SEMINARIO ARQUIDIOCESANO DE AREQUIPA
3. EXCESOS Y DEFECTOS. POSTURA MEDIA
A través de la investigación
teológica, acerca del misterio de la Virgen María, puede presentarse bajo
aspectos diversos y complementarios.
Hay
teólogos quienes describen la figura de María proyectando inmediatamente sobre
ella la luz que procede de Cristo. Estos teólogos construyen una "mariología
cristológica", cuyo principio fundamental es la maternidad divina de
María. Unida a Cristo indisolublemente en el acto divino que la eligió para ser
Madre de Dios, queda integrada en el orden hipostático y, por lo mismo, en
posesión de todos los privilegios que de él se derivan: concepción inmaculada
de María, virginidad perpetua, cooperación activa en la obra de la salvación,
Asunción en cuerpo y alma a los cielos, mediación universal de todas las
gracias. En esta mariología cristológica es María, en cierto modo, trascendente
a la Iglesia y se comprende fácilmente que pueda llamarse con justo título
madre nuestra; no sólo de todos y cada uno de los creyentes, sino de la Iglesia
misma.
Otro
grupo de teólogos organizan la reflexión teológica sobre María tomando como
principio fundamental el hecho de que María es el tipo y el modelo ejemplar de
la Iglesia, es la llamada "mariología eclesiológica".
En esta mariología, en la que María sería totalmente inmanente a la Iglesia,
ella es el prototipo de la Iglesia (nueva humanidad), que acepta la encarnación
del Verbo y le presta su carne para hacerse hombre (maternidad divina).
A
semejanza de María, la Iglesia, es Madre-Virgen; es inmaculada, "sin
mancha ni arruga", Efes 5, 7, libre de todo pecado, incluso del original;
como la Iglesia es concebida sin pecado en el bautismo; en su asunción a los
cielos, es decir, es el prototipo de la plenitud escatológica de la Iglesia,
Finalmente con su libre aceptación de la encarnación y de la cruz, es la que
recibe en sí los frutos de la redención de su Hijo divino, no sólo a nivel
individual sino también colectivo, pues con su "sí" se hace se hacía
como depositaria de todas las gracias salvíficas de la redención que habían de
depositarse en la Iglesia.
Estas dos tendencia
mariológicas: la cristológica y la eclesiológica se enfrentaron en ocasiones en
las asambleas de las sesiones del Concilio Vaticano II. Sin embargo el Vaticano
II no quiso pronunciarse por ninguna de
ellas en exclusiva, pues ambas cuentan con una larga tradición en la Teología
Católica. Al final del Concilio Vaticano II se demostró que más que un enfrentamiento
entre ambas posturas lo que había que procurar era integrar los valores
positivos de una y otra tendencia para así hallar una mariología más completa.
Por el lado contrario, y por ser una realidad
teológica tenemos que conocer qué dice la crítica dura y fuerte de los teólogos
Reformadores protestantes. Según ellos la Mariología católica está
sobredimensionada, no tiene justificación suficiente en la revelación bíblica
(palabra de Dios) y ellos afirman que: "se tiene la impresión de que la
mariología se sale de la religión bíblica y de la religión cristiana para
entrar en el mundo de la especulación, de las analogías o alegorías de todo
tipo, como si la mariología se dirigiera hacia una especie de cristianismo muy
apoyado en supersticiones populares: apariciones, milagros, etc, que hunden sus
raíces en el suelo de las creencias paganas". Y finalizan: "Nosotros
estamos convencidos de que esta forma de mariología constituye una trampa
mortal para la fe evangélica". R. Mehl, en "Le Catholicisme romain",
Neuhatel, 1958. Aquí tenemos una
serie de opiniones de los Reformadores que en nuestra opinión acusan poca
estima por el papel principal de la Virgen María.
