13. Meditaciones: Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - El encuentro con Nicodemo, reflexiones del Evangelista


P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, jesuita

Introducción

Breves indicaciones para hacer con fruto las meditaciones

Acto de fe, esperanza y amor a Jesucristo


I.- LOS COMIENZOS DE LA VIDA PÚBLICA DE JESÚS

(Fines del Año 27 - Principios del Año 28)


B.- PRIMERA PASCUA:

(Abril Año 28)


13.- ENCUENTRO CON NICODEMO REFLEXIONES DEL EVANGELISTA

TEXTO

Juan 3,16-21

Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna.

Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El. El que cree en El, no es condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo de Dios. Y la condenación está en que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal, aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censura­das sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de ma­nifiesto que sus obras están hechas según Dios.


INTRODUCCIÓN

Como explicamos en la introducción a la meditación anterior, se considera este texto, no como palabras pronunciadas directamente por Jesucristo en diálogo con Nicodemo, sino palabras de reflexión teológica, pronunciadas por el Evangelista, iluminado e inspirado por el Espíritu Santo. Es uno de los pa­sajes que mejor compendia todo el plan de Dios sobre la Redención de los hombres, que encierra la providencia divina llena de amor y ternura, y es una síntesis de todo el mensaje cristiano.


MEDITACIÓN

1) Revelación del amor del Padre y del Hijo.

Es tan sublime el amor que se nos describe del Padre, que resulta difícil de entender al hombre. El hombre miserable, alejado de Dios por su pecado vo­luntario, en continua ofensa a su Divina Majestad, en desprecio de sus man­damientos y en rebeldía continua a su santísima voluntad, debería provocar necesariamente la cólera, la justicia y el castigo de Dios; y sin embargo, lo que se nos revela es la infinita compasión de Dios que le lleva a mirar al hombre con un profundísimo amor, que le lleva al extremo de enviar a su hijo Unigénito al mundo para salvar, redimir a todos los hombres. Y ese envío del Hijo supone su sacrificio cruento en la cruz. En su infinito amor, el Padre acepta el sacrificio de su Hijo para liberar al hombre del castigo y de la con­denación eterna que merecía.

El misterio más profundo de la divinidad es el amor de Dios al hombre. Y desgraciadamente, es misterio bien desconocido y despreciado por la mayo­ría de los hombres. Solamente esta verdad del amor de Dios que quería sal­varnos, debía llenarnos de infinito agradecimiento, y al mismo tiempo de infi­nita felicidad y confianza de nuestra salvación.

Y con la misión que corresponde a tal amor del Padre, viene Cristo al mun­do. No viene como vengador de la gloria divina ultrajada, ni como juez rigu­roso de los pecados para castigarlos, sino viene como Redentor que llegará a las mayores profundidades del amor de sacrificio para salvar a todos los hombres. Tras el amor del Padre, el amor del Verbo Encarnado, que según los designios de su Padre, viene a la tierra para derrochar misericordia infini­ta, para tratar con los pecadores, para traerles la luz y la esperanza del per­dón y después el premio de la vida eterna.

Lo que más falta al cristiano de hoy es tener la experiencia, la fe convencida del amor que Dios le tiene. Quien experimenta el amor de Cristo, y a través de Cristo, el amor del Padre, vive la paz y la felicidad de los hijos de Dios; y ese amor de Dios se convierte en el estímulo y motivo de toda su vida cris­tiana. Y aún en medio de las mayores tribulaciones o tinieblas por las que pueda pasar el alma, la experiencia de ese amor del Señor le mantendrá en una paz imperturbable y en una confianza sin medida en la infinita misericor­dia del Señor.

San Juan, como queriendo dar una definición del cristiano, dice:

"Nosotros, los que hemos conocido (experimentado) el amor que Dios nos tiene. Dios es amor." (1 Jn 4,16). Bienaventurados los que se sienten ama­dos del Señor. Y es gracia que el Señor la quiere conceder a todos.


2) El Juicio definitivo

El amor no se impone. No coacciona. El amor que se brinda a una persona puede aceptarse y rechazarse. Es el misterio de la libertad humana. Ni Dios en su omnipotencia quiere forzar a nadie a que acepte su amor. Se lo ofrece. Le da unas pruebas inequívocas de la sinceridad y verdad de su amor; pero, si el hombre se empeña en rechazar ese amor, podrá hacerlo. Las conse­cuencias, ciertamente serán trágicas.

Esto es lo que nos quiere explicar el Evangelista en la segunda parte de su enseñanza.

Desde las alturas del amor divino, desciende el Evangelista al abismo miste­rioso del corazón humano, para buscar en él la razón de los juicios divinos. Lo que nos quiere enseñar San Juan es que solamente depende de nosotros el juicio definitivo con que se nos ha de juzgar. Dando al verbo "juzgar" el significado de condenar, escribe:

"Quien cree, no es juzgado; pero quien no cree, ya está juzgado, por­que no ha creído en el nombré del Unigénito Hijo de Dios".

En la incredulidad del hombre culpable, es decir, en el rechazo culpable del amor de Dios, está la raíz de la condenación; y al contrario, en la fe en el Hijo de Dios enviado del Padre, en la aceptación del amor de Dios, fe y aceptación manifestada en las obras, está la salvación. El juicio empieza aquí en esta vida presente.

Juan, volviendo a su teología del Prólogo de su Evangelio, repite las mismas ideas bajo la imagen de la luz y las tinieblas:

"La luz vino al mundo, y amaron los hombres más las tinieblas que la luz, porque eran malas las obras de ellos."

La Luz es Cristo encarnado, plenitud de la revelación del amor del Padre, y El mismo, plenitud de amor a los hombres. Y esa luz ilumina a todos los hombres para que entren por el camino de la fe, y esa fe les conduzca a las buenas obras. Pero desgraciadamente, la gran tragedia de la humanidad, desde el mismo momento de la Encarnación del Hijo, hasta el momento pre­sente, es que los hombres han preferido y prefieren las obras de las tinieblas.

Pero al final de los tiempos, en el Juicio final, sólo brillará el infinito amor de Cristo hecho luz incandescente, fuente de bendición y salvación para los que le hayan recibido y aceptado; sentencia de condenación para aquellos que culpablemente hayan rechazado el infinito amor de Dios. Sólo el hombre será responsable de su propia condenación.

La mayor gracia que podemos pedir es la de permanecer en la fe y en el amor del Señor hasta la hora de nuestra muerte y además en esa gracia ten­dremos nuestra paz interior y felicidad.



Examen de la oración


Referencia: Meditaciones Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo - P. Fernando Basabe Manso de Zúñiga, SJ.


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Siéntete en libertad de compartir en los comentarios el fruto o la gracia que el Señor te ha regalado en esta meditación.

 







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