P. Adolfo Franco, S.J.
Mt. 25, 14-30
El evangelio nos induce a dos miradas, una mirada al futuro para ver adecuadamente el presente y otra a nosotros mismos para vernos como administradores de lo que somos y de lo que tenemos.
Jesucristo con esta parábola, narrada por San Mateo, quiere avisarnos también de lo que ocurrirá al final de los tiempos; y lo que ocurrirá es que el Señor nos pedirá cuentas de lo que hemos hecho en la vida, de cómo hemos hecho rendir los dones y las cualidades que El nos ha dado a cada uno. Esta enseñanza, que explica el sentido de nuestra vida, provoca una exigencia: negociar las buenas obras con las cualidades de que el Señor nos ha dotado. Esta misma enseñanza también está presentada por los Evangelios, en otros varios momentos: y es que mirar nuestra vida, desde la perspectiva del final de la existencia, debe ayudarnos para dar un valor auténtico a todo lo que vivimos en el momento presente.
Primero se nos dice que todo lo que tenemos lo hemos recibido: características personales, cualidades, posición en la vida, riquezas materiales, riqueza espiritual e intelectual. Todo lo hemos recibido, todo es don de Dios. Nosotros gozamos el beneficio de nuestras propias características, pero también y simultáneamente, somos administradores de un capital entregado para que lo sepamos utilizar convenientemente.
La Iglesia, cuando habla, en su Doctrina Social, de la propiedad privada, suele añadir que la propiedad privada tiene también una dimensión social, y que sobre la propiedad privada pesa una hipoteca social. Son formas de hablar para decirnos que la propiedad privada debe también producir un beneficio para los demás: este beneficio se puede generar de muchas maneras: desde crear puestos de trabajo con mi riqueza, hasta compartir por la limosna algo de lo que tengo, y otras muchas formas variadas de comunicación a otros de lo que yo tengo.
Pero esta forma de hablar de las riquezas materiales, debe aplicársele a todas las otras riquezas que tenemos, y todos tenemos muchas. Es lo que el Señor nos enseña tantas veces, que todo lo que somos y hacemos debe beneficiar a nuestros hermanos, debemos usarlo para el bien de todo el que nos necesite.
Así se va de raíz a eliminar todo lo que pueda ser egoísmo. El egoísmo es una de las más perversas formas de equivocarse al pretender entender lo que es la persona humana. Dios no ha creado al hombre y a la mujer para que viva cada uno su vida, con esa máxima tan poco cristiana "sálvese quien pueda". El vivir para sí, no es usar la vida de acuerdo a la voluntad de Dios.
Así, nuestra inteligencia, nuestro amor, la afectividad, el buen humor, la energía vital, la tenacidad, la capacidad de relacionarme, la imaginación, el gusto por la belleza y todos los innumerables bienes naturales; pero además nuestra fe, nuestra oración, el conocimiento de Dios y todos los bienes sobrenaturales nos han sido dados por Dios, y tienen dos dimensiones: la individual por la cual benefician a quien los posee, y la social por la que deben producir beneficios a los demás. La ociosidad, la irresponsabilidad, la pereza, el egoísmo son pecados contra el sentido mismo de la vida.
No siempre sabemos las consecuencias que tienen en los demás nuestros actos: esos actos son la forma de que nuestros dones produzcan bienes a los demás; unas veces vemos el efecto, el fruto, producido, otras veces no lo vemos, porque los efectos de nuestras obras se producen incluso más allá de nuestra muerte. Pero, que lo veamos o no lo veamos, no es lo que importa.
Cuántas personas han encontrado a Dios y se han santificado por un pequeño librito: "Los Ejercicios Espirituales" de San Ignacio de Loyola. Si este hombre no hubiera puesto al servicio de los demás la riqueza que Dios le había comunicado, cuánto se habría dejado de hacer. Claro Dios tiene otros muchos caminos para hacer llegar sus riquezas, pero si Dios me ha escogido como canal, no puedo ser tan irresponsable de cegar ese canal.
Podríamos citar y recordar a tantísimas personas, para constatar cómo se han convertido en bienhechoras de los demás, por haber hecho fructificar sus talentos, y por haberlos compartido. Y lamentablemente también hay seres amorfos que no han dejado huella, porque nunca se preocuparon de hacer nada; terrible será que el Señor nos pueda decir: "Eres un empleado negligente y holgazán" (Mt., 25, 26).
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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