Homilía - ¡Vamos a la casa del Señor! - Domingo 33º TO (A)



P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Prov. 31, 10-13.19s. 30s.; S 127; 1Ts 5,1-6; Mt 25,14-30



“Está establecido que todos los hombres mueran una sola vez y después el juicio” (Hb 8,27). Ya lo recordamos y reflexionamos sobre la verdad de la muerte. Hoy lo debemos hacer sobre el juicio final.

“Cada hombre, después de morir recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular, que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación (en el purgatorio), bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre” (CIC 1022). Es verdad enseñada por la Iglesia de modo infalible. Siempre hemos de tener presente que: “Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno (y lo mismo de la muerte y el juicio) son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno” (CIC 1036). En la tierra, en esta vida de cada día nos estamos jugando (ganándola o perdiéndola definitivamente) la eterna desesperación o la eterna felicidad.

Hemos de dar cuenta de todo lo que hemos recibido. Al que recibió cinco, no le bastará dar cuenta de cuatro; se le pedirán de los cinco. Tal vez otros han recibido más talentos que nosotros; no importa; el que recibió dos no se durmió y recibió la misma felicitación y promesa que el que recibió más. No es humildad sino desagradecimiento y pereza el fijarse en que otros han recibido más. Porque la verdad es que hemos recibido y continuamos recibiendo muchos talentos. Todo lo que tenemos lo hemos recibido. Empezando por la vida. Es un regalo. Nadie ha decidido venir a la existencia, ni ha elegido su familia ni su capacidad intelectual ni su constitución y salud corporal. Tampoco los aportes de educación, ambiente cultural y social, y tantos elementos que por necesidad recibimos y seguimos recibiendo. Pero además se nos han dado y continúan siendo dados la fe, los sacramentos, gracias como inspiraciones, estímulos, ayudas, oportunidades…

La primera respuesta razonable y cristiana es la de tomar conciencia y dar gracias a Dios. La oración de acción de gracias, tan fácil de expresar (basta decir “gracias, Señor”) es una oración preciosa. Y tiene la ventaja de ser estimulante, suscitar la confianza en Dios y darnos esperanza y optimismo sobrenatural. Los que tenemos fe, nunca deberíamos perder el entusiasmo que activa nuestras energías. Por eso le llamamos “Padre”. Que no nos alcance la condena del libro de la Sabiduría: “Eran claramente estúpidos todos los hombres que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que es, partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al artífice, fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a la bóveda estrellada, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Pues por la magnitud y belleza de las criaturas se percibe por analogía al que les dio el ser” (Sab 13,1-5). Pidamos a Dios que nos dé la luz de su Espíritu para ser conscientes de los maravillosos dones naturales y sobre todo sobrenaturales que nos ha concedido y sigue dando: la presencia del Espíritu Santo en nuestras almas, la gracia santificante que nos hace hijos verdaderos de Dios y partícipes de los dones de Cristo, la palabra de Dios que nos manifiesta la riqueza de Dios y la nuestra que heredamos de Él, los sacramentos en especial el del perdón y de la eucaristía. “Cristo glorioso, al venir al final de los tiempos a juzgar a vivos y muertos, revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a cada hombre según sus obras y según su aceptación o rechazo de la gracia” (CIC 682).

Al que recibió uno, se le pedirá cuenta de ese uno. El que cree haber recibido sólo uno (en rigor siempre se reciben más) tiene el riesgo de enterrarlo. El desánimo, la envidia pueden hundirlo antes de hacer nada. No vale nada, su vida no tiene importancia para nadie, tampoco para él. Un talento en tiempos de Jesús y aun hoy día sería una gran suma. Pero cualquier hombre vale mucho más. Porque todo hombre es amado por sí mismo y ha sido hecho para unirse personalmente con Dios. Cada persona humana vale más que todo el resto de la creación material. Tanto que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha dado su vida temporal por ella. San Juan de la Cruz, un místico iluminado por la sabiduría de Dios, llega a decir que un solo acto de amor puro vale más que la entera creación material. Valorado desde Dios, no hay nada tan grande como el hombre.

Cada acto, cada respiración del hombre que obedece a la gracia de Dios, tienen un valor incalculable; “Oí una voz que decía desde el cielo: Escribe: dichosos los muertos que mueren en el Señor. Desde ahora sí –dice el Espíritu –que descansen de sus fatigas, porque sus obras les acompañan” (Ap 14,13). Nuestra oración, penitencias, sacrificios necesarios para corregir defectos propios y servir a los demás son fruto de la acción del Espíritu de Cristo en nosotros; sirven por eso para el perdón de culpas propias y de otras almas en el purgatorio, para interceder gracias por nosotros y los demás, para aumento de las virtudes y del premio eterno.

La vida es importante, cada día lo es, no la malbaratemos y esforcémonos cada día. Que por la misericordia de Dios nos sea concedido escuchar un día: “Eres un empleado fiel y cumplidor. Como has sido fiel en lo poco, te daré mucho más. Pasa al banquete de tu Señor”.




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