoy quiere llegar a los rincones más oscuros de la vida. Hermana, hermano, aunque en el corazón hayas sepultado la esperanza, no te rindas: Dios es más grande. La oscuridad y la muerte no tienen la última palabra. Ánimo, con Dios nada está perdido.

Ánimo: es una palabra que, en el Evangelio, está siempre en labios de Jesús. Una sola vez la pronuncian otros, para decir a un necesitado: «Ánimo, levántate, que [Jesús] te llama» (Mc 10,49). Es Él, el Resucitado, el que nos levanta a nosotros que estamos necesitados. Si en el camino eres débil y frágil, si caes, no temas, Dios te tiende la mano y te dice: «Ánimo”. Pero tú podrías decir, como don Abundio: «El valor no se lo puede otorgar uno mismo» (A. Manzoni, Los Novios (I Promessi Sposi), XXV). No te lo puedes dar, pero lo puedes recibir como don. Basta abrir el corazón en la oración, basta levantar un poco esa piedra puesta en la entrada de tu corazón para dejar entrar la luz de Jesús. Basta invitarlo: “Ven, Jesús, en medio de mis miedos, y dime también: Ánimo”. Contigo, Señor, seremos probados, pero no turbados. Y, a pesar de la tristeza que podamos albergar, sentiremos que debemos esperar, porque contigo la cruz florece en resurrección, porque Tú estás con nosotros en la oscuridad de nuestras noches, eres certeza en nuestras incertidumbres, Palabra en nuestros silencios, y nada podrá nunca robarnos el amor que nos tienes.

Este es el anuncio pascual; un anuncio de esperanza que tiene una segunda parte: el envío. «Id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea» (Mt 28,10), dice Jesús. «Va por delante de vosotros a Galilea» (v. 7), dice el ángel. El Señor nos precede, nos precede siempre. Es hermoso saber que camina delante de nosotros, que visitó nuestra vida y nuestra muerte para precedernos en Galilea; es decir, el lugar que para Él y para sus discípulos evocaba la vida cotidiana, la familia, el trabajo. Jesús desea que llevemos la esperanza allí, a la vida de cada día. Pero para los discípulos, Galilea era también el lugar de los recuerdos, sobre todo de la primera llamada. Volver a Galilea es acordarnos de que hemos sido amados y llamados por Dios. Cada uno de nosotros tiene su propia Galilea. Necesitamos retomar el camino, recordando que nacemos y renacemos de una llamada de amor gratuita, allí, en mi Galilea. Este es el punto de partida siempre, sobre todo en las crisis y en los tiempos de prueba. Con la memoria de mi Galilea.

Pero hay más. Galilea era la región más alejada de Jerusalén, el lugar donde se encontraban en ese momento. Y no sólo geográficamente: Galilea era el sitio más distante de la sacralidad de la Ciudad santa. Era una zona poblada por gentes distintas que practicaban varios cultos, era la «Galilea de los gentiles» (Mt 4,15). Jesús los envió allí, les pidió que comenzaran de nuevo desde allí. ¿Qué nos dice esto? Que el anuncio de la esperanza no se tiene que confinar en nuestros recintos sagrados, sino que hay que llevarlo a todos. Porque todos necesitan ser reconfortados y, si no lo hacemos nosotros, que hemos palpado con nuestras manos «el Verbo de la vida» (1 Jn 1,1), ¿quién lo hará? Qué hermoso es ser cristianos que consuelan, que llevan las cargas de los demás, que animan, que son mensajeros de vida en tiempos de muerte. Llevemos el canto de la vida a cada Galilea, a cada región de esa humanidad a la que pertenecemos y que nos pertenece, porque todos somos hermanos y hermanas. Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario.

Al final, las mujeres «abrazaron los pies» de Jesús (Mt 28,9), aquellos pies que habían hecho un largo camino para venir a nuestro encuentro, incluso entrando y saliendo del sepulcro. Abrazaron los pies que pisaron la muerte y abrieron el camino de la esperanza. Nosotros, peregrinos en busca de esperanza, hoy nos aferramos a Ti, Jesús Resucitado. Le damos la espalda a la muerte y te abrimos el corazón a Ti, que eres la Vida.



