Cristología II - 32° Parte: Pentecostés



P. Ignacio Garro, S.J.
SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA



13. PENTECOSTÉS


Pentecostés, (del griego: Pentecostés = quincuagésimo), es el nombre de la fiesta judía llamada "Fiesta de las Semanas". Esta fiesta recibe también el nombre de "Fiesta de la cosecha", Ex 23, 16, es la fiesta de la siega del trigo y cebada, Ex 34, 22. Esta fiesta también es mencionada en Deut 16, 9-10, en donde se nos dice que esta fiesta de la cosecha debe celebrarse "siete semanas después" del comienzo de la recolección de la cebada (fiesta de los ázimos). Como todas las fiestas judías tenía un tono gozoso y aspecto de júbilo. La ceremonia consistía en ofrecer dos panes con levadura hechos con la nueva harina de trigo. El empleo del pan sin levadura realizado al principio de la recolección cincuenta días antes (fiesta de los ázimos), había señalado un nuevo punto de partida; ahora cuando las cosechas ya habían sido completamente recogidas, se volvía a las costumbres habituales.

Desde el punto de vista bíblico la fiesta de Pentecostés en su origen fue una fiesta agrícola, más tarde adquirió un profundo sentido religioso al quedar referida al Exodo. Según Ex 19, 1, los israelitas llegaron al Sinaí el tercer mes después de su partida de Egipto. Como ésta tuvo lugar a mediados del primer mes (Nisan), se consideró que las fiesta de las Semanas venía a coincidir con la fecha de la llegada del pueblo elegido al Sinaí, con lo que aumentó su importancia como conmemoración de la Alianza sinaítica.

Para los cristianos la fiesta de Pentecostés también está llena de simbolismos soteriológicos. En efecto, a los 50 días de haberse ofrecido Cristo al Padre como víctima propiciatoria en favor de los hombres (pascua cristiana), pasados estos 50 días, Cristo, muerto y resucitado, ascendido y sentado a la derecha del Padre y junto con el Padre nos envían el Espíritu Santo como Abogado y defensor de la Nueva Alianza.

Pentecostés es la efusión visible del Espíritu Santo sobre aquellos que Jesús había dejado en la tierra para que continuaran su obra de redención, los apóstoles, con María a la cabeza, y los discípulos. Con la venida del Espíritu Santo queda instaurada aquí en la tierra la Iglesia como continuadora de la obra de redención hasta el final de los tiempos.

Pentecostés es el resultado del drama redentor y al mismo tiempo la inauguración de la vida de la Iglesia. El desarrollo de la comunidad cristiana hasta el fin del mundo no será otra cosa que la continuación de ese Pentecostés; esta continuación será la obra del Espíritu Santo que, habiendo formado la Iglesia y suscitado su primera expansión, no cesa de extender su irradiación en el mundo.

Por el hecho de aquí limitemos nuestro estudio a la redención objetiva y no tratamos de presentar ni una teología de la Iglesia ni una teología de la gracia y de los sacramentos,  mencionaremos brevemente el acontecimiento mismo de Pentecostés, subrayando su relación con el sacrificio de la cruz y la glorificación de Cristo (Misterio Pascual), y enunciando su valor salvífico para la humanidad.


13.1. RELACIÓN DE RESURRECCIÓN Y PENTECOSTÉS

La vida nueva que Cristo ha recibido en su cuerpo en la Resurrección es la vida del Espíritu Santo. Recordemos la afirmación de S. Pablo: "Jesús ha sido constituido Hijo de Dios con (pleno) poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos", Rom 1, 4. Las palabras: "según el Espíritu de santidad", han sido entendidas de varias maneras, ya como referencia a la divinidad de Cristo, ya como designación del Espíritu Santo, ya como el elemento espiritual de la naturaleza humana de Jesús que ha recibido una nueva vida sobrenatural en la glorificación.

