Bajo
el nombre de Iglesias Orientales se designan las comunidades cristianas del
Este de Europa, del Asia y las fundadas por ellas en otras regiones del mundo.
Todas estas Iglesias siguen ritos litúrgicos y disciplinas canónicas distintas
de las usadas por la Iglesia Latina. De estas Iglesias Orientales, unas están
unidas a la Sede Apostólica de Roma y otras han roto su comunión con ella.
El
Concilio Vaticano II ha mostrado una gran estima por las instituciones, ritos
litúrgicos y patrimonio espiritual de estas Iglesias y ha hecho la declaración
siguiente:
“El
Santo Sínodo.., declara solemnemente que las Iglesias de oriente, como las de
Occidente, tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas
disciplinas peculiares, que están recomendados por su venerable antigüedad, son
más adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan más adecuadas para
procurar el bien de las almas” (OE. 5)
El
ritual de las Iglesias Orientales es producto de una larga y compleja
evolución; sin embargo, se acerca más que Occidente a los servicios religiosos
de los antiguos cristianos y por eso es más primitivo y arcaico.
En
concreto la Misa, aunque pueda presentar detalles diferentes según los diversos
tipos litúrgicos, sigue en todas las Iglesias de Oriente una pauta básica que
difiere bastante de la Misa Romana.
A
continuación vamos a tratar de la raíz de lo popular en las liturgias
orientales y de la Misa en el Oriente Cristiano.
1º
Raíz de lo popular en las liturgias orientales
En
las Iglesias Orientales la liturgia oficial es popular. La raíz de esta
integración de lo litúrgico-oficial con lo popular se encuentra en la
convicción de estas Iglesias de que la materia tocada por el poder divino se
trasforma en morada visible y portadora de la gracia de Dios. Este convencimiento
podrá aparecer como una superstición a muchos cristianos racionalistas y
secularizados de nuestros días, pero la teología oriental ha sabido fundamentar
con serena precisión la vivencia y la creencia de sus fieles.
Esta
teología enseña que el “mundo visible” llega a ser con toda facilidad el
reflejo y la manifestación del rostro divino, ya que todo lo material y visible
está bajo el dominio absoluto de Dios, pues Él es “Creador del cielo y de la
tierra, de las cosas visibles e invisibles”, como confesamos en el símbolo de
la fe. Más aún, los teólogos orientales repiten sin cesar que el Cristianismo
es la religión de la Encarnación, de la unión entre el cielo y la tierra y el
hombre. Su principal afirmación consiste en que lo divino y lo humano se han
unido en Cristo definitivamente y sin perder su propia identidad (Conc. De
Calcedonia, Actio V)
Partiendo
de estos dos grandes principios teológicos las liturgias orientales dan una
importancia capital a la participación de los sentidos en las celebraciones
religiosas, pues según ellas los sentidos de los fieles, una vez afinados y
educados por los ritos sagrados, perciben a través de ellos lo no-sensible
sensorialmente. La presencia en los actos litúrgicos de los íconos, de los
colores y de los reflejos luminosos vistos, de las melodías y lecturas oídas,
del incienso sentido como perfume, de los frutos de la tierra saboreados y
palpados, permiten hablar de un “ver, oír, oler, gustar y palpar” al Dios Trino
mediante los símbolos religiosos.
Son
los símbolos realidades sensibles que remiten a otras realidades. Remiten a
algo distinto de sí, pero con lo que están unidos por participar de su
significación. Los símbolos develan un sector de la realidad oculta a la
aprehensión empírico-racional. Mediante una creación de múltiples símbolos
cargados de poder evocador y de prestigio religioso, los ritos cristianos
orientales ponen en actividad los cinco sentidos corporales de los fieles.
Entre
los sentidos corporales es el de la vista el más mimado y el más alimentado por
el culto oriental que cuida con esmero los contrastes de luces y de colores,
las vestiduras sagradas de los ministros, los mosaicos e íconos de los templos…
Los
íconos son para el oriental manifestaciones de la presencia divina y oraciones contemplativas
plasmadas en maderas pintadas por artistas místicos. En el templo o en la casa,
de viaje, en horas difíciles o en momentos alegres el cristiano oriental desea
ver íconos y contemplar a través de estos ventanales religiosos el misterio que
existe más allá del tiempo y del espacio terreno.
