LA CUARESMA
Continuación
3° DOMINGO DE CUARESMA
Las lecturas del tercer domingo de Cuaresma en este ciclo A se centran en los catecúmenos, que se preparan al bautismo. El catecúmeno de la Iglesia en este tiempo aparece como una persona sedienta, pero sedienta de Dios. Ahora la Iglesia con su liturgia quiere mostrar a ese sediento, en dónde puede hallar la fuente de aguas claras. La antífona de la comunión resume así todo él mensaje:
“El que beba el agua que yo le daré —dice el Señor—, no tendrá más sed; el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua, que salta hasta la vida eterna”.
La primera lectura nos recuerda el mandato de Yavé dado a Moisés de golpear una roca en ni Horeb:
“Golpearás la peña y saldrá de ella agua, para que beba el pueblo” (Ex. 17,6).
La liturgia de este domingo nos hace ver esa piedra misteriosa del Horeb como una figura do Cristo, cuyo costado, abierto por la lanza del soldado, manó agua y sangre. Esa agua misteriosa brotada del costado abierto del Señor desde antiguo fue vista como el símbolo del Espíritu que los fieles reciben en el bautismo (Jn. 7, 37-39).
El evangelio, tomado de San Juan, va a con firmar esta enseñanza: Cristo frente a la Samaritana, Cristo frente a una persona dominada por la pasión y por el pecado es una imagen preciosa del Señor frente a los catecúmenos, que lo piden:
“Señor, dame esa agua, así no tendrá más sed” (Jn. 4,15).
La tipología bautismal de este evangelio so revela en muchos puntos. El agua será instrumento de salvación, fuente de vida, manantial de donde renace el catecúmeno como saliendo del sepulcro con Cristo, para vivir una vida nueva. Porque el bautismo no es un término, es el comienzo de una lucha espiritual hasta que se manifieste Cristo, el Señor.
Es preciso recoger los grandes temas que pone de relieve esta lectura evangélica, puon ellos nos muestran una vez más cómo la liturgia utiliza la Escritura. En una lectura exegética tul vez sea difícil ver en este pasaje evangélico un anuncio sacramental propiamente dicho, pero la liturgia de este tercer domingo de Cuaresma, siguiendo a los Padres, lo interpreta en clave sacramental.
Recordemos ahora el diálogo de Jesús con la samaritana; advertiremos en seguida que los dos personajes hablan del agua con dos significados distintos; para la samaritana el agua es la del pozo, para Jesús el agua del pozo es un signo de tina realidad religiosa. Por eso la Iglesia ve en esa agua anunciada por el Señor el agua de su bautismo, que introduce a los hombres en la muerte y en la vida de Jesús por el poder incontenible del Espíritu.
Con la segunda lectura llegamos a las profundidades más hondas del agua anunciada por la primera lectura y por la lectura evangélica. En esta segunda lectura se nos dice:
“La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom. 5,5).
En este domingo la Iglesia anuncia a los catecúmenos, en medio del rito sagrado, el simbolismo del agua bautismal; el agua del bautismo es signo del don del amor de Dios a los hombres por Cristo en el Espíritu Santo.
El Prefacio de la misa nos presenta a Cristo, nuestro Señor, sediento de la fe de la samaritana, “para encender en ella el fuego del amor divino”.
4° DOMINGO DE CUARESMA
La liturgia de la Palabra del cuarto domingo de la Cuaresma descubre ante los catecúmenos el efecto más precioso del rito bautismal, cual es “dar luz”; de tal manera que en la primitiva iglesia al bautismo era llamado “iluminación”, y los recién bautizados recibían el nombre de los “iluminados”.
El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús dando la luz a los ojos de un ciego de nacimiento mediante el agua de la piscina llamada del “Enviado”.
