Ser de Dios en Jesucristo
P. Vicente Gallo, S.J.
Al comenzar un nuevo milenio, se nos llamó fuerte a una “nueva evangelización”. Es cosa clara que para ello habrá que comenzar por hacerse “nuevos evangelizadores”. Este fue el motivo del Año Santo con su “Indulgencia Jubilar”, no una celebración digna, folclórica, como cabía esperarla, sino un desafío para purificarse y renovarse profundamente quienes, desde entonces, comenzábamos la andadura de un nuevo milenio de la Iglesia de Cristo evangelizando al mundo entero (Mc 16, 15).
La santidad es hoy, más que nunca, la gran urgencia pastoral. Para ser testigos fieles de Cristo no basta que los demás hombres del mundo nos vean “buenos”; tienen que vernos santos, siéndolo de veras, como lo es Jesucristo. Solamente Dios es “Santo”; entre los hombres, solamente lo es Cristo por ser Dios hecho hombre. Pero esa santidad de Cristo ha de brillar en su rostro, que lo somos quienes nos hemos hecho su Cuerpo, todavía sufriente, pero ya resucitado (2Co 3, 18).
“Seréis mis testigos”, nos mandó el Señor (Hch 1, 8). Ser testigos no falsos, sino fieles, de Jesús Resucitado, es ser santos como él es Santo, siendo gloria del Padre (Flp 2, 11), que lo ha puesto a su derecha para que le adoren, como a Dios, todos los ángeles (Hb 1, 6), todos los seres del cielo y de la tierra (Flp 2, 10). Ser santos haciendo una Iglesia Santa, que aparezca como la Esposa digna de Cristo que él mismo se la ha preparado para sí (Ef 5, 25-27).
La santidad no podemos programarla; pero tampoco se puede programar la Pastoral sin la santidad como programa. Habiendo sido hechos de Cristo por el Bautismo, no se ha recibido como obligación el confeccionar un programa de santidad; sino que cada uno asumió el deber personal de ser siempre santo como lo es Cristo. Y hechos de Cristo como pareja en el Matrimonio cristiano, toda pareja sacramentada debe ser santa en su unidad por el amor, como la Trinidad de Dios: el Padre que ama, el Hijo amado, y el Espíritu Santo que nos infunde ese Amor, es Dios tres veces Santo.
Es cierto que la santidad del cristiano tiene un caminar y una pedagogía. Pero es un caminar no comenzando de cero hasta llegar a la meta de alcanzar la santidad: hay que ser santo como Cristo desde el primer paso y mantenerlo así hasta la meta (Flp 3, 11-13). Y la pedagogía para ese caminar, siendo santos, es la oración: porque de Dios es de quien se recibirá la santidad de su Amor, en el trato con El, y en pedirle su Espíritu Santo que no podrá negárnoslo (Lc 11, 13). Permaneced en mi Amor como yo permanezco en vosotros, fue el mandato final de Jesús (Jn 15, 4 y 9). Orar es mantener con Cristo esa intimidad de permanecer en su Amor. Contemplando a Cristo, en él se contempla al Padre (Jn 14, 9-10). Por la fe, la esperanza y el amor, nos hacemos del Padre, del Hijo y de su Espíritu.
Comenzamos el tercer milenio con una humanidad y una Iglesia de Cristo en una grave crisis de secularización. Este grave proceso de materialismo ateo del mundo, sólo se puede contrarrestar con una espiritualidad y una santidad más preclara de los cristianos. Urge en nuestros tiempos abrir nuestro corazón más y más a los hermanos; pero solamente se hará mirando al corazón de Dios en quien, siendo hijos con Cristo, podemos encontrarlos como hermanos verdaderos; y sus necesidades, como necesidades de Dios, que claman a nuestro corazón creyente. Dejemos de ser “pías asociaciones” que juegan al apostolado: no serviremos en nombre de Cristo si no es manifestando a todos la santidad suya en el Amor divino con que nos salva, amando desde nuestros corazones con ese amor..
Es cierto que la santidad del cristiano tiene un caminar y una pedagogía. Pero es un caminar no comenzando de cero hasta llegar a la meta de alcanzar la santidad: hay que ser santo como Cristo desde el primer paso y mantenerlo así hasta la meta (Flp 3, 11-13). Y la pedagogía para ese caminar, siendo santos, es la oración: porque de Dios es de quien se recibirá la santidad de su Amor, en el trato con El, y en pedirle su Espíritu Santo que no podrá negárnoslo (Lc 11, 13). Permaneced en mi Amor como yo permanezco en vosotros, fue el mandato final de Jesús (Jn 15, 4 y 9). Orar es mantener con Cristo esa intimidad de permanecer en su Amor. Contemplando a Cristo, en él se contempla al Padre (Jn 14, 9-10). Por la fe, la esperanza y el amor, nos hacemos del Padre, del Hijo y de su Espíritu.
Comenzamos el tercer milenio con una humanidad y una Iglesia de Cristo en una grave crisis de secularización. Este grave proceso de materialismo ateo del mundo, sólo se puede contrarrestar con una espiritualidad y una santidad más preclara de los cristianos. Urge en nuestros tiempos abrir nuestro corazón más y más a los hermanos; pero solamente se hará mirando al corazón de Dios en quien, siendo hijos con Cristo, podemos encontrarlos como hermanos verdaderos; y sus necesidades, como necesidades de Dios, que claman a nuestro corazón creyente. Dejemos de ser “pías asociaciones” que juegan al apostolado: no serviremos en nombre de Cristo si no es manifestando a todos la santidad suya en el Amor divino con que nos salva, amando desde nuestros corazones con ese amor..
El siglo y el milenio nuevo que se ha comenzado necesitan ver el Amor de Dios salvando a la ingente humanidad pecadora y sufriente. Por ello, los creyentes tenemos que servir al mundo con un amor de Dios, activo y concreto, amando con él a cada ser humano. La fe verdadera en Cristo pasa por la fidelidad al amor de Cristo. Seremos más verdaderos cristianos que los de las Sectas, si somos testigos mejores de Cristo, si somos más fieles al Amor salvador de Dios en Jesucristo. No basta “creer en él”; ellos también creen en Jesucristo.
Sin que podamos excluir a nadie de nuestro amor como cristianos; porque, en la Encarnación, Dios se ha unido a todo hombre, a cada hombre (GS 32). La obligada “opción por los pobres”, de la que hoy tanto se habla, procede de la necesaria opción por el Amor de Dios, con su Providencia y su misericordia de Padre. ¿Cómo podremos hablar a nadie de Dios “el Padre”, ni de su Amor a los hombres, que decidió darnos su Hijo como Salvación, si no somos testigos creíbles de ese Amor que proclamamos como Buena Noticia? (Jn 3, 16; Rom 8, 23). Esa Salvación divina no es para terminar en este mundo; pero sí comienza ya en él: yendo con Jesús curando enfermedades y dolencias, como “Signo” del Reino de los cielos, la gran Obra de Dios en nosotros.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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