Una vez más la solución está en un término
medio y es en el acontecimiento eclesial del Concilio Vaticano II (1962-1965),
donde se dan las bases para una nueva investigación de la mariología, en la
Constitución Dogmática sobre la Iglesia: "Lumen Gentium" en el
Capítulo VIII, dedicado exclusivamente a la Bienaventurada Virgen María, Madre
de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia, números 52 al 69 (ver y leer
el texto); en ellos se estudian los textos bíblicos sobre ella y nos dan la
base para conocerla mejor y fomentar la piedad del pueblo cristiano. También
"presenta una amplia síntesis de la doctrina católica sobre el puesto de
María en el misterio de Cristo y de la Iglesia", porque adopta una postura
nueva en el campo de la investigación mariológica y del culto a la Virgen
María. Teniendo en cuenta la investigaciones más equilibradas de los teólogos
católicos y sin ignorar las críticas de los teólogos y reformadores
protestantes, el Concilio presta particular atención a las aportaciones
positivas de los movimientos más vitales de la Iglesia Católica, en ese momento
(movimiento bíblico, patrístico, litúrgico, eclesiológico, ecuménico) y opta
por una profundización de los datos de la fe acerca de la Virgen María y lo
hace por medio de una exposición positiva sin afán de intención polémica.
Así tras una laborioso trabajo, los padres
conciliares ofrecieron a los fieles y, sobre todo, a los teólogos y a los
pastores, una base segura para una recta comprensión y presentación del
misterio de Maria. En este Capítulo VIII de la "Lumen Gentium", se
permite precisar las dimensiones esenciales de la mariología conciliar.
Posteriormente el Papa Pablo VI, en su Exhortación Apostólica: "Marialis
Cultus", (2 de Febrero 1974), en la Parte Segunda, en la Sección 2ª,
expone cuatro orientaciones para el culto a la Virgen María ha de tener una
fundamentación: bíblica, litúrgica, ecuménica y antropológica. Y dice así:
"A las anteriores
indicaciones, que surgen de considerar las relaciones de la Virgen María con
Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- y con la Iglesia, queremos añadir,
siguiendo la línea trazada por las enseñanzas conciliares, algunas orientaciones
-de carácter bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico- a tener en cuenta a
la hora de revisar o crear ejercicios y prácticas de piedad, con el fin de
hacer más vivo y más sentido el lazo que nos une a la Madre de Cristo y Madre
nuestro en la Comunión de los Santos.
La necesidad de una impronta
bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un postulado general de
la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente
difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la
moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a
servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración y a
buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables. El culto a la Santísima
Virgen no puede quedar fuera de esta dirección tomada por la piedad cristiana;
al contrario debe inspirarse particularmente en ella para lograr nuevo vigor y
ayuda segura. La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para
la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del
Salvador, y contiene además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias
indudables a Aquella que fue Madre y Asociada del Salvador. Pero no quisiéramos
que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de textos y símbolos
sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más; requiere, en
efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de
oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el
culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a
fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean
también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los
dictados de la Sabiduría encarnada.
Ya hemos hablado de la
veneración que la Iglesia siente por la Madre de Dios en la celebración de la
sagrada Liturgia. Ahora, tratando de las demás formas de culto y de los
criterios en que se deben inspirar, no podemos menos de recordar la norma de la
Constitución Sacrosanctum Concilium, la cual, al recomendar vivamente los
piadosos ejercicios del pueblo cristiano, añade: «…es necesario que tales
ejercicios, teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, se ordenen de manera que
estén en armonía con la sagrada Liturgia; se inspiren de algún modo en ella, y,
dada su naturaleza superior, conduzcan a ella al pueblo cristiano». Norma
sabia, norma clara, cuya aplicación, sin embargo, no se presenta fácil, sobre
todo en el campo del culto a la Virgen, tan variado en sus expresiones
formales: requiere, efectivamente, por parte de los responsables de las
comunidades locales, esfuerzo, tacto pastoral, constancia; y por parte de los
fieles, prontitud en acoger orientaciones y propuestas que, emanando de la
genuina naturaleza del culto cristiano, comportan a veces el cambio de usos
inveterados, en los que de algún modo se había oscurecido aquella naturaleza.