De todos modos, parece que la expresión implica una comunicación del Espíritu Santo a través de su glorificación. Es el Espíritu Santo el que, por así decirlo, ha suministrado la substancia de la que se hizo la Resurrección. Aún más significativas son otras declaraciones de S. Pablo sobre el mismo objeto: "fue hecho el primer hombre alma viviente. El último, espíritu que da vida",  l Cor 15, 45.  Aquí se subraya la distinción entre alma y espíritu. El alma es espiritual, lo es por naturaleza, y el primer hombre tenía en sí mismo ese elemento espiritual. Pero por "espíritu vivificante", S. Pablo entiende un elemento espiritual de orden superior; no la espiritualidad a nivel del alma humana, sino la espiritualidad a nivel del Espíritu Santo, espiritualidad comunicada ya al hombre escatológico que es Cristo en orden a vivificar a toda la humanidad. En el mismo sentido, S. Pablo afirma: "El Señor es Espíritu", 2 Cor 3, 17.

Con esto no pretende S. Pablo identificar la persona de Cristo y la persona del Espíritu Santo, sino que quiere decir que desde el punto de vista de la condición, Cristo posee en sí mismo la riqueza y energía del Espíritu Santo. El Señor esta "espiritualizado" en su naturaleza humana; todo el Espíritu, como todo el pleroma divino, se ha concentrado en esa naturaleza humana con el fin de difundirse.

La expresión: "espíritu vivificante", indica que Cristo resucitado comunica su nueva vida en calidad de espíritu. Es vivificante por el Espíritu Santo del que él mismo está penetrado. La efusión de vida será una efusión de Espíritu Santo; Pentecostés es, por lo tanto, complementario de la Resurrección, la culminación hacia la cual tendía la Resurrección, ya que la nueva vida no se le ha otorgado a Cristo sino en orden a una efusión de la misma humanidad para su salvación Se da una continuidad de acción del Espíritu Santo en la Resurrección y en Pentecostés.

La Resurrección tiene por primer autor al Padre, pero el Padre ha resucitado a su Hijo por medio del Espíritu Santo, y desde entonces el Padre nos da la vida de Cristo resucitado por medio del Espíritu Santo: "Si el Espíritu de Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros". Rom 8, 11.

Una consecuencia importante será que la Eucaristía, nutriéndonos con el cuerpo de Cristo y dándonos a beber su sangre, nos dará también como alimento y bebida del Espíritu Santo, pues se trata de un "alimento espiritual" y de "una bebida espiritual", 1 Cor 10, 3-4. El cuerpo glorioso de Cristo nos alimenta a través del Espíritu del que él mismo está henchido.

Otra consecuencia, todavía más general, será la equivalencia entre la vida de Cristo y la vida en el Espíritu Santo; entre la justificación o santificación en Cristo y la justificación o santificación en el Espíritu Santo; S. Pablo emplea ambas expresiones como sinónimas. La adhesión a Cristo es unidad de espíritu con El. 1 Cor 6, 17.


13.2. ASCENSIÓN Y PENTECOSTÉS

Entre la Ascensión y Pentecostés el nexo es todavía más estrecho. Se trata, en efecto, de lo que podríamos llamar dos facetas de un mismo acontecimiento fundamental. La Ascensión es una partida, la partida definitiva de Cristo. Ahora bien, Cristo se va corporalmente a fin de venir espiritualmente: la venida de Cristo por medio del Espíritu Santo en Pentecostés es la contrapartida a la ocultación de su presencia corporal en la Ascensión. Hemos observado que esta venida del Hijo del hombre sobre las nubes había sido anunciada por los ángeles para explicar a los discípulos el sentido de la Ascensión. Hech 1, 11.

La Ascensión es también una elevación, la elevación celeste de Cristo que desde ahora está sentado a la derecha de Dios y recibe el poder absoluto sobre el Reino. Ahora bien, el poder atribuido a Cristo en el momento de la Ascensión no es sino el poder de dar el Espíritu Santo. Cuando S. Pablo afirma que Cristo ascendido al cielo "dio dones a los hombres", dones por los que en la Iglesia hay apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, doctores, no hay duda alguna que por tales dones entiende los carismas del Espíritu Santo.