El texto evangélico de este domingo está lleno de enseñanzas religiosas sumamente profundas:
Por sí mismo el hombre en el campo religioso no puede nada, todos somos ciegos de nacimiento. Sólo Jesús es luz, y sólo él puede ¡luminar a los que se sienten ciegos, porque es el Enviado del Padre. Jesús dice a todos los catecúmenos:
“Vete, lávate en la piscina de Siloé”. (Jn. 9,7)
Si los catecúmenos van a la piscina del “Enviado” sentirán en sus almas los efectos que experimentó el ciego en su cuerpo:
“Él fue, se lavó y volvió con vista” (Jn. 9,7)
San Ambrosio, al comentar este pasaje evangélico, nos descubre la visión religiosa que de él tiene la liturgia de este domingo:
‘‘Por lo tanto, cuando tú te hiciste inscribir, él (Jesús) tomó barro y te lo extendió sobre los ojos. ¿Qué significa esto? Que tú tenías que reconocer tu pecado, que examinar tu conciencia, que hacer penitencia por tus faltas, es decir, reconocer la suerte de la raza humana. Porque aunque el que viene al bautismo no confiese pecados, sin embargo por ese mismo hecho hace confesión de todos sus pecados; porque pide el bautismo para ser justificado, es decir, para pasar de la falta a la gracia. No penséis que esto es inútil. Hay quienes —sé por lo menos de uno— que, cuando yo le dije: “A tu edad tienes mayor obligación de hacerte bautizar”, contestó ‘‘Hacerme bautizar ¿por qué? Yo no tengo pecados. ¿He cometido un pecado?”. Este no tenía barro, porque Cristo no se lo había extendido sobre sus ojos, es decir, no se los había abierto. Porque nadie está sin pecado. Por tanto, se reconoce hombre aquél que busca refugio en el bautismo de Cristo. Y así te ha puesto barro también a ti, es decir, temor respetuoso, prudencia, conciencia de tu debilidad, y te ha dicho: Vete a Siloé, que se traduce por Enviado. Es decir: ‘‘Vete a la fuente donde se predica la Cruz del Señor, a esa fuente en la que Cristo rescató los errores de todos”. Tú has ido a ella, tú te has lavado, tú has venido al altar, tú has empezado a ver lo que antes no veías, es decir, que por la fuente y la predicación de la pasión del Señor, tus ojos se han abierto. Tú, que parecías ciego, te has puesto a ver la luz de los Sacramentos” (Sobre los Sacramentos, III, 12-15)
¿Qué es esta luz de los Sacramentos de la Iglesia, sino la experiencia religiosa de que Jesús el Crucificado vive Resucitado para dar la salvación? Por ello san Pablo anima a los catecúmenos recordando un himno antiguo:
“Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Efes, 5,14).
Esta iluminación, dice el mismo Apóstol, hará que los fieles y los catecúmenos caminen en la vida como “hijos de la luz", pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz.
La misa de este domingo termina con esta humilde súplica:
“Señor Dios, luz que alumbras a todo hombre que viene a este mundo, ilumina nuestro espíritu con la claridad de tu gracia, para que nuestros pensamientos sean dignos de ti…”
5° DOMINGO DE CUARESMA
El quinto domingo de la Cuaresma vuelve a poner a la meditación de los fieles otra tipología bautismal con el evangelio de la resurrección de Lázaro. La resurrección de Lázaro es figura de la resurrección de Jesús y de la de los creyentes, de forma espiritual en el bautismo y de forma corporal también al final de los tiempos.
Nos encontrarnos ante un signo religioso consignado por Juan en su evangelio para provocar la fe y para responder a Jesús desde la fe (Jn. 11, 11-26).
El domingo pasado la liturgia nos recordaba a Cristo, que por el bautismo es luz del mundo; en este domingo esta misma liturgia nos presenta a Jesús, que por el bautismo es también resurrección y vida del mundo.
La Iglesia de hoy se conmueve con Cristo ante el cadáver de Lázaro, símbolo del pecador, alejado de Dios y por consiguiente corrompido en su vida religiosa y ética.
La presencia de Jesús en el corazón humano por la fe impide la muerte. Cosa que Juan afirma al poner en la boca de las dos hermanas de Lázaro la misma certeza: “Señor, si hubieras estado aquí mi hermano no hubiera muerto” (Jn. 11, 21. 32).
La Iglesia cree en Jesús, por eso año tras año, generación tras generación, ella ve la “gloria de Dios” (Jn. 11,40).
‘‘La gloria de Dios es el hombre viviente", es decir, el hombre que experimenta en sí las palabras de Jesús:
“Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás” (Jn. 11, 25-26)
La Iglesia tiene el gozo de ver renacer cada año en este tiempo a los catecúmenos por el agua del bautismo y resucitar a los fieles pecadores por el sacramento de la penitencia. Ella exulta de alegría porque el Espíritu Santo, brotado del Costado abierto del Señor como un torrente de aguas puras; sigue regando los corazones humanos y haciendo surgir vidas dirigidas por la fe, la esperanza y el amor.
La segunda lectura de este domingo viene a subrayar esta alegría nacida de la contemplación y nos afirma que la presencia del Espíritu en los fieles hace vivir sus espíritus por la justicia y les da esperanza de que sus cuerpos mortales serán vivificados un día (Rom. 8, 8-11).