A este respecto queremos
aludir a dos actitudes que podrían hacer vana, en la práctica pastoral, la
norma del Concilio Vaticano II: en primer lugar, la actitud de algunos que
tienen cura de almas y que despreciando a priori los ejercicios piadosos, que
en las formas debidas son recomendados por el Magisterio, los abandonan y crean
un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que
armonizar los ejercicios piadosos con la liturgia, no suprimirlos. En segundo
lugar, la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y
pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en
celebraciones híbridas. A veces ocurre que dentro de la misma celebración del
sacrifico Eucarístico se introducen elementos propios de novenas u otras
prácticas piadosas, con el peligro de que el Memorial del Señor no constituya
el momento culminante del encuentro de la comunidad cristiana, sino como una
ocasión para cualquier práctica devocional. A cuantos obran así quisiéramos
recordar que la norma conciliar prescribe armonizar los ejercicios piadoso con
la Liturgia, no confundirlos con ella. Una clara acción pastoral debe, por una
parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por
otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada
comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la Liturgia.
Por su carácter eclesial, en
el culto a la Virgen se reflejan las preocupaciones de la Iglesia misma, entre
las cuales sobresale en nuestros días el anhelo por el restablecimiento de la
unidad de los cristianos. La piedad hacia la Madre del Señor se hace así
sensible a las inquietudes y a las finalidades del movimiento ecuménico, es
decir, adquiere ella misma una impronta ecuménica. Y esto por varios motivos.
En primer lugar porque los
fieles católicos se unen a los hermanos de las Iglesias ortodoxas, entre las
cuales la devoción a la Virgen reviste formas de alto lirismo y de profunda
doctrina al venerar con particular amor a la gloriosa Theotokos y al aclamarla
«Esperanza de los cristianos»; se unen a los anglicanos, cuyos teólogos
clásicos pusieron ya de relieve la sólida base escriturística del culto a la
Madre de nuestro Señor, y cuyos teólogos contemporáneos subrayan mayormente la
importancia del puesto que ocupa María en la vida cristiana; se unen también a
los hermanos de las Iglesias de la Reforma, dentro de las cuales florece
vigorosamente el amor por las Sagradas Escrituras, glorificando a Dios con las
mismas palabras de la Virgen, Lc 1, 46-55.
En segundo lugar, porque la
piedad hacia la Madre de Cristo y de los cristianos es para los católicos
ocasión natural y frecuente para pedirle que interceda ante su Hijo por la
unión de todos los bautizados en un solo pueblo de Dios. Más aún, porque es
voluntad de la Iglesia católica que en dicho culto, sin que por ello sea
atenuado su carácter singular, se evite con cuidado toda clase de exageraciones
que puedan inducir a error a los demás hermanos cristianos acerca de la
verdadera doctrina de la Iglesia católica y se haga desaparecer toda
manifestación cultual contraria a la recta práctica católica.
Finalmente, siendo
connatural al genuino culto a la Virgen el que «mientras es honrada la Madre
(…), el Hijo sea debidamente conocido, amado, glorificado», este culto se
convierte en camino a Cristo, fuente y centro de la comunión eclesiástica, en
la cual cuantos confiesan abiertamente que Él es Dios y Señor, Salvador y único
Mediador, 1 Tim 2, 5, están llamados a ser una sola cosa entre sí, con El y con
el Padre en la unidad del Espíritu Santo.