Tomado de:
http://www.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2020/documents/papa-francesco_20200411_omelia-vegliapasquale.html

Teología fundamental. 7. El depósito de la revelación: El Magisterio de la Iglesia




P. Ignacio Garro, jesuita
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA

3.6. EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA 

El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado por Dios únicamente al Magisterio de la Iglesia. Ya hemos dicho cómo es el Magisterio quien sanciona la infalibilidad de una verdad contenida en la Tradición; ahora nos detendremos a hablar de su intervención respecto a la Biblia.

1°. La Iglesia depositaria de la Palabra de Dios

Tres poderes corresponden a la Iglesia respecto a los libros sagrados: fijar su canon, determinar su sentido y velar por su integridad (cfr. Const. dogm. Dei Verbum, n. 10)

a.- Fijar el canon de las Escrituras significa determinar qué libros se deben tener por revelados, y cuáles no.

Canon significa aquí lista u orden de los libros revelados. Cristo, al dejar a su Iglesia la facultad de velar por su doctrina, tuvo que darle el poder de determinar en qué libros se hallaba esta doctrina. De otra suerte los fieles no hubieran sabido a qué atenerse en materia de tanta trascendencia. Es de advertir que en los primeros siglos muchos libros no revelados trataron de pasar por revelados.

2º. Determinar el sentido significa interpretar cuál es la verdadera manera de entenderla, especialmente en los pasajes obscuros y difíciles. 

La Sagrada Escritura es un libro divino y misterioso, en el cual, como dice San Pedro, "Hay cosas difíciles de entender, cuyo sentido falsean los indoctos para su propia perdición" (II Pe. 3, 16). Habrá muchos pseudoprofetas seguidos por muchedumbres dice el mismo apóstol (II Pe. 2, 1 y 2).

3º. Velar por su integridad quiere decir estar alerta, para que la Escritura no vaya a sufrir alteración o menoscabo. 

Sólo la Iglesia tiene este triple poder, porque sólo a ella confió Cristo el depósito de la fe, y le dio la misión de enseñar.

4°. Falsedad del libre examen

El libre examen de la Escritura, doctrina fundamental del Protestantismo, consiste en admitir que cada uno "tiene derecho" de interpretar a su gusto la Sagrada Escritura.

El libre examen no puede aceptarse, porque resultarían tantas doctrinas e Iglesias cuantas interpretaciones; y es evidente que Cristo no quiso fundar sino una sola Iglesia con una sola
doctrina.

Como consecuencia del libre examen el Protestantismo se halla dividido en innumerables sectas, que profesan doctrinas contradictorias.

Otra prueba de que el libre examen conduce al error, es que los herejes de todos los tiempos han preferido defender sus errores con falsas interpretaciones de la Escritura.

Así, en vista del peligro de interpretaciones subjetivas o heterodoxas, la Iglesia indica que las ediciones de la Sagrada Escritura "sólo pueden publicarse si son aprobadas por la Sede Apostólica o por la Conferencia Episcopal" (CIC, c. 825 & l), con notas aclaratorias necesarias y
suficientes, porque son muchos los pasajes difíciles.



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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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Poesía y Oración: Guía para Los Salmos




P. Fernando Martínez Galdeano, S.J.

GUÍA DEL LIBRO DE LOS SALMOS

1: Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados. • 2: Tú eres mi hijo; yo te he engendrado hoy. • 3: Tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria. • 4: Tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo. • 5: Desde que amanece escuchas mi voz. • 6: El Señor ha oído mi súplica. • 7: Señor,
Dios mío, en tí busco justicia. • 8: ¡Qué admirable es tu nombre en toda la tierra! • 9 (9-10): Dios rechaza a los impíos y acoge a los humildes. • 10(11): Los buenos verán su rostro.

11 (12): Las palabras del Señor son palabras sinceras. • 12 (13): ¿Hasta cuándo he de andar angustiado? • 13 (14): Dice en su corazón el insensato, ¡no hay Dios! • 14 (15): Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? • 15 (16): Tengo siempre presente al Señor, con él a mi derecha no vacilaré.

16 (17): No encontrarás malicia en mí. • 17 (18): Yo te amo Señor, tú eres mi fortaleza.

