Matrimonios: Un rostro para contemplar, 3º Parte


Ser testigos de su amor


P. Vicente Gallo, S.J.




Lo dejó dicho Jesús: “Como yo os he amado, amaos también vosotros así unos a otros. En eso conocerán todos que sois discípulos míos”(Jn 13, 34-35). Pero debemos entender que hay diversos géneros de amar. Los animales también “se aman”. “Amar a quien nos ama” lo hacen también los no creyentes (Mt 5, 46). “Amar a los otros como a nosotros mismos”, es ley de los judíos (Lev. 19, 18). Amar como enseña Cristo, es amar también a los enemigos y rezar por ellos (Mt 5, 44). Sólo seremos “el rostro de Cristo” reconocible y creíble si nos amamos los unos a los otros como Jesús mandó: “Como el Padre me ha amado a mí y así os he a amado yo a vosotros, permaneced en mi amor” (Jn 15, 9), dijo.

El llamado a convertirnos, al iniciar un nuevo milenio, ha de ser convertirnos: del amor que practicamos, al amor de Cristo, a fin de ser su verdadero rostro. Muchas veces los cristianos no amamos ni a los que nos aman. Mucho menos los amamos como a nosotros mismos. Pero sólo amar a los que no nos aman o no merecen nuestro amor, amar a los enemigos y rezar por ellos, es amar como Dios ama, como Cristo nos ha amado y quiere seguir amando a través de quienes somos de él. Convertidos a ese “amor de Dios en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5, 5), seremos testigos del Amor de Dios en Jesucristo, y anuncio de ese Amor suyo, que salvará a la humanidad.

En nuestro lenguaje corriente, los cristianos decimos “la Comunión” refiriéndonos sólo a la Eucaristía. Sin pensar siquiera que si lo llamamos “Comunión” es porque con ese rito sacramental entramos en compromiso de “comunión” con Cristo, al hacerle vida nuestra; y con todos aquellos para quienes Cristo se quedó así hecho alimento de vida eterna, como a miembros de su Cuerpo. También a ello hemos de convertirnos para ser “Rostro de Cristo” reconocible y capaz de convertir a quienes nos vean. Siendo “testigos de su amor”.

No olvidemos que nuestro deber de “Comunión” es, también, la puesta en común de los bienes que llamamos “nuestros”. Esa “Comunión” es de la esencia de ser “Iglesia”, la Humanidad o Cuerpo de Cristo: para hacer de todos verdaderamente un solo corazón y una sola alma (Hch 4, 32), de manera que seamos “signo e instrumento de la íntima unión con Dios, y de la unidad del género humano” según el plan divino (LG 1). Solamente así seremos para los demás el verdadero “rostro de Cristo”, “testigos de su amor”.

San Pablo, en 1Co 12 (14-21. 25. 27), nos dice: “El cuerpo no se compone de un solo miembro, sino de muchos. Si dijera el pie ‘puesto que no soy la mano, yo no soy del cuerpo’ ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Y si el oído dijera ‘puesto que yo no soy ojo, no soy del cuerpo’ ¿dejaría de ser parte del cuerpo por eso? Si todo el cuerpo fuese ojo ¿dónde estaría el oído? Y si todo fuera oído ¿dónde estaría el olfato? Ahora bien: Dios ha puesto a cada uno de los miembros en el cuerpo según su voluntad. Si todo fuera un solo miembro ¿dónde quedaría el cuerpo? Así, muchos son los miembros, mas uno es el cuerpo. Y no puede decir el ojo a la mano ‘no te necesito’, ni la cabeza a los pies ‘no os necesito’...Para que no hubiera división alguna en el cuerpo, sino que todos los miembros se preocuparan lo mismo los unos de los otros...Así vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte”. Entonces, si no somos de esa manera un solo cuerpo, no está en nosotros el “Rostro de Cristo”. Y menos en el matrimonio si se da su unidad.

