59. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Las mujeres que acompañaban a Jesús


 

P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


II MINISTERIO DE JESÚS EN GALILEA

(Mayo 28 - Mayo 29)


C. ULTERIOR PREDICACIÓN Y MILAGROS DE JESÚS

59.- LAS MUJERES QUE ACOMPAÑABAN A JESÚS

TEXTO

Lucas 8,1-3

A continuación, iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando el Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Mag­dalena: de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que le servían con sus bienes.


INTRODUCCIÓN

Sólo por Lucas conocemos este hecho en la vida de Cristo que revela la actitud de Cristo con respecto a las mujeres. Había mujeres que acompa­ñaban a Cristo en su misión apostólica, cuando iba recorriendo las ciuda­des y aldeas de toda Galilea. Y esas mujeres se preocupaban de atender al Señor y a los apóstoles en todas las necesidades materiales, cuidarían de la ropa, prepararían la comida, les buscarían alojamiento; y ellas mismas con sus limosnas, sus aportaciones personales, de sus mismos bienes, contribuían al mantenimiento de Cristo y del grupo apostólico.

Se nos habla de muchas mujeres; pero en este pasaje sólo se nombran tres: María Magdalena, de la que había el Señor expulsado siete demonios (que no hay que confundir con María, la mujer pecadora que consideramos en la meditación anterior); Juana, mujer de un personaje de cierta importan­cia, al decirnos que su marido Cusa era administrador del rey Herodes Antipas; y Susana. Las dos primeras volverán a nombrarse en los Evange­lios, serán de las santas mujeres que acompañaron al Señor en la cruz y de las que fueron al día siguiente a la tumba para terminar de ungir el cuerpo muerto de Nuestro Señor.


MEDITACIÓN

Estos pocos versículos y este hecho tan sencillo narrado por Lucas se presta a muchísimas consideraciones sobre la actitud de Cristo con respec­to a la mujer. Sólo indicaremos algunos puntos principales, y lo haremos guiados especialmente por la Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre "La Dignidad de la Mujer".

Lo primero que sorprende es que Cristo rompe con todas las costumbres y tradiciones de los fariseos y escribas, haciendo que en el grupo de su con­torno más íntimo estén mujeres. Era inconcebible en aquella época que las mujeres acompañasen a los rabinos, a los fariseos; y, mucho, menos que compartiesen un mismo grupo de vida y que ellas fueran también objeto de sus enseñanzas e instrucciones religiosas. Por eso mismo Cristo será criticado, y su conducta causará verdadera sorpresa negativa en muchos judíos.

Pero no sólo muestra Cristo una actitud diferente en hacerse acompañar de mujeres en su ministerio apostólico, sino que su manera de tratar con ellas es siempre de gran respeto, de acogida y benevolencia, y tiene para con ellas palabras de gran consuelo, palabras poderosas de eficacia milagrosa para curar sus dolencias, palabras de perdón para las que lo necesitaban, y palabras de defensa de su dignidad en contra del hombre que pisoteaba esa dignidad.

No podemos exponer ahora todos estos encuentros, pero todos ellos los iremos meditando en sus lugares correspondientes, y varios de ellos ya han sido objeto de nuestras meditaciones.

Recordemos el encuentro y curación con la suegra de Pedro; el encuentro con la viuda de Naím, a quien le entrega el hijo resucitado; el encuentro con la samaritana, a la que convierte de gran pecadora en mensajera de su evangelio, mensajera para los samaritanos de la verdad del Mesías; el en­cuentro con la mujer pecadora a la que alaba y defiende en medio de sus enemigos y a quien concede el perdón de todos sus pecados.

Y todavía tendremos que contemplar los encuentros de Jesús con la mujer encorvada, que hacía muchos años que no podía enderezarse, a la que Cristo llama "Hija de Abraham"-nombre entonces solamente reservado para los hombres- y le cura de su enfermedad; el encuentro con la mujer que padecía flujo de sangre y que Jesús permite que le toque -estaba pro­hibido por la ley; la mujer que padeciese esa enfermedad convertía en im­puro a quien tocase- y el Señor alaba la fe de la mujer, causa de su cura­ción y salvación; el encuentro con la mujer cananea, pagana, a la que el Señor prueba en su humildad, pero después, acudiendo a su petición, cura a su hija, y merece también una gran alabanza del Señor; encuentro ex­traordinariamente milagroso con la hija de Jairo, a quien resucita de la muerte; y encuentro con la mujer adúltera, ya condenada por los hombres, pero absuelta por Cristo con palabras llenas de misericordia para ella y condenatorias para los que la acusaban y querían apedrearla. En su Pasión tendrá el encuentro con las mujeres de Jerusalén, para quienes tendrá pala­bras de olvido de sí mismo y de aliento y enseñanza para ellas. Tampoco olvidemos la alabanza que Cristo hizo de esa mujer viuda que con un co­razón lleno de generosidad había dado de limosna al Templo todo cuanto tenía, aunque era muy pobre.