El poder divino adquirido por Cristo ascendido al cielo es el poder de disponer del Espíritu Santo; por lo demás, debemos recordar la equivalencia establecida en el N T entre Espíritu y potencia de Dios. Disponer de la potencia divina es disponer del Espíritu Santo.

Hemos visto que el poder de Cristo ascendido al cielo era el poder de la Cabeza sobre el Cuerpo; ahora bien, Cristo da la vida al Cuerpo Místico por medio del Espíritu Santo, de tal manera que este ha sido llamado, por una tradición que refleja el eco fiel de la Escritura, alma del Cuerpo Místico.

La Ascensión no realiza, pues, su plena virtualidad sino en Pentecostés. Es la instauración de un Reino que no se establece sobre la tierra sino en el momento de Pentecostés, y Cristo no constituye el Cuerpo Místico, del que es la Cabeza, sino por medio de la efusión del Espíritu Santo sobre la comunidad de sus discípulos. En Pentecostés queda formalmente constituida la Iglesia.

Al preguntarle los discípulos cuando iba a establecer el Reino, Jesús les respondió que la tarea de la instauración del Reino les incumbía a ellos, con la energía divina que les llegaría de lo alto: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos..." Hech 1, 8. En la muerte de Cristo, la instauración del Reino de Dios se inaugura en el cielo por la Ascensión, pero en la tierra por medio de Pentecostés.


13.3. PENTECOSTÉS, FRUTO DEL SACRIFICIO

En el evangelio de S. Juan, la escena de la lanzada se narra en razón de su significado simbólico. El evangelista no explica ese significado, se limita a mostrar que él atribuye una gran importancia al símbolo, ya que atestigua solemnemente la veracidad del testimonio. Ahora bien, en la sangre y en el agua que fluyen del costado traspasado de Cristo, Jn 19, 34, se debe reconocer la imagen de la efusión del Espíritu Santo que deriva del sacrificio. Si la alusión al bautismo y a la eucaristía es probable, es aún mas cierto que el agua simboliza la gracia, la comunicación del Espíritu.

El diálogo con la samaritana, Jn 4, 4 y sobre todo la declaración del Maestro con ocasión de la fiesta de los Tabernáculos lo indican suficientemente. A propósito de esta última declaración: "de su seno brotarán ríos de agua viva", el evangelista añade su interpretación: Jesús "lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en El", Jn 7, 39.

Del cuerpo del Mesías debía salir abundante efusión del Espíritu Santo. Sin embargo ese cuerpo debía antes ser glorificado: "porque aun no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado". El episodio de la lanzada demuestra simbólicamente que la efusión del Espíritu Santo se obtiene con el sacrificio. En el momento en que, simbólicamente el sacrificio se consuma, el agua empieza a fluir. El cuerpo santificado de Cristo que, a los ojos de S. Juan, lleva en sí su glorificación, comienza a difundir simbólicamente el Espíritu Santo.

En la Tradición, el nexo entre el sacrificio y Pentecostés ha sido expresado también a propósito de una idea de la epístola a los Hebreos: la sangre e Cristo es "una sangre de aspersión que habla mejor que la de Abel", Hebr 12, 24.

Algunos comentaristas han interpretado en el sentido del don del Espíritu y han afirmado en consecuencia un don del Espíritu Santo resultante del sacrificio de Cristo. La sangre que habla es el Espíritu que se difunde en virtud del sacrificio.

Se puede concluir que todo el fruto del sacrificio redentor ha sido recogido en Pentecostés. Mereciendo su glorificación Cristo ha merecido a los hombres la efusión del Espíritu Santo, efusión por la que ellos reciben la salvación, la remisión de los pecados, y la santificación, todos los dones espirituales. Pentecostés es la fecundidad del sacrificio; si los discípulos quedaron "todos llenos del Espíritu Santo", Hech 2, 4, esa plenitud del don deriva de la plenitud del sacrificio ofrecido por Cristo al Padre, y manifiesta la plenitud de su glorificación.