Somos conscientes de que
existen no leves discordias entre el pensamiento de muchos hermanos de otras
Iglesias y comunidades eclesiales y la doctrina católica «en torno a la función
de María en la obra de la salvación» y, por tanto, sobre el culto que le es
debido. Sin embargo, como el mismo poder del Altísimo que cubrió con su sombra
a la Virgen de Nazaret, Lc 1, 35, actúa en el actual movimiento ecuménico y lo
fecunda, deseamos expresar nuestra confianza en que la veneración a la humilde
Esclava del Señor, en la que el Omnipotente obró maravillas, Lc 1, 49, será,
aunque lentamente, no obstáculo sino medio y punto de encuentro para la unión
de todos los creyentes en Cristo. Nos alegramos, en efecto, de comprobar que
una mejor comprensión del puesto de María en el misterio de Cristo y de la
Iglesia, por parte también de los hermanos separados, hace más fácil el camino
hacia el encuentro. Así como en Caná la Virgen, con su intervención, obtuvo que
Jesús hiciese el primero de sus milagros, Jn 2, 1-12, así en nuestro tiempo
podrá Ella hacer propicio, con su intercesión, el advenimiento de la hora en
que los discípulos de Cristo volverán a encontrar la plena comunión en la fe. Y
esta nueva esperanza halla consuelo en la observación de nuestro predecesor
León XIII: la causa de la unión de los cristianos «pertenece específicamente al
oficio de la maternidad espiritual de María. Pues los que son de Cristo no
fueron engendrados ni podían serlo sino en una única fe y un único amor:
porque, « ¿está acaso dividido Cristo? », 1 Cor 1, 13; y debemos vivir todos
juntos la vida de Cristo, para poder fructificar en un solo y mismo cuerpo, Rom
7, 14».
En el culto a la Virgen
merecen también atenta consideración las adquisiciones seguras y comprobadas de
las ciencias humanas; esto ayudará efectivamente a eliminar una de las causas
de la inquietud que se advierte en el campo del culto a la Madre del Señor: es
decir, la diversidad entre algunas cosas de su contenido y las actuales
concepciones antropológicas y la realidad psicosociológica, profundamente
cambiada, en que viven y actúan los hombres de nuestro tiempo. Se observa, en
efecto, que es difícil encuadrar la imagen de la Virgen, tal como es presentada
por cierta literatura devocional, en las condiciones de vida de la sociedad
contemporánea y en particular de las condiciones de la mujer, bien sea en el
ambiente doméstico, donde las leyes y la evolución de las costumbres tienden
justamente a reconocerle la igualdad y la corresponsabilidad con el hombre en
la dirección de la vida familiar; bien sea en el campo político, donde ella ha
conquistado en muchos países un poder de intervención en la sociedad igual al
hombre; bien sea en el campo social, donde desarrolla su actividad en los más
distintos sectores operativos, dejando cada día más el estrecho ambiente del
hogar; lo mismo que en el campo cultural, donde se le ofrecen nuevas
posibilidades de investigación científica y de éxito intelectual.
Deriva de ahí para algunos
una cierta falta de afecto hacia el culto a la Virgen y una cierta dificultad
en tomar a María como modelo, porque los horizontes de su vida -se dice-
resultan estrechos en comparación con las amplias zonas de actividad en que el
hombre contemporáneo está llamado a actuar. En este sentido, mientras
exhortamos a los teólogos, a los responsables de las comunidades cristianas y a
los mismos fieles a dedicar la debida atención a tales problemas, nos parece
útil ofrecer Nos mismo una contribución a su solución, haciendo algunas
observaciones.
Ante todo, la Virgen María
ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imitación de los fieles no
precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente
socio-cultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes,
sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y
responsablemente a la voluntad de Dios, Lc 1, 38; porque acogió la palabra y la
puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el
espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta
discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente.
