B. LA FIESTA
DE NAVIDAD
El 24 de
diciembre por la mañana termina el tiempo de Adviento. En la Misa la liturgia
nos hace pedir a Jesucristo:
“Ven, Señor
Jesús, y no tardes, para que tu venida consuele y fortalezca a los que esperan
todo de tu amor”.
Parece como
si la liturgia católica, al pasar la frontera del tiempo de la espera, nos
quisiera hacer vivir y experimentar el anhelo de salvación religiosa de miles y
millones de seres humanos resumido bellamente por el profeta Isaías:
“¡Ah, si
rompieras los cielos y descendieras!” (64,1)
Por eso la
Iglesia nos presenta en el evangelio a Zacarías, padre del Bautista, figura de
todo el pueblo de Israel, exultando por la emoción religiosa y por la alegría
mesiánica y alabando a Dios con un himno que rebosa ternura, piedad y hondura
teológica:
“Bendito sea
el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo, suscitándonos
una fuerza de salvación en la casa de David… Por la entrañable misericordia de
nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que
viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos en el
camino de la paz” (Lc. 1,67-79)
Así, pues,
este himno es la frontera entre la expectativa del Mesías y su presencia, entre
el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el Adviento y la Fiesta de Navidad. El
Redentor esperado en el tiempo de Adviento se hace presente al mundo con su
Nacimiento en Belén.
La Fiesta del
Nacimiento del Señor comienza con la liturgia del día 24 de diciembre por la
tarde. La lectura evangélica de la misa vespertina de este día 24 hace desfilar
ante nuestros ojos a los antepasados humanos de Jesús. Es emocionante leer en
estos momentos la genealogía humana del niño, cuyo nacimiento se va a recordar,
pues ese niño es verdaderamente un miembro de la raza humana, es hijo de David
(Mt. 1,1-25). Pero para evitar equívocos el mismo texto evangélico nos recuerda
el sueño de José, por el cual somos advertidos que el niño esperado tendrá por
nombre Emmanuel, que significa “Dios con nosotros” (Mt. 1,23). Por ello la antífona
del Magnificat en el oficio divino nos anuncia con alegría:
“Cuando haya
salido el sol, veréis al Rey de los reyes saliendo del padre, como el esposo de
su tálamo”.
La presencia
de un Niño-Dios provoca el choque de los sentimientos religiosos del temor y de
la confianza, de ahí que en la oración de la misa y de vísperas se pida:
“Señor y Dios
nuestro, que cada año nos alegras con la esperanza de nuestra redención; así
como ahora acogemos gozosos a tu Hijo como Redentor, concédenos recibirlo
también confiados, cuando venga como Juez. Por el mismo Jesucristo… “
Lo más
característico en el aspecto litúrgico del día de navidad son las tres misas
propias. La primera se celebra a media noche, la segunda en la aurora y la
tercera durante el día.
Antes de la misa
de media noche se recomienda recitar con toda solemnidad el oficio de lecturas.
Este oficio, con las reflexiones teológicas de San León Magno, prepara a los
fieles de modo admirable a sentir la hondura del misterio de la Navidad del
Señor en la misa. Las frases de San León van cayendo con suavidad sobre los
corazones de los presentes y los abren a la gracia luminosa del Señor:
“Nuestro
Salvador, queridos hermanos, ha nacido hoy, alegrémonos. No puede haber sitio
para la tristeza, cuando se celebra el nacimiento de la vida… Nadie puede ser
apartado de esta alegría… Que se alegre el santo, porque se acerca a la palma.
Que se alegre el pecador, porque es invitado al perdón… Pues el Hijo de dios…
tomó la naturaleza humana para reconciliarla con su Creador. Por eso
abandonemos al hombre viejo con sus actos y hechos partícipes de la generación
de Cristo renunciemos a las obras de la carne.
Reconoce, oh
cristiano, tu dignidad, y hecho partícipe de la naturaleza divina, no vuelvas
ala vileza antigua. Acuérdate de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro.
Recuerda, que sacado de las tinieblas, has sido llevado a la luz y al reino de
Dios” (PL 54, 190-193).
