Mateo 25, 31-46
Termina el año litúrgico con esta fiesta de Cristo Rey, y está puesta no como el último domingo (aunque sí es el último domingo del año litúrgico), sino como la CULMINACIÓN de todo. A Cristo Rey apunta todo tiene en Él su plenitud.
El Año Litúrgico se cierra con esta gran fiesta: Jesucristo Rey del Universo; y para la celebración de esta fiesta, nos pone la Iglesia la narración de Mateo sobre el juicio final, en que aparece en su majestad el señorío de Cristo.
Esta expresión de Rey encierra alguna dificultad para su recta comprensión: ¿qué significa que Cristo es Rey?. El problema es doble: por una parte, la aplicación de un término político y terrenal a Jesucristo, cuya relación con nosotros es religiosa; en segundo lugar, porque nosotros, hombres de cultura democrática, tenemos muy lejana la concepción de lo que es un rey.
Pero a pesar de eso debemos aceptar que en esta denominación de Cristo, como Rey, se encierran enseñanzas muy importantes para nuestra comprensión de la persona misma de Jesucristo y de su íntima relación con nosotros. No es algo accesorio a su misma realidad mesiánica y salvadora este nombre de Rey.
La palabra evoca gobierno, majestad, palacios, dominio, jefatura, cortesanos, trono, corona, cetro; y muchas otras cosas. Una persona distante, vestida de púrpura y con vasallos que inclinan la rodilla, ante la distante majestad. Incluso a algunos esta realidad de la realeza les lleva al mundo de los cuentos infantiles de los príncipes que liberan a la princesa cautiva, y para los adultos el concepto nos transporta a remotas y ya pasadas épocas de la historia.
Pero quizá si hacemos un pequeño esfuerzo de reflexión, podremos descubrir realidades ocultas, importantes y hermosas, en esta denominación de Cristo Rey. Y para eso habremos de pasar del mundo exterior, y más superficial, al mundo más interior y más esencial a nosotros mismos. En el nivel más exterior de las realidades: gobernar (y por tanto reinar) es dominar, someter, dar órdenes, imponer leyes; y no hay otra forma de conducir políticamente a los grupos humanos que imponiéndoles una voluntad, la del gobernante, y con frecuencia con fuerza y con sanciones. Pero Cristo no ejerce su reinado en ese nivel más externo de nuestra realidad, sino en el interior, en lo más esencial de nosotros. Su reinado no es político, y como El mismo lo dirá: mi Reino no es de este mundo. Se trata de otra cosa.
En ese mundo interior es donde tenemos los deseos hondos, las ilusiones, el centro de la libertad, el misterio de nuestro propio yo, la fuente más interior desde donde podemos construir la felicidad. Y ahí no llega ninguna orden externa, ninguna dominación política; en ese punto no hay sujeción, sino sólo una libertad alegr, pura y total. Y ese es el territorio del Reino de Cristo: no nuestras circunstancias externas, sino nuestro mundo interior. Es el espacio del amor, donde Cristo quiere reinar. Donde colocamos, como reyes a las personas que amamos. Es nuestro corazón el trono de este Rey.
El Reinado de Cristo, quiere decir convertir a Jesús en el centro de nuestros deseos: quiere ser el Rey de nuestro corazón. Quiere ser la culminación de todas nuestras ilusiones: el sueño más alto de todos nuestros ensueños. El quiere ser la meta más querida de nuestra libertad. Quiere decirnos que El es el constructor de nuestra felicidad. Así se realiza el Reinado de Cristo: cuando le entregamos gustosamente nuestra propia libertad, y percibimos que nuestra libertad se agranda en proporciones no imaginadas, cuando la orientamos a El. No hay persona más libre que la que tiene a Jesucristo como norte y guía. Así se convierte Cristo en la fuente más abundante de la felicidad y de la paz.
En este Reino de Cristo su ley es amar. Si practicamos nuestro cristianismo, como cumplidores de una ley, somos cristianos sin Rey. No es ése el Reino de Cristo. Y este Rey nos guía a una meta de luz y de esperanza, real y auténtica, y que sobrepasa todo lo que pudiéramos imaginar.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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