Evidentemente que la actitud de Cristo ante la mujer trae una revolución en contra del machismo del hombre y en defensa de la dignidad de la mu­jer. Cristo, aun en contra de lo que estaba escrito en la Ley, declarará que el divorcio será siempre un pecado grave en el hombre y en la mujer. Se­gún la Ley, sólo el hombre podía dar el libelo de repudio, y prácticamente por cualquier motivo; Jesucristo, oponiéndose a la Ley y a todas las ense­ñanzas de los rabinos, pondrá como nuevo precepto la ley del matrimonio indisoluble; y dirá que es el mismo pecado el que comete el hombre que se divorcia que la mujer que lo haga. Ambos tienen los mismos derechos y las mismas obligaciones morales. Y el Señor añade algo muy importante: Que lo que ellos llaman ley y mandado por Moisés, no es la Ley originaria que dio Dios al instituir el matrimonio. Que la Ley originaria es que para siempre "el hombre se une a una mujer", y por eso Cristo saca la conse­cuencia: "Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre". Así era en el principio, nos dice el Señor. Sólo por la maldad de los corazones de los hombres, Moisés condescendió con ellos y les permitió el divorcio.

El Señor condena el adulterio; pero su condena va dirigida tanto al hombre como a la mujer. En aquellos tiempos el pecado de adulterio por parte del hombre no era considerado digno de castigo; en cambio el adulterio de la mujer se condenaba con la lapidación.

Cristo sale en defensa de la mujer. Por eso tiene tanta importancia el pasa­je de la mujer adúltera que nos nana San Juan, al comienzo de su capítulo octavo. Los fariseos y ancianos judíos llevan a la presencia del Señor a una mujer sorprendida en adulterio, y quieren que el Señor apruebe la condena de su lapidación. La respuesta del Señor es de una gran sinceridad y muy dura para los fariseos y ancianos judíos que estaban allí presentes: "Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra". Con estas palabras calló a todos, avergonzó a todos, y no tuvieron más remedio que retirarse. Y vuelto hacia la mujer adúltera la perdona con gran misericordia.

Lo que condena Cristo en su doctrina es esa doble medida para el hombre y la mujer en todo lo que respecta a la moral; y esa discriminación de la mujer en todos los aspectos de la vida de aquella época, y que desgracia­damente, en parte, continúa en nuestros días.

Es una verdad muy grande lo que afirma Juan Pablo II en su Carta Apos­tólica que hemos citado anteriormente:

"Es algo universalmente admitido -incluso por parte de quienes se ponen en actitud crítica ante el mensaje cristiano- que Cristo fue ante sus con­temporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la vo­cación correspondiente a esta dignidad". (n. 12)

Y es el Evangelio de Cristo, el que a través de la historia, ha ido devol­viendo a la mujer su verdadera dignidad, su igualdad total al hombre en los Derechos Humanos, la total igualdad en cuanto redimida por Cristo y hecha "hija de Dios", con vocación apostólica y destino de vida eterna. Quedará siempre como punto específico de la mujer su vocación a la ma­ternidad con todas las consecuencias que la maternidad lleva consigo. Ma­ría la Madre de Dios, será el modelo perfecto de toda maternidad.

Y Cristo asoció a las mujeres a su apostolado, y las santas mujeres de Je­rusalén fueron las más fieles a Cristo, las que le acompañaron hasta la cruz; y ellas fueron las encargadas de transmitir a los apóstoles la resu­rrección del Señor. Y la Iglesia ha manifestado siempre una gran confian­za en el trabajo apostólico de las mujeres, y ellas han sido protagonistas en los comienzos de todas las misiones entre infieles, y siguen siendo apoyo y sostén en todas las misiones. Y en los países llamados cristianos, la cola­boración de la mujer laica cristiana es deseada, como tesoro inapreciable, por la misma Iglesia. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, la Iglesia ha defendido siempre la dignidad, vocación, y capacidad de acción y trabajo de la mujer, incluido el trabajo apostólico, sin discriminaciones injustas por parte del hombre y de la sociedad. Solamente queda exceptua­do, por razones teológicas, lo que concierne al Sacramento del Orden.

Sobre este punto y para profundizar en todos los aspectos que hemos con­siderado en esta meditación, aconsejamos la lectura del documento de Juan Pablo II, ya citado; y aconsejamos también la lectura del Documento de la Comisión Pastoral de la Sagrada Congregación para la Evangelización de los Pueblos, 1975: "Papel de la Mujer en la Evangelización".




Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.







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