En segundo lugar quisiéramos
notar que las dificultades a que hemos aludido están en estrecha conexión con
algunas connotaciones de la imagen popular y literaria de María, no con su
imagen evangélica ni con los datos doctrinales determinados en el lento y serio
trabajo de hacer explícita la palabra revelada; al contrario, se debe
considerar normal que las generaciones cristianas que se han ido sucediendo en
marcos socio-culturales diversos, al contemplar la figura y la misión de María
-como Mujer nueva y perfecta cristiana que resume en sí misma las situaciones
más características de la vida femenina porque es Virgen, Esposa, Madre-, hayan
considerado a la Madre de Jesús como «modelo eximio» de la condición femenina y
ejemplar «limpidísimo» de vida evangélica, y hayan plasmado estos sentimientos
según las categorías y los modos expresivos propios de la época. La Iglesia,
cuando considera la larga historia de la piedad mariana, se alegra comprobando
la continuidad del hecho cultual, pero no se vincula a los esquemas
representativos de las varias épocas culturales ni a las particulares
concepciones antropológicas subyacentes, y comprende como algunas expresiones
de culto, perfectamente válidas en sí mismas, son menos aptas para los hombres
pertenecientes a épocas y civilizaciones distintas.
Deseamos en
fin, subrayar que nuestra época, como las precedentes, está llamada a verificar
su propio conocimiento de la realidad con la palabra de Dios y, para limitarnos
al caso que nos ocupa, a confrontar sus concepciones antropológicas y los
problemas que derivan de ellas con la figura de la Virgen tal cual nos es
presentada por el Evangelio. La lectura de las Sagradas Escrituras, hecha bajo
el influjo del Espíritu Santo y teniendo presentes las adquisiciones de las
ciencias humanas y las variadas situaciones del mundo contemporáneo, llevará a
descubrir como María puede ser tomada como espejo de las esperanzas de los
hombres de nuestro tiempo. De este modo, por poner algún ejemplo, la mujer
contemporánea, deseosa de participar con poder de decisión en las elecciones de
la comunidad, contemplará con íntima alegría a María que, puesta a diálogo con
Dios, da su consentimiento activo y responsable no a la solución de un problema
contingente sino a la «obra de los siglos» como se ha llamado justamente a la
Encarnación del Verbo; se dará cuenta de que la opción del estado virginal por
parte de María, que en el designio de Dios la disponía al misterio de la
Encarnación, no fue un acto de cerrarse a algunos de los valores del estado
matrimonial, sino que constituyó una opción valiente, llevada a cabo para
consagrarse totalmente al amor de Dios; comprobará con gozosa sorpresa que
María de Nazaret, aún habiéndose abandonado a la voluntad del Señor, fue algo
del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de religiosidad
alienante, antes bien fue mujer que no dudó en proclamar que Dios es vindicador
de los humildes y de los oprimidos y derriba sus tronos a los poderosos del
mundo, Lc 1, 51-53; reconocerá en María, que «sobresale entre los humildes y
los pobres del Señor, una mujer fuerte que conoció la pobreza y el sufrimiento,
la huida y el exilio, Mt 2, 13-23: situaciones todas estas que no pueden
escapar a la atención de quien quiere secundar con espíritu evangélico las
energías liberadoras del hombre y de la sociedad; y no se le presentará María
como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino, sino como
mujer que con su acción favoreció la fe de la comunidad apostólica en Cristo,
Jn 2, 1-12, y cuya función maternal se dilató, asumiendo sobre el calvario
dimensiones universales. Son ejemplos. Sin embargo, aparece claro en ellos cómo
la figura de la Virgen no defrauda esperanza alguna profunda de los hombres de
nuestro tiempo y les ofrece el modelo perfecto del discípulo del Señor:
artífice de la ciudad terrena y temporal, pero peregrino diligente hacia la
celeste y eterna; promotor de la justicia que libera al oprimido y de la
caridad que socorre al necesitado, pero sobre todo testigo activo del amor que
edifica a Cristo en los corazones.