13.4. VALOR SOTERIOLÓGICO DE PENTECOSTÉS. PENTECOSTÉS, CONSUMACIÓN DE LA ALIANZA

En la época inmediatamente anterior a Cristo, la fiesta de las Semanas o Pentecostés, no estaba sino relación con la alianza del Sinaí. En efecto, el libro de Jubileos considera esa fiesta como destinada a celebrar cada año la renovación de la alianza. Según los Jubileos, Dios había pedido a Moisés esa renovación, mediante la aspersión de sangre que se hacía sobre el pueblo; era una renovación, porque la Alianza del Sinaí perpetuaba las alianzas anteriores estipuladas con Noé y con los patriarcas. Sin embargo, el nexo entre Pentecostés y la Alianza, es todavía mas profundo. En el A T  la alianza definitiva había sido anunciada como presencia del Espíritu de Dios en el pueblo.

Si el libro de Isaías profetiza que el espíritu de Yahvé reposará sobre el Mesías, Is 11, 1; 61, 1, contiene igualmente un oráculo que extiende a Israel esa presencia del espíritu de Yahvé: "en cuanto a mí, esta es la alianza con ellos, dice Yahvé. Mi espíritu que ha venido sobre ti y mis palabras que he puesto en tus labios no caerán de tu boca ni de la boca de tu descendencia, dice Yahvé, desde ahora y para siempre", Is 59, 21.

El oráculo de Ezequiel es todavía mas preciso, pues indica aun más en que sentido la nueva alianza comportará la presencia del Espíritu. En efecto, el gran problema planteado por la alianza es el de la fidelidad del pueblo; en la nueva alianza, la fidelidad en cumplir todas las obligaciones de la alianza y la auténtica pertenencia del pueblo a Dios tendrán su garantía en el don definitivo del Espíritu de Dios: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas. Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios", Ez 36, 26-29.

Así, pues, la liberación del pecado, la purificación son el resultado de esa infusión de un "espíritu nuevo", espíritu de Dios comunicado a los hombres. Ese espíritu infundido en los corazones será el principio de la rectitud moral, y actuará de tal modo que el pueblo sea el pueblo de Dios. De esta manera se consuma "la nueva alianza" en la que según Jeremías, la ley divina queda ya inscrita en el fondo de los corazones. Jer 31, 31-33.

También S. Pablo caracteriza a la nueva alianza en base al Espíritu cuando habla de los apóstoles: "ministros de la nueva alianza, no la de la letra, sino del Espíritu", 2 Cor 3, 6. El apostolado es el "ministerio del Espíritu", 2 Cor 3, 8. El Espíritu es el que confiere a la nueva alianza su superioridad; la ausencia del Espíritu ha condenado a muerte a la antigua alianza (la del Sinaí), por eso "la letra mata, el Espíritu vivifica".

En la Tradición, Pentecostés ha sido a veces comparado a la alianza del Sinaí: S. Agustín estableció un paralelismo entre la bajada de Dios sobre el Sinaí entre llamaradas de fuego y la bajada del Espíritu Santo, pero poniendo de relieve la diferencia de que en Pentecostés no era un fuego que sembrara el terror, sino un fuego apacible y una ley no escrita en piedra sino en los corazones.

Es por consiguiente, en Pentecostés cuando se estrecha la verdadera y definitiva alianza, en ese momento Cristo glorioso reúne definitivamente a la humanidad con Dios infundiendo en el corazón de esa humanidad su Espíritu, el Espíritu Santo; este Espíritu asegura la sinceridad de la nueva Alianza, la íntima realidad de la pertenencia a Dios; asegura igualmente la fidelidad la inconmovible permanencia; asegura por fin, su desarrollo, pues la alianza esta destinada a desplegarse en una unión cada vez más honda de los hombres con Dios.

Pentecostés representa el don supremo del amor divino, ya que por medio del Espíritu Santo, Dios se entrega a lo más íntimo del ser del hombre y viene a morar, no ya simplemente entre los hombres, como sucedió con la Encarnación, sino en el corazón de los hombres. Pentecostés consuma la Encarnación hasta en su aspiración suprema, su extensión a toda la humanidad. Por otra parte, Pentecostés suscita la entrega más sublime de los hombres a Dios, entrega sostenida y animada por el Espíritu Santo. El encuentro de estas dos donaciones, en su estadio más completo, constituye la Alianza perfecta, que era el objetivo de toda la obra redentora.