Las
Iglesias Orientales han creado una rica teología en torno al ícono
cuidadosamente elaborada desde el Concilio de Nicea, llamada Iconosofía. Ella
es el mejor fundamento del culto a las imágenes practicado en el oriente
cristiano y en la Iglesia Católica Romana.
El
teólogo Pablo Eudokimov ha escrito páginas bellísimas de Iconosofía. Él nos
dice:
“El
ícono es un símbolo plástico, en él se perfila el misterio; a través de su
trasparente corteza mundana esculpe la última realidad inmutable, con la luz del
Tabor teje su propia trama y detrás de los fenómenos hace traslucir el Cielo
sobre la Tierra; de un trazo ágil con la agilidad del Espíritu Santo rasga el
mundo y hace brotar la presencia trascendente. El hombre se habitúa a vivir en
lo “totalmente diferente”, lo sobrenatural aparece sobrenaturalmente natural,
familiar, íntimo y se erige en norma de la existencia humana” (Eudokimov, p.12)
La
iconosofía viene repitiendo generación tras generación que la imagen muestra
silenciosamente lo que dice la palabra y que en el ícono vemos lo que hemos
oído decir. Es cierto que el Antiguo Testamento luchó contra las falsas
imágenes de Dios, pero en el Nuevo Testamento Dios ha mostrado a los hombres su
figura humana, porque “Cristo es la imagen del Dios invisible” (Col. 1,15); por
ello Jesús pudo decir a los suyos: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”
(Jn. 14,9)
Desde
la Encarnación del Hijo de Dios la imagen visible forma parte de la religión
revelada lo mismo que la palabra. El Dios que se revela en la carne humana de
Jesús es ante todo luz, que ilumina a todos los hombres (Jn 1,9)
¿Qué
actitud debe tomar el hombre ante esta realidad teológica? Se requiere
sencillamente la actitud de los ojos ante las cosas mundanas iluminadas por la
luz, esto es, una mirada intuitiva, simple, sin raciocinios.
En
que va a la liturgia debe mirar los íconos, los mosaicos, los objetos, los
ritos y los gestos sagrados con la luz contemplativa de la fe que descubre al
Señor palpitante y vivo en todos ellos. Por eso nos dicen las Escrituras que
durante la Cena del Señor la habitación en donde se celebraba estaba inundada
de luces porque Cristo se hallaba presente en medio de los fieles (Hechos 20,8)
y también advierten que cuando Satanás entró en Judas y éste abandonó la
reunión, era ya de noche (Jn. 13,30).
Al
dar tanta importancia a los sentidos, a su mediación en la vida de la fe y a la
participación de ellos en el culto, la liturgia del Oriente Cristiano se ha
convertido en una liturgia eminentemente popular, porque la religión popular
brota allí, en donde el alma del pueblo siente la simpatía por Dios a través
del mundo sensorial concreto.
En el
cristianismo existe una doble modalidad religiosa; en una predomina la palabra,
el hablar; en la otra tienen el principal prestigio la figura, el color, la
melodía misteriosa, el repique de la campanilla, el perfume, y el beso piadoso
dado a las imágenes… El primer tipo es propio de los Protestantes, el segundo
se da en las Iglesias Orientales. La Iglesia Católica Romana ha buscado un
equilibrio entre estas dos modalidades; aunque es cierto que después del
Concilio Vaticano II algunos sacerdotes católicos tienen la tendencia a
convertir la Misa en una liturgia de la Palabra, debido a que sobrevaloran las
reflexiona es en torno a la Palabra, y desestiman la voz silenciosa y
penetrante de los símbolos religiosos.
Para
corregir esta posible mutilación de nuestras celebraciones eucarísticas, tal
vez sea útil poner los ojos en la Misa de los orientales que está siempre
presidida por los íconos. Delante de cada uno de estos signos de la fe arden
innumerables lámparas cuyos resplandores recuerdan la luz de la Transfiguración
y resurrección del Señor.
Y es
que la Misa en el oriente crea ante el Corazón de los fieles un mundo
maravilloso de imágenes y sentimientos a través delos íconos, de las vestiduras
y gestos de los ministros, de las melodías misteriosas y conmovedoras, del
tintín alegra de las campanillas, de las nubes perfumadas del incienso… Así
lleva a los cristianos a contemplar la faz de Cristo, reflejo eterno del Padre.
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Referencia bibliográfica: P. Rodrigo Sánchez Arjona Halcón, S.J. "La Misa en la religión del pueblo", Lima, 1983.
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