P. Vicente Gallo, S.J.
La “Novo Millennio ineunte” quiere rescatar la importancia especial que tiene para los cristianos el retomar semanalmente la santidad de sentirse unidos a Cristo por la fe, la esperanza y la caridad, en la Reunión de la Eucaristía en el Día del Señor. Cantar, por ejemplo, al reunirnos: “Juntos como hermanos, miembros de una Iglesia, vamos caminando al encuentro del Señor”, es más que una canción que ¿por qué razón, instintivamente se habrá hecho tan popular? Es una acertada expresión de nuestra fe pascual, que ahí la vivimos, la celebramos y la alimentamos, reunidos en el Primer Día de la semana, el Día en que el Señor resucitó, el Día en que, armando de poder su brazo divino, realizó la proeza de nuestra Liberación. Cada semana, en ese día, celebramos juntos la Pascua del Señor, su paso salvador.
Cristo goza viéndonos a los suyos reunidos para esa celebración; y siente pena cuando, al “tomar lista” con su mirada, a muchos los echa en falta. No podemos quedarnos sin esa Reunión Pascual los creyentes que, juntos, entre penas y alegrías comunes, peregrinamos hacia la Casa del Padre, de mano de su Hijo el Salvador, siendo el verdadero Pueblo de sus sueños, su Familia de hijos con el Hijo. Vale recordar lo que une a la pareja matrimonial el estar juntos en esa Misa, como en ella se unieron ante Dios entregándose a ser de Cristo como pareja. Más actualmente cuando todo se hace en nuestra propia lengua. Aunque ya era tan válido cuando se hacía en latín, idioma que no entendían, pero que los unía a toda la Iglesia en el espacio y en los tiempos con el inocultable “misterio” de esa Liturgia.
Durante los dos mil años pasados, y hasta el final de los siglos, iniciando ahora ya un tercer milenio, el tiempo cristiano está marcado por la memoria de aquel “primer día” después del sábado, en el que, resucitando Cristo, dio inicio a “los tiempos nuevos” y a la “vida nueva” de la humanidad triunfadora con el Señor. Celebrar juntos ese Día, es prefigurar el Día definitivo cuando volverá Cristo glorioso y “ya no habrá muerte ni dolor porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
Durante los dos mil años pasados, y hasta el final de los siglos, iniciando ahora ya un tercer milenio, el tiempo cristiano está marcado por la memoria de aquel “primer día” después del sábado, en el que, resucitando Cristo, dio inicio a “los tiempos nuevos” y a la “vida nueva” de la humanidad triunfadora con el Señor. Celebrar juntos ese Día, es prefigurar el Día definitivo cuando volverá Cristo glorioso y “ya no habrá muerte ni dolor porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 4).
Esa celebración cristiana es la actualización de nuestra fe con una detenida “Liturgia de la Palabra”. Y es también la actualización del Sacrificio de Cristo en la Cruz, a la vez que ponemos en él nuestra semana con sus penas, trabajos y lágrimas. Al mismo tiempo, firmes en nuestra fe, celebrando su triunfo, ponemos en Cristo nuestra esperanza, para seguir caminando con él una semana nueva.
Al participar juntos en la Comunión Eucarística, Cristo se nos da a sí mismo como alimento para seguir caminando con su misma Vida y con su amor divino, anticipando el Banquete eterno de Dios con su Familia, el Cielo, donde Jesús nos está preparando un lugar con él (Jn 14, 2). Alimentando también, de esa manera, la comunión que debemos vivir los creyentes en él, con la pretensión de que todos los pueblos hagamos verdadera comunión con el mismo Salvador de todos, la anhelada Familia de Dios ya en este mundo.
En aquel “Primer Día de la semana”, Jesús Resucitado trajo a “los suyos” el don de la Paz (Jn 20, 19), la paz que deseamos todos y que sólo él puede darnos: la paz de Dios con nosotros, por su amor y su perdón; la paz de nosotros con Dios, por la fe en su Salvación; la paz en nuestro propio ser humano, por la firmeza de la fe y la esperanza que él nos da para caminar por la vida hacia la Patria; la paz, por fin, de los unos con los otros, por el amor con que nos amemos como El nos ama, haciendo nuestro su Mandato de amarnos así, como El nos ha amado dándonos a su Hijo (Jn 3, 16).
En aquel “Primer Día de la semana”, Jesús Resucitado trajo a “los suyos” el don de la Paz (Jn 20, 19), la paz que deseamos todos y que sólo él puede darnos: la paz de Dios con nosotros, por su amor y su perdón; la paz de nosotros con Dios, por la fe en su Salvación; la paz en nuestro propio ser humano, por la firmeza de la fe y la esperanza que él nos da para caminar por la vida hacia la Patria; la paz, por fin, de los unos con los otros, por el amor con que nos amemos como El nos ama, haciendo nuestro su Mandato de amarnos así, como El nos ha amado dándonos a su Hijo (Jn 3, 16).
Terminado el Diluvio, Dios envió a la humanidad nueva una paloma anunciando la nueva Alianza que el Creador pactaba con los hombres, poniendo como signo el Arco Iris cual cobijo de la luz y la hermosura del amor protector de Dios a los hombres salvados. Pero la Alianza que Dios hizo con la humanidad cuando verdaderamente fue nueva, la hizo enviándonos a su Hijo hecho hombre. Así, cada Primer Día de la semana del mundo nuevo, nos reunimos con Jesús Resucitado, Dios Salvador de los hombres; para sellar una vez más esa Alianza que en Jesucristo hizo Dios con nosotros; si en algo la estamos quebrantando con nuestros pecados, de nuevo la sellamos con El en su Hijo, en esa represencia de su Sacrificio Salvador y en esa Mesa de Comunión con El.
En aquel Día en que resucitó Cristo, al venir a los suyos, les dio como saludo el envío en su nombre, e infundió sobre ellos el Espíritu Santo que a El le resucitó (Jn 20, 22 y Rm 8, 11). Ese mismo Espíritu que, en el Día de Pentecostés (también en domingo), vino con toda su fuerza sobre “los de Jesús”(Hch 2, 1-11), para estar siempre en ellos (Jn 14, 16-18; y 16, 7-15), fundar la Iglesia de Dios, y ser su vida y su guía. Por eso, en esa Liturgia Dominical de cada semana, nosotros, esa su Iglesia, nos armamos de la fuerza de ese Espíritu de Cristo para salir de nuevo “enviados” a ser testigos del Señor y anunciarle a todo el mundo como “la Buena Noticia” de la Salvación realizada por El.
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Para leer la 1º Parte: Ser de Jesucristo
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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