Después de haber ofrecido
estas directrices, ordenadas a favorecer el desarrollo armónico del culto a la
Madre del Señor, creemos oportuno llamar la atención sobre algunas actitudes cultuales
erróneas. El Concilio Vaticano II ha denunciado ya de manera autorizada, sea la
exageración de contenidos o de formas que llegan a falsear la doctrina, sea la
estrechez de mente que oscurece la figura y la misión de María; ha denunciado
también algunas devociones cultuales: la vana credulidad que sustituye el
empeño serio con la fácil aplicación a prácticas externas solamente; el estéril
y pasajero movimiento del sentimiento, tan ajeno al estilo del Evangelio que
exige obras perseverantes y activas. Nos renovamos esta deploración: no están
en armonía con la fe católica y por consiguiente no deben subsistir en el culto
católico. La defensa vigilante contra estos errores y desviaciones hará más
vigoroso y genuino el culto a la Virgen: sólido en su fundamento, por el cual
el estudio de las fuentes reveladas y la atención a los documentos del
Magisterio prevalecerán sobre la desmedida búsqueda de novedades o de hechos
extraordinarios; objetivo en el encuadramiento histórico, por lo cual deberá
ser eliminado todo aquello que es manifiestamente legendario o falso; adaptado
al contenido doctrinal, de ahí la necesidad de evitar presentaciones
unilaterales de la figura de María que insistiendo excesivamente sobre un
elemento comprometen el conjunto de la imagen evangélica, límpido en sus
motivaciones, por lo cual se tendrá cuidadosamente lejos del santuario todo
mezquino interés.
Finalmente, por si fuese
necesario, quisiéramos recalcar que la finalidad última del culto a la
bienaventurada Virgen María es glorificar a Dios y empeñar a los cristianos en
un vida absolutamente conforme a su voluntad. Los hijos de la Iglesia, en
efecto, cuando uniendo sus voces a la voz de la mujer anónima del Evangelio,
glorifican a la Madre de Jesús, exclamando, vueltos hacia El: «Dichoso el
vientre que te llevó y los pechos que te crearon», Lc 11, 27, se verán
inducidos a considerar la grave respuesta del divino Maestro: «Dichosos más
bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», Lc 11, 28. Esta misma
respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos
Santos Padres y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II, suena también
para nosotros como una admonición a vivir según los mandamientos de Dios y es
como un eco de otras llamadas del divino Maestro: «No todo el que me dice:
«Señor, Señor», entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad
de mi Padre que está en los cielos», Mt 7, 21, y «Vosotros sois amigos míos, si
hacéis cuanto os mando», Jn 15, 14".
San Juan Pablo II aprobó una carta Apostólica
de la Congregación para la Educación Católica en el 1988, en la que se dan
instrucciones acerca de: "La Viren María en la formación intelectual y
espiritual", de todo cristiano, y de una manera especial en los futuros
sacerdotes, en la que se propone otra vez que se estudie en los Seminarios
Diocesanos y en las facultades de Teología la Mariología con fundamentos
bíblicos, eclesiológicos, litúrgicos y antropológicos con las siguientes
recomendaciones:
I. La Virgen María en la formación intelectual y espiritual. La Investigación mariológica
De los
datos expuestos en la primera parte de esta Carta se ve que la mariología está
hoy viva y comprometida en cuestiones importantes en el campo de la doctrina y
de la pastoral. Por eso es necesario que ella, además de atender a los
problemas pastorales que vayan surgiendo, cuide sobre todo el rigor de la
investigación, llevada a cabo con criterios científicos.
También para la
mariología sirve la palabra del Concilio: "La sagrada teología se apoya,
como en cimiento perenne, en la Palabra de Dios escrita, junto con la Sagrada
Tradición, y en aquélla se consolida firmemente y se rejuvenece sin cesar,
penetrando a la luz de la fe toda la verdad escondida en el misterio de Cristo"
(Dei Verbum, 24). El estudio de la Sagrada Escritura debe ser, por tanto, como
el alma de la mariología (cf. lb., 24; Optatam totius, 16)
Además es
imprescindible para la investigación mariológica el estudio de la Tradición, ya
que, como enseña el Vaticano II, "la Sagrada Tradición y la Sagrada
Escritura forman un solo depósito sagrado de la Palabra de Dios, confiado a la
Iglesia" (Dei Verbum, 10). El estudio de la Tradición se manifiesta, por
lo demás, particularmente fecundo por la cualidad y cantidad del patrimonio
mariano de los Padres de la Iglesia y de las diversas liturgias.