18 (19): A toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. • 19 (20): Nosotros invocamos el nombre del Señor, Dios nuestro. • 20 (21): Que surja, Señor, tu fuerza y tu poder.

21 (22): Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? • 22 (23): El Señor es mi pastor, nada me falta. • 23 (24): Este es el grupo que busca al Señor. • 24 (25): Señor, enséñame tus caminos, instruyeme en tus sendas. * 25 (26): Tengo ante los ojos tu bondad y camino en tu verdad.

26 (27): El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? • 27 (28): Del Señor he recibido ayuda; mi corazón se alegra y le canta agradecido. • 28 (29): La voz del Señor es poderosa. • 29 (30): Señor, Dios mío, a tí grité y tú me curaste. • 30 (31): Sed fuertes y valientes de corazón, los que esperáis en el Señor.

31 (32): Dichoso el que siente olvidada su culpa y perdonado su pecado. • 32 (33): Los ojos del Señor están puestos en sus fieles. • 33 (34): Proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre. • 34 (35): Despierta, levántate, Dios mío, Señor mío, defiende mi causa.

35 (36): En tí está la fuente viva, y tu luz nos hace ver la luz. • 36 (37): Mejor es ser honrado con poco que ser malvado en la opulencia. • 37 (38): No me abandones, Señor, Dios mío, no te quedes lejos. • 38 (39): Señor, dame a conocer la medida de mis años para que comprenda lo frágil que soy.

39 (40): Aquí estoy para hacer tu voluntad. • 40 (41): Ei Señor me sostendrá en el lecho del dolor.

41 (42): Mi alma tiene sed del Dios vivo. • 42 (43): Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría. • 43 (44): ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y opresión?

44 (45): Recito mis versos a un rey. • 45 (46): El Dios fuerte y poderoso está con nosotros.

46 (47): Dios es el rey del mundo. • 47 (48): Tu diestra está llena de justicia. • 48 (49): Dios me salva y me lleva consigo. • 49 (50): Cumple ante Dios lo que le prometiste. • 50 (51): Mi sacrificio es un espíritu quebrantado.

51 (52): Confío en la misericordia de Dios por siempre jamás. • 52 (53): Dios observa desde el cielo para ver si hay alguien que le busca. • 53 (54): Te ofreceré un sacrificio voluntario. • 54 (55): Dios mío, escucha mi oración; me agitan mis ansiedades. • 55 (56): En Dios confío y no temo. • 56 (57): Invoco al Dios del cielo que hace tanto por mí. • 57 (58): ¿Acaso los poderosos dan sentencias justas?

58 (59): Yo cantaré tu fuerza y por la mañana aclamaré tu misericordia. • 59 (60): Auxílianos tú, pues la ayuda del hombre es inútil. • 60 (61): Te invoco desde el confín de la tierra con el corazón abatido.

• 61 (62): De Dios es la fuerza; tuyo, Señor, el amor. • 62 (63): Mi alma está sedienta de tí.

• 63 (64): El justo se alegra con el Señor. • 64 (65): Nos vence el peso de nuestras rebeldías, pero tú las perdonas. • 65 (66): Nos pusiste a prueba, nos refinaste como retinan la plata. • 66 (67): Oh Dios, que te alaben los pueblos. • 67 (68): Es un Dios que salva, nos hace escapar de ia muerte.

• 68 (69): Espero compasión, y no la hay; consoladores y no los encuentro. • 69 (70): Señor, date prisa en socorrerme. • 70 (71): Fuiste mi esperanza desde mi juventud.

• 71 (72): Que en sus días florezca la justicia y la paz. • 72 (73): Para mí, lo bueno es estar junto a Dios. • 73 (74): Acuérdate del pueblo que adquiriste desde antiguo. • 74 (75): Sólo Dios gobierna.

• 75 (76): Cuando Dios se levanta para salvar a los humildes. • 76 (77): ¿Es que Dios se ha olvidado de su bondad? • 77 (78): Le adulaban con sus bocas, pero sus lenguas mentían. • 78 (79): ¿Por qué han de decir, dónde está su Dios? • 79 (80): Ven, Señor, a visitar tu viña. • 80 (81): No tendrás un Dios extraño.