La primera, lectura tomada de Ezequiel (37, 12-14), es una profecía de la realidad religiosa inaugurada por Jesús:
“Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir dé vuestros sepulcros”.
Este texto es el mejor comentario de toda la liturgia de este domingo quinto de Cuaresma: Bautizados, tenemos el Espíritu de Jesús en nosotros y estamos destinados a la resurrección y a una vida misteriosamente presente ya en este mundo, que aparecerá en toda su vitalidad en el día de la resurrección final de los muertos.
Expuestos los grandes temas bíblico-litúrgicos del leccionario dominical A de la Cuaresma, tal voz resulte útil recordar también, al menos, las grandes líneas de fuerza del leccionario ferial de este tiempo litúrgico.
Estas grandes líneas son tres: La conversión y la oración interior, el perdón condicionado por nuestro perdón, la renovación y el don de la vida mediante la pasión de Cristo.
La conversión y el culto interior aparecen ya en las lecturas del Miércoles de Ceniza. A lo largo de los días cuaresmales oímos la exhortación a desgarrar el corazón y no las vestiduras, a cesar de hacer el mal, a purificarnos de nuestros pecados, a reencontrar el juicio de los verdaderos valores. Esta conversión supone la escucha de la Palabra de Dios. Esto requiere una gran interioridad, para aprovechar el tiempo favorable, para estar siempre atentos a la voluntad de Dios, para elegir sus caminos misteriosos, para aceptar perder la vida y así ganarla. Así, pues, la conversión que se nos pide en la Cuaresma es una vuelta de lo más secreto y hondo de nuestra personalidad al amor y a los mandatos de Dios, que nos ama y nos exige por amor.
Íntimamente ligado a la actitud de conversión está el perdón de Dios, pero que está condicionado por el perdón que nosotros concedemos a los demás. Es interesante consultar las lecturas de estos días y constatar la insistencia en ese perdón que debemos conceder al prójimo. Más aún, la conversión está ligada necesariamente a las relaciones caritativas de todas clases con el prójimo. El amor al prójimo consiste primeramente en ser justos con él, y seremos justos si vemos en el prójimo la presencia amante del Señor, que nos pide amor para El pasando por el prójimo.
La conversión interior y el sentido cristiano del prójimo son las actitudes que conducen a la vida y a la renovación. En la Cuaresma el misterio de Jesús, que se entregó para dar vida, se hace presente de un modo más prestigioso a los ojos de los fieles. Las lecturas de muchos de estos días nos recuerdan cómo los judíos rechazaban al Hijo enviado y cómo preparan un complot para llevarlo a la muerte. Pero quienes le miran elevado en la Cruz con fe, encontrarán la vida, don precioso y renovación gratuita del Padre.
Lo dicho del leccionario dominical y del ferial nos puede dar una idea de la hondura religiosa y de la riqueza evangélica encerradas en ambos leccionarios cuaresmales.
Si de la celebración litúrgica pasamos a los ejercicios piadosos y a las prácticas personales de devoción propias del tiempo cuaresmal, debemos citar ante todo los ejercicios espirituales y retiros practicados por muchos fieles en este santo tiempo, la Via Sacra seguida con devoción todos los viernes de la Cuaresma por muchos católicos amantes de Cristo doliente, el quinario de la Pasión, las meditaciones sobre los dolores redentores del Señor predicadas en los templos... A todo lo dicho debemos añadir las celebraciones penitenciales comunitarias recomendadas por el Ritual de la Penitencia del Vaticano II para el tiempo cuaresmal (Apéndice II, 5-89).
Estas celebraciones penitenciales comunitarias pueden llegar a ser un medio muy útil en manos de los párrocos y demás pastores del Pueblo de Dios para formar la conciencia de los fieles teniendo en cuenta las orientaciones del Concilio Vaticano II:
“En cuanto a la catequesis, incúlquese a los fieles, junto con las consecuencias sociales del pecado, la naturaleza propia de la penitencia, que detesta el pecado en cuanto es ofensa de Dios; no se olvide tampoco la participación de la Iglesia en la acción penitencial y encarézcase la oración por los pecadores” (S.C. 109, b)
Sobre las prácticas personales de devoción propias del tiempo cuaresmal, hemos de recordar las tradicionales de la penitencia externa y de la mortificación interior, la de la oración retirada, y la de la limosna dada al necesitado por amor a Dios. Muy unida a la limosna está la práctica de visitar los viernes de Cuaresma a los enfermos, que recuerdan la imagen de Cristo en la Cruz.
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982
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