La
investigación sobre la Sagrada Escritura y sobre la Tradición, llevada a cabo
conforme a las metodologías más fecundas y con los instrumentos más válidos de
la crítica, debe ser guiada por el Magisterio, porque a él se le ha encomendado
el depósito de la Palabra de Dios para su custodia y su auténtica
interpretación (cf. ib., 10); y deberá ser confortada y completada, si es el
caso, con las adquisiciones más seguras de la antropología y de las ciencias
humanas.
II. La enseñanza de la mariología
Considerada
la importancia de la figura de la Virgen en la historia de la salvación y en la
vida del Pueblo de Dios, y después de las indicaciones del Vaticano II y de los
Sumos Pontífices, no puede pensarse en descuidar hoy la enseñanza de la
mariología: es preciso por tanto darle a esta enseñanza el puesto justo en los
seminarios y en las facultades teológicas. Esta enseñanza, consistente en un
"tratamiento sistemático", será:
a) orgánica,
es decir, inserta en el plan de estudios del curso teológico;
b)
completa, de manera que la persona de la Virgen sea considerada en la historia
íntegra de la salvación, es decir, en su relación con Dios; con Cristo, Verbo
encarnado, salvador y mediador; con el Espíritu Santo, santificador y dador de
vida; con la Iglesia, sacramento de salvación; con el hombre -sus orígenes y su
desarrollo en la vida de la gracia, su destino de gloria-;
c)
respondiendo a los varios tipos de formación (centros de cultura religiosa,
seminarios, facultades teológicas...) y al nivel de los estudiantes: futuros
sacerdotes y maestros de mariología, animadores de la piedad mariana en las
diócesis, formadores de vida religiosa, catequistas, conferenciantes y cuantos
tienen el deseo de profundizar en los conocimientos marianos.
Una
enseñanza ordenada de esa forma evitará presentaciones unilaterales de la
figura y de la misión de María, con detrimento de la visión de conjunto de su
misterio, y constituirá un estímulo para investigaciones profundas -por medio
de seminarios y redacción de tesis de licencia o doctorado- sobre las fuentes
de la Revelación y sobre los documentos del Magisterio. Además los distintos
profesores, con una oportuna y fecunda visión interdisciplinar, podrán
realizar, en el desarrollo de su enseñanza, los posibles datos referidos a la
Virgen.
Es por
tanto necesario que cada uno de los centros de estudios teológicos -según la
propia fisonomía- prevea en la "Ratio studiorum" la enseñanza de la
mariología en una forma definida y con las características indicadas más
arriba; y que, en consecuencia, los profesores de mariología tengan una
preparación adecuada.
En este
sentido es oportuno recordar que las normas para la aplicación de la
Constitución Apostólica "Sapientia christiana" prevén la licenciatura
y el doctorado en teología con especialización en mariología.
Por eso, el Capítulo VIII de la Lumen Gentium
sobre la Virgen María en la Iglesia es fruto de dos tendencias que existían
acerca del papel de la Virgen María. Los "maximalistas" exaltados que
querían para la Virgen María un palacio, al margen del tratado de la Iglesia, y
los "minimalistas" del lado contrario que querían para ella sólo una
habitación dentro del palacio de la Iglesia. Los que se fijaban más en la
tradición y la suponían por encima de la Iglesia, y los que se esforzaban por
comprender a la Virgen desde la Biblia (revelación), colocándola dentro del
Misterio de la Iglesia.
Por ello, en dos partes iguales, se dividió
el tema de la Virgen en la asamblea conciliar, dando como fruto de las dos
tendencias, una presentación de la Virgen María que positiva, bella,
equilibrada, bíblica, ecuménica y eclesial.