• 81 (82): Dios se levanta en la asamblea y juzga. • 82 (83): Que los pueblos reconozcan que tú sólo, Señor, eres excelso. • 83 (84): Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa. • 84 (85): La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. • 85 (86): Mantén mi corazón entero en el respeto de tu nombre. • 86 (87): Cosas magníficas se dicen de ti, ciudad de Dios. • 87 (88): Mi vida está al borde de la muerte. • 88 (89): Anunciaré tu fidelidad por todas las edades. • 89 (90): Baje a nosotros la bondad del Señor. • 90 (91): Al amparo del Dios fuerte.

• 91 (92): ¡Qué magnificas son tus obras, Señor, qué profundos tus designios! • 92 (93): Estás firme desde siempre y tú eres eterno. • 93 (94): Dichoso el hombre a quien tú educas. • 94 (95): El es nuestro Dios, y nosotros su pueblo. • 95 (96): Cantad al Señor un cántico nuevo. • 96 (97): Amane¬ce la luz para el justo, y la alegría para los rectos de corazón. • 97 (98): El Señor revela a las naciones su justicia. • 98 (99): Nuestro Dios es santo. • 99 (100): Su misericordia es eterna. • 100 (101): Voy a cantar la bondad y la justicia.

• 101 (102): Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán. • 102 (103): ¡Bendice, alma mía, al Señor! • 103 (104): ¡Cuántas son tus obras, Señor! • 104 (105): Se acuerda de la palabra dada, por mil generaciones. • 105 (106): Dad gracias al Señor porque es bueno. • 106 (107): Quien sea sabio, que recoja los hechos y comprenda la misericordia del Señor. • 107 (108): Con Dios haremos proezas. • 108 (109): ¡Sálvame por tu bondad! • 109 (110): Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec. • 110 (111): Grandes son las obras del Señor.

• 111 (112): Dichoso quien respeta al Señor. *112 (113): Alabad el nombre del Señor.

• 113A (114): En su presencia se estremece la tierra. • 113B (115): Nuestro Dios está en el cielo.

• 114 (116,1-9): Caminaré en la presencia del Señor, en el país de la vida. «115 (116,10-19): ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? *116 (117): Su fidelidad dura por siempre.

• 117 (118): Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo.

• 118 (119): Dichoso el que camina en la voluntad del Señor. «119 (120): Líbrame, Señor, de los labios mentirosos. • 120 (121): El auxilio me viene del Señor.

• 121 (122): ¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del Señor! • 122 (123): A tí levanto mis ojos. • 123 (124): Hemos salvado la vida como un pájaro de las manos del cazador. • 124 (125): Los que confían en el Señor son como el monte Sión. • 125 (126): Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. • 126 (127): Si el Señor no construye la casa... • 127 (128): Que el Señor
te bendiga. • 128 (129): Son como la hierba del tejado. • 129 (130): Mi alma aguarda al Señor, más que el centinela la aurora. • 130 (131): Como un niño en brazos de su madre.

• 131 (132): A uno de tu linaje pondré sobre tu trono. • 132 (133): ¡Qué bueno el que vivan los hermanos unidos! • 133 (134): Alzad vuestras manos hacia el santuario. • 134 (135): Tu recuerdo de edad en edad. • 135 (136): Dad gracias al Dios del cielo. • 136 (137): ¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extraña! • 137 (138): El Señor es excelso, pero se fija en el humilde. • 138 (139): Tú me sondeas y me conoces. • 139 (140): El Señor hace justicia al afligido. • 140 (141): Mis ojos están vueltos hacia tí.

• 141 (142): Atiende a mis clamores que estoy agotado. • 142 (143): Tu espíritu que es bueno, me guíe por tierra llana. • 143 (144): Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él? • 144 (145): Día tras día te bendeciré. • 145 (146): Alabaré al Señor mientras viva. • 146 (147,1-11): Nuestro Dios merece una alabanza armoniosa. • 147 (147,12-20): Con ninguna otra nación obró así. • 148: Alaben el nombre del Señor, el único nombre sublime. • 149: Resuene su alabanza en la asamblea de los fieles.

• 150: Todo ser que respira alabe al Señor.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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RESURRECCIÓN DEL SEÑOR - A




P. Adolfo Franco, jesuita.

Juan 20, 1-9

El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Palabra del Señor


Jesús atraviesa la muerte y resucitó, también en nuestro pequeño túnel debemos atrevernos a esperar la resurrección.