13.5. PENTECOSTÉS ACONTECIMIENTO DE MISIÓN

Ya Cristo resucitado, en las apariciones y con ocasión de la Ascensión, había asignado a las mujeres y a los discípulos una misión: su glorificación no podía significar un repliegue sobre el triunfo obtenido; debía ser el principio de una nueva acción en el mundo. El acontecimiento de Pentecostés demuestra que el Reino establecido por Cristo es un Reino esencialmente abierto y que, al igual que su fundador, la Iglesia no puede encerrarse en sí misma en el disfrute de la vida divina y de los dones divinos.

La comunidad queda formada espiritualmente en virtud de la venida del Espíritu Santo; ahora bien, es constituida por El en estado de misión, sin que se puedan distinguir dos momentos diferentes para la constitución y para la misión. La Iglesia nace con un dinamismo de expansión que le es esencial.

El contraste entre la comunidad agrupada toda ella en un solo lugar y la afluencia de gentes de todas las naciones, a las que se les debe dirigir el testimonio inmediatamente, subraya el impulso del Espíritu Santo hacia una misión universal. La primera profesión de fe de Pedro en Pentecostés, lejos de estar reservada a un reducido núcleo de creyentes, adopta la forma de una proclama a la muchedumbre y de una llamada general a la conversión.

Esta misión había sido anunciada por Jesús, que personalmente había insistido en su carácter universal, ya que a los discípulos que le hablaban en provecho de Israel, les dio como campo de operaciones la tierra entera hasta sus últimos confines, Hech 1, 6¬8. Lo que es propio del  Espíritu Santo es poner en obra esa misión, darle un primer cumplimiento desde el mismo día de Pentecostés. El Espíritu Santo impulsa a los discípulos a dar testimonio y atrae hacia ellos a oyentes llegados de todas partes.

El símbolo de las "lenguas de fuego", Hech 2, 3, es característico: los que se han reunido para recibir el Espíritu Santo se hacen aptos para propagar el mensaje: se encuentran en circunstancias en las que deben dar testimonio, y para ello tienen capacidad, superior a toda aptitud humana. Además el Espíritu Santo hace comprender a cada oyente, en su propia lengua, el mensaje proclamado Hech 2, 8-11, de modo que el mismo asegura en cada uno de ellos la comprensión del mensaje. Aparece así con más claridad la naturaleza de la salvación que Jesús transmite por medio del Espíritu Santo. Se trata de una salvación comunitaria, ya que el don del Espíritu se confiere a la comunidad reunida, y de una salvación destinada a comunicarse al mundo a través de un testimonio cuya eficacia está asegurada.


13.6. PENTECOSTÉS Y PARUSÍA. SEGUNDA VENIDA DE CRISTO

A primera vista podría uno extrañarse de que toda la obra realizada por Jesús para la salvación de la humanidad se concluya con la venida de algún otro, con el "otro Paráclito", según la expresión de Jn 14, 16. Parece paradójico que, tras haber alcanzado su triunfo en la Resurrección, Cristo desaparezca ante la persona del Espíritu. Después de haberse revelado como punto céntrico de toda la obra de la salvación, como Aquel a quien deben tender la fe y el amor, desaparece y envía al Espíritu para inspirar todo el desarrollo de la Iglesia y distribuir a los hombres los frutos del sacrificio redentor ¿Cómo explicar semejante ocultación?

Al subrayar la conexión entre Ascensión y Pentecostés, hemos indicado la orientación de la respuesta. Jesús desaparece tan solo visiblemente, y lo hace con miras a una presencia espiritual más intensa. De hecho, Pentecostés comienza a realizar la predicción de Jesús al Sanhedrin: "A partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo", Mt 26, 64. Si despojamos estas palabras de las imágenes que las envuelven, significan que Cristo ascendido junto al Padre en la Ascensión para constatar su venida, una venida no ya para una vida terrena en la carne como la primera venida del Hijo del hombre, sino una venida al modo divino, ya que la nube es símbolo de la teofanía.