Verdaderamente es difícil escribir
con mayor fundamento escriturístico, con más solidez teológica y con una más
devota unción que como se redactó este capítulo VIII de la Lumen Gentium. En él
se pone de relieve el papel incomparable de María en la historia de la
salvación, pero siempre con relación a Jesucristo y a la Iglesia. Nunca al
margen, pues la Virgen María ocupa un puesto central en la historia de la
salvación, no ya en cuanto que es la madre del Señor, sino en cuanto que, con
su acción libre, se hace efectivamente su madre al dar su asentimiento al acto
decisivo redentor de Dios.
Hoy día se considera que la mariología ha de
tener su punto de arranque en la Historia de la Salvación y de la Cristología
La mariología será cristocéntrica y ha de estar al servicio de la cristología,
pero evitando forzar analogías de María con Cristo para no convertirse en un
duplicado de la cristología. Esto significa un cambio de ruta para pasar del
método deductivo de las tesis que hay que demostrar a un "contacto más
vivo con el Misterio de Cristo y con la historia de la salvación",
(Optatam totius, nº 16). Se trata de poner como fundamento y norma toda la
construcción mariológica no en proposiciones abstractas, sino partiendo de la
figura bíblica y concreta de María en su función y en orden a la salvación y
sobre todo su relación con Cristo, centro de toda la historia y del anuncio del
Evangelio.
Desde el punto de vista eclesiológico
es preciso insertar a María en la comunidad de los creyentes que se salvan,
teniendo en cuenta no sólo su unión con Cristo, sino también su diferencia
cualitativa y funcional respecto a Cristo. Así al restituir a María a la
comunidad de la Iglesia y a la humanidad se comprenderá mejor su función de
madre, tipo del creyente, modelo del discipulado, en cuanto ella es también
miembro de la comunidad creyente protocristiana y pospascual
Así el Concilio Vat. II al poner a María
dentro de la Iglesia, contribuyó a una profunda renovación de la mariología
respecto a los últimos siglos. Ya San Agustín afirma que la Virgen María no
está fuera de la Iglesia, ni sobre la Iglesia, sino como un miembro de los
misma Iglesia, aunque es el más excelente: "Santa es María, bienaventurada
es María, pero es más importante la Iglesia que la Virgen María. ¿Por qué?
Porque María es una parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, superior
a los demás, pero un miembro de todo el cuerpo. Si es un miembro del cuerpo,
sin duda, más importante es el cuerpo que un miembro del cuerpo".
También para hablar de María, el Conc. Vat.
II, tomó una expresión de San Ambrosio, Obispo de Milán en el Siglo IV, que decía:
"María es la figura de la Iglesia". De este modo se situaba a la
Virgen María en el corazón de la Iglesia; María no era un misterio en sí,
aislado del único "misterio de Cristo", sino colocándola como tipo y
figura de la Iglesia confirmaba el lugar que desde hacía siglos le había
reconocido la tradición cristiana y se daban pasos para comprender el papel de
María junto a su Hijo Jesucristo y a la Iglesia que él fundó, así a la vez
ayudaba a penetrar más en la misterio y realidad de la Iglesia.
La reflexión teológica que precedió al Conc.
Vat. II insistió en las relaciones de solidaridad entra la Virgen María y la
Iglesia, viendo en María la realización más perfecta de lo que el cristiano ha
de realizar en su existencia. Ello contribuyó a que los Padres conciliares se
decidieran exponer la doctrina mariológica no en un documento aparte, sino en
la Constitución Dogmática sobre la Iglesia: "Lumen Gentium", en su
capítulo final, el VIII. Así la Virgen María aparece trascendente: es madre de
la Iglesia y a la vez, inmanente: es hermana nuestra, es la sierva humilde y
fiel del Señor.
Sin olvidar su superioridad y singularidad,
aunque evitando excesos y exageraciones doctrinales, el Concilio Vaticano II
insiste en presentar a María como modelo. Y dice: "Recuerden, pues, los
fieles que la verdadera devoción (a María), no consiste en un sentimentalismo
estéril y transitorio, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe
auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que
nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus
virtudes". Lumen Gentium, nº 67.
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Agradecemos al P. Ignacio Garro S.J. por su colaboración.
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