La Resurrección de Jesús es el gran anuncio que tenían que hacer los apóstoles ante sus asombrados auditorios; y este anuncio tenía una fuerza tan grande que se convertían por millares, como nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles. Jesús mismo había dado como signo definitivo de su divinidad que El resucitaría al tercer día. Se lo había dicho a sus apóstoles para que su fe no se derrumbara cuando lo vieran morir en la cruz. San Pablo mismo en la primera carta a los Corintios (1 Cor 15, 14-22) pone la Resurrección de Cristo como fundamento de nuestra fe. Todo lo que Jesús ha enseñado es verdad, porque El ha resucitado. La palabra de Dios tiene fuerza porque Jesús ha resucitado; los sacramentos son caminos de salvación, porque Cristo ha resucitado. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo y el instrumento de la salvación, porque Jesús ha resucitado. Ese es el sentido de lo que San Pablo dice: si Cristo no ha resucitado nuestra fe es algo vacío y sin sentido.

Pero este hecho de la Resurrección de Cristo es algo tan sorprendente, tan luminoso, tan cargado de sentido, que resulta poco fácil hablar de él. Quizá podamos entrar algo en su significado si lo miramos desde distintos ángulos. Así propongo a la consideración cuatro aspectos de este misterio básico de nuestra fe: la resurrección de Cristo es un hecho; la resurrección de Cristo es también un misterio, es una fuerza y es una manifestación.

Es un hecho. Ocurrió en verdad que este Dios-Hombre muerto volvió gloriosamente a la vida, y dejó tirados por el suelo los lienzos que vestían su cadáver. Es verdad ¡con la Resurrección de Cristo la muerte ha sido vencida! lo que prevalece es la vida. Este es el hecho. Porque al decir que la resurrección de Cristo es un hecho, estamos afirmando que la vida es lo más real y definitivo, que la muerte es una situación simplemente transitoria. Al final todo lo que es muerte, dolor, fracaso, sufrimiento, todo eso acabará, porque la muerte, al ser vencida, arrastrará consigo a toda su comparsa. Todo lo que es frustración será sustituido por plenitud, todo lo que ahora es amenaza, será sustituido por seguridad, todo lo que ahora se manifiesta como fracaso, se mostrará como victoria. Tenemos en nuestra vida como una semilla llena de fuerza y de belleza que quiere reventar para manifestar todo el tesoro que Dios ha puesto ahí; y eso ocurrirá, no lo dudemos. Ahora nos vemos atacados, sentimos nuestra fragilidad, pero todo esto es pasajero, porque el plan de Dios es la Vida, y de esto nos deja una certeza la Resurrección de Cristo.

La Resurrección de Cristo es un misterio. Decir esto no es quitarle realidad a este acontecimiento y ocultarlo en la niebla. Lo que queremos decir es que la Resurrección de Cristo es mucho más de lo que podemos soñar, y por supuesto de lo que podemos entender. Lo que podemos intuir es simplemente el contorno de una realidad que se alarga en la profundidad y se eleva a las alturas. Es, por así decirlo, como un iceberg: lo que vemos es poquísimo en comparación de lo que se nos oculta. No tenemos ni idea de lo que es de luz, de paz, de gozo, de esperanza, de alegría este hecho con que Dios cumple todas las promesas que hizo a los hombres. El misterio no es un escape para ocultar nuestra ignorancia sobre algo. Al afirmar de algo que es misterio, estamos queriendo decir que se nos abre una ventana, para barruntar una maravilla de Dios, que nuestra mente lógica, no podría ni siquiera sospechar. El misterio de la resurrección de Cristo es una ventana para entrar en la realidad insondable de la misma personalidad de Cristo: en El todo es vida, todo tiene consistencia, en El se encierra toda la plenitud de la divinidad. Es la obra final y cumbre de todo el poder creador de Dios.