13.6.1. CRISTO, JUEZ DE VIVOS Y MUERTOS

Los Símbolos, después de proclamar que el Señor ascendió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre, afirman que “desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos”.

El mismo Jesús, se refiere repetidas veces a este juicio final con frases con son complementarias con la descripción de la ascensión, pues dice que vendrá: “sobre las nubes del cielo con gran poder y majestad”, Mt 24, 30-31; Lc 21, 27. En la Ascensión, los ángeles dicen a los Apóstoles. Que han visto a Jesús subir al cielo: “Este mismo Jesús, que os ha sido arrebatado al cielo, volverá , de la misma manera que le habéis visto irse al cielo”,  Hech 1,11. Jesús afirma que ha recibido del Padre: “poder para juzgar, porque es el Hijo del hombre”, Jn 5, 27; 8, 26.

El poder de juzgar conviene a Cristo, no sólo como Dios, sino también en cuanto hombre. La Iglesia confiesa que, al final de los tiempos, Cristo juzgará a los hombres con la misma naturaleza humana que asumió: “en aquella misma carne ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos”.

Cristo es cabeza de la Iglesia en cuanto hombre; también en cuanto hombre ha sido exaltado sobre toda la creación; a Él, pues, también en cuanto hombre le pertenece poseer la potestad de juzgar. Vendrá a juzgar a vivos y muertos “con gloria”, de forma que, mientras su primera fue en carne pasible y mortal, “su segunda manifestación a nosotros será gloriosa y verdaderamente divina, cuando vendrá no para sufrir, sino para dar a todos el fruto de su propia Cruz, es decir, la resurrección y la incorruptibilidad. No será juzgado, sino que juzgará a todos”.

Estaba  profetizado del Hijo del hombre que recibiría el señorío, la gloria y el imperio sobre todos los pueblos: “Yo seguía mirando, y en la visión nocturna vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a un ser humano que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nuca pasará, y su reino no será destruido”, Dan 7, 13-14.

Juan el Bautista habla de los tiempos mesiánicos como de tiempo de salvación y también de juicio, Mt 3, 1-12. Este juicio es parte integrante de la victoria del Mesías sobre el mal y el pecado, y por ello, pertenece a su actividad salvadora. Pertenece  a la parte esencial del kerigma, conforme dice S. Pedro: “nos ordenó predicar al pueblo y atestiguar que ha sido instituido por Dios juez de vivos y muertos”, Hech 10, 42; “darán cuenta a quien está pronto para juzgar a vivos y muertos”. 1 Petr 4, 5

Este juicio está unido con la venida gloriosa del Señor. En el Nuevo Testamento se le llama “Parusía”, así Pablo en 1 Cor 15, 23: “Cristo como primicia; luego los de Cristo en su venida”; y en 1 Tes 2, 19;: “pues, ¿quién, sino vosotros, puede ser nuestra esperanza, nuestro gozo, la corona de la que nos sentiremos orgullosos, ante nuestro Señor Jesús en su Venida”. Algunas veces “epifanía”, como en 2 Tes 2, 8: “entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la manifestación de su Venida”. Y finalmente en 1 Tim 6 14: “que conserves el mandato sin tacha ni culpa hasta la Manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que a su debido tiempo hará ostensible”; poniendo de relieve con ambos términos el carácter público y solemne de la vuelta del Señor, como el rey que entra solemnemente en su ciudad.

Es el momento en que llega a su manifestación definitiva y plena el triunfo de Cristo sobre el pecado y el mal. Por eso la Parusía es objeto de esperanza y de oración: “¡Ven Señor Jesús!”, ¡Marana tha!”, Apoc 22, 20. Tras esta victoria Pablo nos dice: “cuando todo le esté sometido, entonces el Hijo mismo se someterá a Aquel que se lo sometió todo a El, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas”, 1 Cor 15, 28.







A. M. D. G.

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Agradecemos al P. Ignacio Garro, S.J. por su colaboración.
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