58. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - Jesús perdona a la mujer pecadora


 

 P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


II MINISTERIO DE JESÚS EN GALILEA

(Mayo 28 - Mayo 29)


C. ULTERIOR PREDICACIÓN Y MILAGROS DE JESÚS

58.- JESÚS PERDONA A LA MUJER PECADORA

TEXTO

Lucas 7, 36-50

Un fariseo le rogó que comiera con él; y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien, al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de alabas­tro con perfumes, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con perfume.

Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora". Jesús le respondió: "Simón, tengo algo que decirte". El dijo: "Di, Maestro". "Un acreedor tenía dos deudores; uno debía quinien­tos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?". Respondió, Simón: "Supongo que aquel a quien perdonó más".

El le dijo: "Has juzgado bien"; y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Al entrar en tu casa no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de be­sarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos peca­dos, porque muestra mucho amor.

A quien poco se le perdona, poco amor muestra. Y le dijo a ella: "Tus pe­cados quedan perdonados". Los comensales empezaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz".


INTRODUCCIÓN

No conocemos el lugar donde ocurrió esta escena. Pudo ser en cualquier ciudad por donde pasaba Jesús en su predicación, o pudo ser la misma Cafarnaúm, adonde siempre volvía el Señor después de sus expediciones apostólicas.

Tampoco conocemos las razones de la invitación del fariseo a Jesús para que fuera a su casa a comer con él. Quizá, la fama de Jesús que se iba ex­tendiendo por todas partes, motivaron esta invitación.

Querría Simón, el fariseo, conocer de cerca a Jesús. Pero no parece que fuese con una actitud de gran aprecio, sino más bien de curiosidad. Y de­cimos esto, porque en el relato aparece que no tuvo con Jesús ninguna de las ordinarias deferencias que se tenían con huéspedes ilustres: darle el beso de paz, ofrecerle agua para lavarse los pies, ungirle con perfumes. Y le vemos que, en su interior, ya empieza a negar que Jesús sea un "profe­ta", como lo creía el pueblo, al ver que dejaba tocarse por una pecadora.

Sí conocemos que no estaba él solo con su familia en la comida que ofreció al Señor. Pues se nos habla de otros "comensales", que probablemente se­rían también fariseos y escribas. La curiosidad, y, quizá, la mala voluntad de querer sorprender al Señor en algo incorrecto, los unió en aquella comida.

La escena se comprende muy bien, si conocemos algunas de las costum­bres judías con ocasión de estos banquetes. Las puertas de las casas que­daban abiertas, los comensales se sentaban recostados sobre divanes, con los pies hacia fuera. Por esta razón, le resultó fácil a la mujer pecadora en­trar en la casa de Simón el fariseo y echarse a los pies de Jesús.


MEDITACIÓN

1) Actitud de la mujer pecadora

Algo muy profundo había transformado el corazón de aquella mujer, que era conocida en la ciudad como "pecadora pública", mujer conocida por su vida inmoral, mujer "de la calle", como se dice ordinariamente.

El Evangelio no nos señala ese algo que transformó el corazón de esa mu­jer; pero por su actitud y por las palabras que le dirigirá Jesús, sabemos con certeza que ese algo fue su fe y amor a Cristo. Le habría oído predicar en su misma ciudad, habría visto su atención a los enfermos y a los po­bres, y habría contemplado con admiración su trato con los pecadores y su infinita bondad en perdonarles. Ese conocimiento de Cristo la llevó a creer en él, la hizo reflexionar sobre su vida, y vislumbró un rayo de esperanza, la esperanza de poder ser perdonada de sus pecados. La fe en Cristo se fue transformando en amor sincero hacia su persona, amor a Cristo como a Redentor y Salvador de su alma, que estaba perdida. Y toma la decisión de acercarse a El en la primera oportunidad que pudiese presentársele. Y esa oportunidad le vino con el banquete que el fariseo ofreció a Jesús.