Es también una fuerza que transforma toda la realidad. Según las afirmaciones de San Pablo toda la creación ha recibido el efecto de la resurrección de Cristo. Todas las actividades humanas tienen la posibilidad de ser obras resucitadas para la vida eterna, y por tanto no caen en la muerte de lo que se va con el tiempo, como un soplo: la actividad del hombre, hecha en el tiempo, puede penetrar en la eternidad por la fuerza de la resurrección. Lo que hicimos no necesariamente se va al oscuro pasadizo del olvido. La resurrección de Cristo, así da una fuerza nueva a nuestra tarea en la tierra. Además, porque Cristo ha resucitado hay personas que empujadas por la fuerza de Dios realizan acciones que sobrepasan las posibilidades normales de un ser humano. Con la fuerza de la resurrección de Cristo han sido hechas todas las acciones verdaderamente sobrehumanas de los santos: las renuncias a lo mezquino, la entrega a los desheredados, la lucha incansable por la verdad y por el ser humano desposeído: tantas y tantas páginas heroicas han sido escritas en la Iglesia por seres (a veces anónimos) en los cuales brillaba la fuerza de la resurrección. Todo eso lleva en sí un poco del esplendor de la resurrección.

La resurrección finalmente es una manifestación de la divinidad de Jesucristo. Jesucristo no resucita porque alguien, fuera, en la puerta del sepulcro (como en el caso de la resurrección de Lázaro) lo llame de nuevo a la vida. Jesucristo resucita desde dentro del sepulcro, porque El mismo es Dios, Él es la Vida misma y ningún sepulcro le iba a servir de cárcel. Como la explosión de un volcán, así surge Cristo del sepulcro con la fuerza de su vida. Por eso El mismo aludió muchas veces a su resurrección como prueba suprema de ser igual al Padre.




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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.

Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.




Catequesis del Papa: Semana Santa y Pascua de Resurrección



PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles Santo, 8 de abril de 2020


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En estas semanas de preocupación por la pandemia que está haciendo sufrir tanto al mundo, entre las muchas preguntas que nos hacemos, también puede haber preguntas sobre Dios: ¿Qué hace ante nuestro dolor? ¿Dónde está cuando todo se tuerce? ¿Por qué no resuelve nuestros problemas rápidamente? Son preguntas que nos hacemos sobre Dios.

Nos sirve de ayuda el relato de la Pasión de Jesús, que nos acompaña en estos días santos. También allí, en efecto, se adensan tantos interrogantes. La gente, después de haber recibido triunfalmente a Jesús en Jerusalén, se preguntaba si liberaría por fin  al pueblo de sus enemigos (cf. Lc 24,21). Ellos esperaban a un Mesías poderoso, triunfador con la espada. En cambio, llega uno manso y humilde de corazón, que llama a la conversión y a la misericordia. Y precisamente la multitud, que antes lo había aclamado, es la que grita: «¡Sea crucificado!» (Mt 27,23). Los que lo seguían, confundidos y asustados, lo abandonan. Pensaban: si esta es la suerte de Jesús, el Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible.

Pero, si seguimos leyendo el relato de la Pasión, encontramos un hecho sorprendente. Cuando Jesús muere, el centurión romano, que no era creyente, no era judío sino pagano, que le había visto sufrir en la cruz y le había oído perdonar a todos, que había sentido de cerca su amor sin medida, confiesa: «Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Dice, precisamente, lo contrario de los demás. Dice que Dios está allí, que verdaderamente es Dios.

Hoy podemos preguntarnos: ¿Cuál es el verdadero rostro de Dios? Habitualmente proyectamos en Él lo que somos, a toda potencia: nuestro éxito, nuestro sentido de la justicia, e incluso nuestra indignación. Pero el Evangelio nos dice que Dios no es así. Es diferente y no podíamos conocerlo con nuestras fuerzas. Por eso se acercó a nosotros, vino a nuestro encuentro y precisamente en la Pascua se reveló completamente. ¿Y dónde se reveló completamente? En la cruz. Allí aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es la cátedra de Dios. Nos hará bien mirar al Crucificado en silencio y ver quién es nuestro Señor: El que no señala a nadie con el dedo, ni siquiera contra los que le están crucificando, sino que abre los brazos a todos; el que no nos aplasta con su gloria, sino que se deja desnudar por nosotros; el que no nos ama por decir, sino que nos da la vida en silencio; el que no nos obliga, sino que nos libera; el que no nos trata como a extraños, sino que toma sobre sí nuestro mal, toma sobre sí nuestros pecados. Y, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, miremos al Crucificado. Y luego abramos el Evangelio. En estos días, todos en cuarentena, en casa, confinados, tomemos dos cosas en la mano: el crucifijo, mirémoslo; y abramos el Evangelio. Será para nosotros —por decirlo así— como una gran liturgia doméstica porque estos días no podemos ir a la iglesia. ¡crucifijo y evangelio!