Y así la misa
de media noche está toda ella dominada por el tema de la Luz:
“Oh Dios, que
has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, Luz verdadera…”
(Colecta)
“El pueblo
que caminaba en tinieblas vio una gran luz;
Habitaban
tierras de sombras, y una luz les brilló…
Porque un
niño nos ha nacido, … y se llamará: Consejero-Admirable, Dios-Poderoso, Príncipe
de la Paz”. (1º Lectura)
“Había en la
misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante
la noche su rebaño. Se les presentó el Ángel del Señor, y la gloria del Señor
los envolvió en su luz…” (Evangelio)
Como se ve la
liturgia de esta misa juega continuamente con el símbolo de la noche oscura
iluminada por una luz clara, que es el Niño nacido en Belén. El nacimiento del
niño-Luz introduce en el mundo dominado por las tinieblas un modo y un estilo
nuevo de vida entre los hombres, como lo testifica el Apóstol en la segunda
lectura:
“Ha aparecido
la gracia de Dios… enseñándonos a renunciar a la vida sin religión, y a los
deseos mundanos, y a llevar una vida ya desde ahora sobria, honrada y
religiosa, aguardando la dicha que esperamos: la aparición gloriosa del gran
Dios y Salvador nuestro, Jesucristo” (Tito 2,11-14)
Pues la Luz
de Dios genera luz en los discípulos del Señor, según él mismo lo afirmó:
“Vosotros
sois la luz del mundo… Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos” (Mt. 5,14-16)
La misa de la
aurora y el oficio de Laudes mantienen el tema de la luz y añaden además el
tema de la alegría mesiánica, como puede meditarse en los textos siguientes:
“Los pastores
se volvieron dando gloria a Dios y alabanzas, por lo que habían visto y oído”
(Evangelio)
“Salta de
alegría, hija de Sión; canta, hija de Jerusalén; mira, ya llega el rey, el
Santo, el Salvador del mundo” (Comunión)
“A los que
hemos celebrado con cristiana alegría el nacimiento de tu Hijo, concédenos,
Señor, penetrar con fe profunda en este misterio y amarlo cada vez con amor más
entrañable” (Postcomunión)
Y la misa del
día nos introduce en la hondura más profunda del Niño nacido en Belén, pues
según el Evangelio de San Juan ese Niño es el Verbo Eterno de Dios, que “se
hizo carne y acampó entre nosotros”. Y por ello el prefacio primero de las
misas navideñas alaba a Dios, pues en este Niño el rostro de Dios es visto por
los hombres de una manera nueva y también singular.
Con emoción
religiosa resume esta oración litúrgica todos los temas de la celebración
navideña, de la manera siguiente:
“En verdad es
justo y necesario es nuestro deber y salvación darte gracias…
Porque
gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante
nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente él
nos lleve al amor de lo invisible”.
En este día
del Nacimiento del Señor en carne humana la contemplación iluminada por la fe
hace sentir a los fieles “el maravillosos intercambio”: Dios se hace hombre
para que el hombre pueda elevarse al mundo divino. Así, pues, la liturgia, gran
maestra de la fe, nos presenta al Niño de Belén como el Hijo de Dios encarnado,
y de esta manera nos hace ver en Jesús, ya desde su nacimiento, no un hombre
extraordinario ni un dios con apariencia humana, sino la unión real y
misteriosa de Dios con un hombre verdadero llamado Jesús de Nazaret. Pero
además, con gran ternura y emoción religiosa, la liturgia navideña hace
descubrir a los fieles en ese “niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre” al Salvador, al Mesías y al Señor. Por eso la fiesta de navidad es una
fecha iluminada por la alegría nacida de la fe contemplativa del pueblo
cristiano.
Esta contemplación
popular cristiana en torno al misterio de la Navidad se expresó a partir de San
Francisco de Asís en la reproducción de la escena del nacimiento de Jesús por
medio de imágenes en los templos y en las casas. Estos “Nacimientos” son
sencillamente escenificaciones de los textos evangélicos, es decir, son la
continuidad hasta hoy de la “Biblia de los Pobres” de la Edad Media. Como es
sabido, las representaciones pintadas o esculpidas de los pasajes bíblicos
recibían este nombre, pues con ellas se pretendía instruir y catequizar a la
gente ruda y analfabeta. Pero lo curioso es que hoy sigue siendo un medio de
instrucción y de contemplación para los hombres de la época de la televisión,
que han perdido el gusto por la lectura.
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Bibliografía: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón S.J. Año Litúrgico y Piedad Popular Católica. Lima, 1982