La decisión de acudir a Jesús cuando está en casa del fariseo, fue una decisión muy valiente. Sabía con certeza las críticas y burlas que harían de ella, y podrían incluso intentar arrojarla afuera; y así hubiera sucedido, si Cristo no la hubiese acogido desde el primer momento. Pero ella afronta todos los desprecios dé que pueda ser objeto. Ella está cierta de que Jesús la acogerá. Profundiza en su arrepentimiento, y con una actitud de gran humildad, de sincera fe, y de gran amor hacia Cristo, irrumpe en la casa de Simón, y directamente se dirige adonde está Jesús y se echa a sus pies. Y a través de sus muchas lágrimas sobre los pies de Jesús, que los unge tam­bién con perfumes, muestra ese profundo arrepentimiento y esa fe, con­fianza y amor hacia el Señor. No le importa cómo la estén mirando los de­más, lo que hablen acerca de ella, que la desprecien e incluso maldigan como a gran pecadora; ella se siente feliz a los pies del Señor que no la ha rechazado, sino que da muestras de acogerla con máxima benevolencia. Está segura de su perdón y está convencida que pronto oirá esas palabras de misericordia por parte del Señor. Cada vez va sintiendo más su arre­pentimiento y experimenta que su fe y amor crecen más y más. No duda de que Cristo es su Salvador y Redentor.

Pero antes de que Cristo le diga con sus palabras divinas que está perdo­nada, quiere dar una lección a Simón y demás comensales sobre lo que es el verdadero amor y la verdadera misericordia, y lo que es el orgullo de no sentirse pecador.

2) Actitud de Simón, el fariseo

Los fariseos se consideraban "los puros" y no se permitían el trato con los pecadores, a quienes trataban con total desprecio. Tenían el corazón cerra­do a sus propios pecados y los ojos bien abiertos para ver y juzgar de los pecados de los demás. El Señor dirá de ellos que carecen de "misericor­dia" (Mt 23,23).

Comprendemos, entonces, por qué Simón el fariseo se escandaliza de la actitud de Jesús, que no solamente no rechaza a la mujer pecadora, sino que da señales de acogerla con benevolencia. Tampoco puede comprender el fariseo que haya podido haber un cambio en la vida de esa mujer y que esté plenamente arrepentida en su corazón de todos sus pecados. Actitud inmisericorde hacia la mujer pecadora y actitud de escándalo ante la acti­tud de Jesús. Y en seguida saca ya su conclusión definitiva. Cristo no pue­de ser verdadero profeta, pues conocería que esa mujer era una pecadora pública y la hubiese arrojado de su lado.

Aquí tenemos una de las razones principales por qué los fariseos no pudie­ron reconocer al Mesías. Un corazón soberbio, pagado de sí mismo, y al mismo tiempo un corazón de desprecio hacia los demás, con total carencia de bondad y misericordia para con los pecadores, es un corazón cerrado a las gracias de Dios, al don de la verdadera fe, y a la posibilidad de recibir el perdón de Dios. Esta será la enseñanza que Cristo nos dará en la famosa parábola del fariseo y el publicano, cuando ambos suben al templo a orar. (Cfr. Le. 18,9-14)

Jesús, en aquellos momentos, era el huésped de Simón; y éste no se atreve a reprenderle públicamente. Todas esas críticas y pensamientos negativos de Simón, quedan en su corazón, sin manifestarse al exterior. Quizá hubo miradas de asombro, compartidas con los otros fariseos y escribas que es­taban también a su mesa. Pero Jesús, como tantas veces se nos dice en los Evangelios, conoció perfectamente lo que había en el corazón de Simón, y le va a responder con una parábola que pondrá de manifiesto su mezquindad y la grandeza del amor de la mujer pecadora.

3) Parábola de los dos deudores

La parábola es fácil de comprender: a quien se le perdona más deuda, que­da más agradecido y brota en él un mayor amor a su bienhechor. Pero si se entiende "deuda" exclusivamente como pecado, la parábola se prestaría a una interpretación equivocada. Parecería que para poder amar era necesa­rio haber cometido pecados; y cuánto mayores y más numerosos fueran esos pecados, con mayor gratitud se recibiría el perdón de Dios y, consiguientemente, crecería el amor hacia El.

Pero de ninguna manera este es el sentido de la parábola. Esta explicación llevaría al absurdo de pensar que María Santísima amó poco al Señor, pues no hubo pecado en toda su vida y, por lo tanto, nada se le había per­donado; y en alguna manera parecida, se podría hablar de muchos santos que mantuvieron su vida de gracia durante toda su existencia.