En el Evangelio leemos que cuando la gente va donde está Jesús para hacerlo rey, por ejemplo, después de la multiplicación de los panes, él se va (cf. Jn 6,15). Y cuando los demonios quieren revelar su divina majestad, los silencia (cf. Mc 1,24-25). ¿Por qué? Porque Jesús no quiere que se le malinterprete, no quiere que la gente confunda al verdadero Dios, que es amor humilde, con un dios falso, un dios mundano, espectacular, y que se impone con la fuerza. No es un ídolo. Es Dios que se ha hecho hombre, como uno de nosotros, y se expresa como un hombre, pero con la fuerza de su divinidad. En cambio, ¿cuando se proclama solemnemente en el Evangelio la identidad de Jesús?... Cuando el centurión dice: “Verdaderamente era el Hijo de Dios”. Se dice allí, apenas cuando acaba de dar su vida en la cruz, porque ya no cabe equivocación: se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otra manera. Es su naturaleza, porque está hecho así. Él es el Amor.

Tú podrías objetar: “¿Qué hago de un Dios tan débil, que muere? Preferiría un Dios fuerte, un Dios poderoso”. Pero, sabes, el poder de este mundo pasa, mientras el amor permanece. Sólo el amor guarda la vida que tenemos, porque abraza nuestras fragilidades y las transforma. Es el amor de Dios que en la Pascua sanó nuestro pecado con su perdón, que hizo de la muerte un pasaje de vida, que cambió nuestro miedo en confianza, nuestra angustia en esperanza. La Pascua nos dice que Dios puede convertir todo en bien. Que con Él podemos confiar verdaderamente en que todo saldrá bien. Y esta no es una ilusión, porque la muerte y resurrección de Jesús no son una ilusión: ¡fue una verdad! Por eso en la mañana de Pascua se nos dice: “¡No tengáis miedo!” (cf. Mt 28,5). Y las angustiosas preguntas sobre el mal no se esfuman de repente, pero encuentran en el Resucitado la base sólida que nos permite no naufragar.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús cambió la historia acercándose a nosotros y la convirtió, aunque todavía marcada por el mal, en historia de salvación. Ofreciendo su vida en la cruz, Jesús también derrotó a la muerte. Desde el corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros. Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece. Hermanos y hermanas, abrámosle todo el corazón en la oración, esta semana, estos días: con el crucifijo y con el evangelio. No os olvidéis: crucifijo y evangelio. La liturgia doméstica será esta. Abrámosle todo el corazón en nuestra oración. Dejemos que su mirada se pose sobre nosotros y comprenderemos que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no nos abandona y nunca se olvida de nosotros. Y con estos pensamientos os deseo una Santa Semana y una Santa Pascua.





Tomado de:


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Oración del Papa Francisco a la Virgen María pidiendo su mediación por la pandemia del coronavirus



Oh María,
tu resplandeces siempre en nuestro camino
como signo de salvación y de esperanza
Confiamos en ti, Salud de los enfermos,
que junto a la cruz
te asociaste al dolor de Jesús,
manteniendo firme tu fe
Tú, salvación del pueblo romano 
sabes lo que necesitamos 
y estamos seguros de que proveerás
para que, como en Caná de Galilea
pueda volver la alegría y la fiesta
después de este momento de prueba
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre
y hacer lo que nos diga Jesús
que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos
y se ha cargado con nuestros dolores
para llevarnos, a través de la cruz
a la alegría de la resurrección. Amén.

Bajo tu amparo nos acogemos,
santa Madre de Dios;
no deseches las oraciones
que te dirigimos
en nuestras necesidades,
antes bien
líbranos de todo peligro,
¡oh Virgen gloriosa y bendita!
¡Amén!