Mateo 28, 16-20
La Santísima Trinidad es el misterio íntimo e insondable de Dios. Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Como
continuando la contemplación admirada de los misterios de nuestra fe, y con el
deseo de seguir en el clima de alegría de Pascua, la liturgia de la Iglesia nos
trae este domingo la celebración de la Santísima Trinidad. La revelación de la
Santísima Trinidad es la plenitud de la manifestación de Dios. La revelación de
Dios ya comienza cuando abrimos las primeras páginas de la Sagrada Escritura, y
ella nos habla majestuosamente de Dios haciendo cada una de las obras de la
creación, pero esa revelación llega a su culminación con esta magnífica e
insondable manifestación: Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo. Todo un
conjunto de textos del Nuevo Testamento
contienen esta afirmación y nos introducen en lo más íntimo de Dios.
Nosotros, que
necesitamos de las palabras y de los conceptos en ellas encerrados, queremos
acercarnos a la verdad, como quien se acerca al sol; y la Verdad más elevada es
una luz tan fuerte que tenemos que cerrar los ojos, pues nos deslumbra; y es
que esa verdad esencial es tan deslumbrante que se nos queda oculta detrás de
esa afirmación: Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la teología, en su
intento de comprender la realidad de Dios, tampoco llega muy lejos. Decimos que
Dios es una esencia única e indivisible, y que es a la vez tres Personas. Pero
no podemos entender cómo una misma esencia es participada por igual por el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y se nos ocurre pensar en un ser humano que
fuera a la vez tres personas, y eso nos parece una afirmación disparatada. Además
decimos que el Padre engendra al Hijo, pero el Hijo no es posterior al Padre,
sino tan eterno como El. Y hay un padre que engendra, sin una madre. Y el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y el Hijo no es como una esposa,
que con su esposo hacen aparecer un nuevo ser. La Teología busca, profundiza,
pero no llega al conocimiento que buscaba.
Qué pobres
nos resultan nuestras palabras. Parecen instrumentos torpes, inservibles cuando
con ellas queremos acceder al conocimiento del Ser Fundamental. Nuestras
palabras son tan ciegas. Pero por la fe intuimos que detrás de la frontera de
esas palabras se abre el Abismo de lo más elevado y de lo más sublime. Las
palabras persona, esencia, padre, hijo, espíritu, y todas las otras con que nos
acercamos a la Maravillosa y Luminosa Revelación, nos gritan que saltemos por
encima de lo inteligible. Así nos damos cuenta que debemos descalzarnos (como
Moisés ante la zarza ardiendo), debemos acercarnos desnudos de conceptos, y
dándole al corazón el puesto de la inteligencia, o más bien hacer que el
corazón, con su capacidad intuitiva, dirija a la inteligencia en esta nueva
forma de conocer.
Sabemos, y
tenemos certeza por la Revelación de que esas palabras tan torpes nos colocan
cara a cara de esta realidad. Y así colocados, entonces el corazón abre nuevas
rutas; y así detrás de esas palabras aparece el abismo inacabable, sin
fronteras, de todo lo que es Realidad y Belleza, y Verdad. Y así nos embarcamos
en la aventura de la fe, que se deja llevar, que se atreve a sintonizar con lo
totalmente nuevo y diferente. El corazón puede palpitar al unísono con esta
realidad envolvente y gozosa, de la cual las palabras sólo son gemidos sin
articular, como los sonidos sin articular de un infante.
Realidad sublime y maravillosa.
Trinidad de Dios deslumbradora y bella. Y qué bueno es encontrar que nuestro
entendimiento humano no queda aprisionado en su aventura del conocer por el
horizonte pequeño de nuestras palabras y de nuestros razonamientos. La Verdad
en su plenitud nos pone al descubierto como indigentes, nos enseña que nuestras
palabras resultan completamente torpes,
para conducirnos. Pero que nos sirven de punto de partida para dar un salto al
conocimiento que excede todo entendimiento. Teníamos nuestras palabras,
nuestras razones, nuestra lógica, y quedamos desnudos, sin palabras, sin
razones, sin lógica, cuando la Realidad más plena se nos presenta y Dios
cariñosamente nos dice cómo es El. Y la mejor manera de celebrar el misterio es
quedarnos atónitos, asombrados y con el corazón abierto de par en par, para
recibir la Luminosidad del Dios Uno y Trino, y gozar con aquello que no
alcanzamos ni a sospechar.
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Agradecemos al P. Franco SJ por su colaboración
Para otras reflexiones del P. Adolfo acceda AQUÍ.
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