El sentido de la parábola es distinto: El Señor habla de "deudores"; está ha­blando de deudas contraídas con Dios. Y entonces, sí es completamente cierto lo que el Señor enseña en la parábola: El que se sienta más deudor con el Señor, se sentirá más agradecido y tendrá más motivos para amarle más. Cada beneficio de Dios es una deuda de amor que contraemos con El. No sólo el perdón de los pecados es un beneficio de Dios, sino es todavía mayor beneficio preservar un alma de caer en pecado, y derramar sobre esa alma toda clase de gracias y bendiciones para su santificación. Y en este sentido, tenemos que decir que María Santísima fue la más deudora del amor de Dios. Desde el primer instante de su concepción fue "la llena de gracia", y desde entonces fue receptáculo de todas las gracias y dones de Dios. Nadie como ella sintió la deuda de amor y gratitud contraída con Dios, y por eso, nadie amó más que ella. Y de una manera no igual, pero sí proporcionada, podemos decir lo mismo de todos aquellos santos, que por una especial gracia de Dios mantuvieron su alma limpia de todo pecado grave; porque pecados veniales, sólo la Virgen los evitó durante toda su vida.

La palabra "deuda" encierra, por supuesto, también el pecado. Y el per­dón de los pecados es ciertamente una gran deuda contraída con Dios, y debe suscitar en todos los pecadores una inmensa gratitud, y amor a Dios, sobre todo, conociendo que ese perdón costó al Hijo de Dios entregar su vida en la cruz. La mujer pecadora fue una de esas personas que sintió profundamente el agradecimiento por el perdón de sus pecados, y trans­formó ese agradecimiento en un amor sin límites al Señor. Es lo que el Se­ñor nos va a decir al aplicar la parábola a la mujer pecadora.

4) Jesús perdona a la mujer pecadora

Jesús, antes de dirigirse directamente a la mujer pecadora, se dirige a Simón y hace una alabanza de esa mujer:

"¿Ves a esa mujer? Al entrar en tu casa no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró no ha dejado de besar­me los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso, te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque muestra mucho amor. A quién poco se le perdona, poco amor muestra".

Jesús compara la actitud del fariseo con la actitud de la mujer pecadora. El fariseo no ha mostrado para con él ninguna señal de deferencia ni de apre­cio, al no hacer con él todo lo que era costumbre de ofrecer a un huésped. Ella, la mujer pecadora, con sus lágrimas, su actitud de humildad de arro­jarse a los pies de Jesús, su unción con óleo perfumado, ha manifestado lo que había en su corazón: un gran amor hacia la persona de Cristo y, sin duda alguna, sus lágrimas eran manifestación de su arrepentimiento y una súplica implícita de petición de perdón. Se siente gran pecadora, siente la bondad del Señor misericordioso, y su amor se desborda ante la deuda tan grande que le va a condonar el Señor.

Y Jesús con estas palabras dirigidas a Simón, le está diciendo que él no puede amar, porque no se siente pecador, no siente sobre él la misericordia de Dios; y lo bueno que haya podido hacer en su vida se lo atribuye a él mismo, no a la gracia de Dios. No se siente deudor de nada; no puede amar. Jesús se dirige ahora a la mujer y le dice de palabra lo que ya le ha hecho sentir en lo profundo de su corazón: "Tus pecados quedan perdonados". Qué alegría tan inmensa sentiría esa mujer; nacía de nuevo a una vida de fe y amor al Señor. Todo lo pasado quedaba borrado a los ojos de Dios. "Dichoso el que es perdonado de su culpa", nos dice el salmo 32. Esa era la dicha que sentía esa mujer a los pies de Jesús y oyendo de sus labios el perdón a toda su vida de pecado. Jesús añade: "Tu fe te ha salvado, vete en paz". Fe y amor y paz que acompañarán ya a esa mujer para siempre. La paz interior del alma será siempre fruto de reconciliación con Dios.

El evangelista nos señala también la nota discordante de los fariseos. Nada les dice la bondad y la misericordia del Señor. Nada han aprendido con la parábola que acaban de oír de sus labios. Lo único que harán será volverse a escandalizar de que un hombre pueda perdonar los pecados. Dichosa la mujer pecadora, infelices aquellos fariseos que nunca llegaron a conocer a Cristo, y nunca conocieron lo que es la verdadera fe, la misericordia, el agradecimiento y el amor. Por eso, rechazaron definitivamente al Mesías que encarnaba la bondad, la misericordia y el amor de su Padre Dios.



Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.







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