Pero “Aunque hablara las lenguas de todos los hombres y aun las de los ángeles, si no tengo amor, soy como un bronce que suena, una campana que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera tal fe como para mover montañas, si no tengo amor no soy nada. Aunque repartiera todos los bienes y entregara mi cuerpo a las llamas (que también lo hacen los terroristas), si no tengo caridad, nada aprovecha”(1Cor 13,1-3). Veámoslo: por mucho que ahora intentemos una “nueva evangelización”, si, al compartir, nos falta esa caridad de Cristo, ese amor suyo, todo será inútil: no mostraremos con ello a Cristo, nadie podrá conocerle ni creer en él para salvarse.

El gran desafío para nosotros al comenzar un nuevo milenio, está en hacer de la Iglesia de Cristo “la casa y la escuela de la Comunión” (NMI 43). Miremos con valentía cuán lejos estamos de serlo, aun en los Movimientos Apostólicos más organizados y más dedicados al trabajo. Pero sería una vez más una seria equivocación dejarnos conmover ante esa verdad, sentir un impulso de conversión al oír estas palabras o al ver cuán lejos estamos de hacerlas realidad, si después continuamos como hasta ahora sin ser con verdad Rostro de Cristo (2Co 3, 18), y sin querer serlo.

Dirijamos la mirada de nuestro corazón hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros. Y veamos también a esa misma Trinidad en el corazón de los demás para ver en ellos lo positivo en lo que Dios se complace, valorarlo como El lo valora, y acogerlo como un don que se me brinda para mi amor. A fin de que, brillando con su luz esplendorosa, Dios muestre en nosotros el Rostro de Cristo para la salvación de quienes nos vean.

Sepamos llevar cada uno las cargas de los otros (Ga 6, 2) no cayendo en la tentación de rechazar a quien es molesto; ni moviéndonos por las desconfianzas, las envidias, o la competitividad, con falta de respeto a los demás que trabajan en la misma causa del Reino de Cristo. Viviendo, por el contrario, nosotros en verdadera Comunión con todos los Grupos Apostólicos, los ahora surgentes como nuevos, o los ya antiguos, pero que conservan su total vigencia, nuestra “competencia” deberá centrarse en ver quién de todos refleja al mundo con mayor nitidez y eficacia el Rostro de Cristo Salvador.

Ser fielmente “el rostro de Cristo” y saber mostrarlo nítidamente a quienes aún no le conocen, pero que nos gritan aun sin saberlo “Queremos ver al Señor”, es indiscutiblemente lo primero a tener en cuenta si queremos hacer una nueva evangelización para este mundo del tercer milenio, con una humanidad tan distinta de la que hubo que evangelizar en los tiempos anteriores. Siempre fue necesario, pero más ante una humanidad harta ya de muy bonitas palabras, y sólo pudiendo convencerse por quien transforme las realidades haciéndolas mejores.

Al hablar de “Espiritualidad Matrimonial”, igual que de cualquiera otra “Espiritualidad Cristiana”, este elemento proclamado por Juan Pablo II, ser “el Rostro de Cristo”, debe ser considerado como primordial. Reproducir en nosotros “el Rostro de Cristo”, y manifestarlo inconfundible a quienes necesitan salvarse conociendo al único Salvador. Con el único modo capaz de convencer, el testimonio de nuestra vida de creyentes en él. Si el mundo se transformará en Reino de Dios cuando los matrimonios y las familias se hagan verdadero Rostro de Cristo, expresión del Amor de Dios que nos salva, ponerse a serlo de veras es, sin duda, elemento indispensable de lo que buscamos: “La Espiritualidad Matrimonial”.

Aquí llega el cuestionarnos que si la Iglesia no es eso hoy en las parejas sacramentadas y en sus familias ¿dónde podremos decir que lo está siendo?

Igual que ha de serlo en las Comunidades de Vida Religiosa, renovadas ante el tercer milenio según el Vaticano II en el Decreto “Perfectae Caritatis”. O en los Sacerdotes, renovados según el “Presbyterorum Ordinis” y la Exhortación de Juan Pablo II “Pastores dabo vobis” de 1992. Son las preguntas que debemos hacernos para no perdernos en teorías hermosas pero sin eficacia salvadora.

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Para leer la 1º Parte: “Queremos ver a Jesús”


Para leer la 2º Parte: "Ser el rostro de Cristo"



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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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