Templos de Dios con un sacrificio
desde donde sale el sol hasta el ocaso
desde donde sale el sol hasta el ocaso
Homilía por el P. José R. Martínez Galdeano, S.J.
Celebramos hoy la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán. La Basílica de San Juan de Letrán es una de las siete basílicas mayores de Roma; mayores porque son las basílicas de mayor significación. Su visita, que los peregrinos realizan a Roma desde el siglo cuatro, es obligada para conseguir las indulgencias de jubileos y peregrinaciones. El terreno, donde se edificó esta basílica, fue antes sede de un palacio imperial y fue donado por el Emperador Constantino, primer emperador cristiano, en el siglo cuarto para la construcción de una basílica. Allí puso su residencia el Obispo de Roma y su iglesia vino a ser la iglesia matriz de Roma, es decir la catedral de la diócesis de Roma. Está dedicada a Cristo Salvador. Sin embargo es más conocida con el nombre de san Juan de Letrán, porque tanto Juan Evangelista como Juan Bautista indicaron al Salvador. El nombre oficial es «Archibasilica Sanctissimi Salvatoris». Es la más antigua y la de rango más alto entre las cuatro basílicas mayores o papales de Roma y tiene el título honorífico de "Omnium urbis et orbis ecclesiarum mater et caput" (madre y cabeza de todas las iglesias de la ciudad de Roma y de todo el orbe), por ser la sede episcopal del primado de todos los obispos, el Papa.
Como lo testimonia una de las cartas de San Ignacio de Antioquia, obispo sirio martirizado en Roma muy a comienzos del siglo II (hacia a. 110), y el mismo San Pablo con su carta a los Romanos, comunidad cristiana que ni había fundado ni había visitado y a la que escribe su carta más importante y más cuidadosamente escrita, la Iglesia universal ha considerado a la iglesia de Roma, sede del sucesor de Pedro, como garantía de la fe sin error. La doctrina que venía de ella, era considerada como constitutiva de la fe de la Iglesia. El acuerdo doctrinal con ella vino a ser prueba cierta de ortodoxia, es decir de que su enseñanza coincidía con la de los Apóstoles. Su sede es cabeza de todas las iglesias.
Esta fiesta recuerda y es la fiesta de la legitimidad y de la unidad de la Iglesia, fundada sobre la fe de Pedro, la roca firme, cuya permanencia Cristo garantiza hasta el fin de los siglos. Por eso la unión con Roma asegura a todos los cristianos y a todas las iglesias que nuestro caminar y nuestra doctrina son los que nos legó Jesús mismo. Hoy especialmente y en esta misa avivemos el fervor cuando pidamos por el Papa en la oración de los fieles y por la unidad de la Iglesia y por el Papa en la plegaria después de la consagración.
Pero además de alguna manera también cada uno de nuestros templos son símbolo de esta nuestra Iglesia universal. La Iglesia como templo de Dios es un símbolo repetido en el Nuevo Testamento. También aquel templo del Antiguo Testamento es símbolo de la entonces futura Iglesia de Jesús.
“Destruyan este templo, que yo lo reedifico en tres días”. No entendieron nada. Pero nosotros podemos entender. Nos dice San Pedro: “Acercándose a él (a Cristo), piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también ustedes, como piedras vivas”. En el bautismo nos hemos acercado a Cristo resucitado, piedra viva, y hemos recibido de él la participación en su vida divina de Hijo de Dios, siendo hechos a su imagen también hijos de Dios. De esta manera, continúa Pedro, “entren en la construcción de un edificio espiritual– se trata de la Iglesia– para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe 2,4-5). La gracia santificante, que se nos dio en el bautismo; se recupera, si perdida, en la confesión; produce los mismos frutos que en Jesucristo y crece con los sacramentos y las buenas obras; la gracia santificante, que pide que nuestras obras y vida sean santas, nos ha convertido en sacerdotes para este mundo, capaces de transformar la pura materia en culto a Dios. Ezequiel vio ese templo, esa Iglesia, como un río cada vez más caudaloso, que hace feraz y llena de riquezas las tierras que cruza. Así es la Iglesia. Debemos saberlo y aprovechar la cercanía de la Iglesia para dar muchos frutos de virtud, de santidad, de apostolado. El Concilio Vaticano II desarrolla muy bien esta verdad: “Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo (por el bautismo) y ungidos por el Espíritu Santo (en la confirmación) tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo entero” (Vat. II sobre la Iglesia, 34).
Nuestros templos de piedra, esta iglesia de San Pedro, la más maravillosa catedral y la más sencilla de las capillas, son mucho más que aquel templo de Jerusalén. Y lo son no por sus obras de arte, sino porque en ellos está Cristo resucitado en las hostias consagradas que se conservan en el sagrario, en ellos se ofrece a Dios el sacrificio de Cristo que perdona nuestros pecados del mundo, en ellos sigue Cristo escuchando, perdonando, consolando, enseñando, tocando los corazones, siendo el camino, la verdad y la vida.
Es importantísimo que nosotros los católicos, que tenemos fe, la mostremos a todos. Que nuestros fieles, nuestros niños desde niños sean educados para interpretar los signos externos de la presencia de Jesús y que sepan comportarse ante ello. La lámpara del Santísimo aislada, más normalmente de color rojo, en situación aislada de otras luces para que destaque en la sombra, más normalmente en el altar mayor, con frecuencia cercana al tabernáculo, que es el lugar donde se guardan las hostias consagradas, que ya no son pan sino Jesús Dios y hombre verdadero. Esa lamparita denota la presencia de Cristo. Al pasar delante, se debe doblar la rodilla derecha como homenaje ante Dios. Cuántos, también católicos, pasan indiferentes mostrando que no saben nada, que son unos ignorantes de la presencia de Cristo allí. Encuentro muy bien la costumbre de muchos que hacen el saludo con la señal de la cruz, pasando delante de una iglesia. Nos recuerda a todos que “el Verbo se hizo carne y habitó y habita entre nosotros”. Aprendamos, practiquemos, enseñemos a nuestros hijos, niños y jóvenes.
La misa del domingo hará así activar esa nuestra conciencia “sacerdotal”. En todo el mundo ofrecemos los católicos ese sacrificio “desde donde sale el sol hasta el ocaso”. Demos gracias a Dios porque nos hace dignos de poder hacerlo.
Como lo testimonia una de las cartas de San Ignacio de Antioquia, obispo sirio martirizado en Roma muy a comienzos del siglo II (hacia a. 110), y el mismo San Pablo con su carta a los Romanos, comunidad cristiana que ni había fundado ni había visitado y a la que escribe su carta más importante y más cuidadosamente escrita, la Iglesia universal ha considerado a la iglesia de Roma, sede del sucesor de Pedro, como garantía de la fe sin error. La doctrina que venía de ella, era considerada como constitutiva de la fe de la Iglesia. El acuerdo doctrinal con ella vino a ser prueba cierta de ortodoxia, es decir de que su enseñanza coincidía con la de los Apóstoles. Su sede es cabeza de todas las iglesias.
Esta fiesta recuerda y es la fiesta de la legitimidad y de la unidad de la Iglesia, fundada sobre la fe de Pedro, la roca firme, cuya permanencia Cristo garantiza hasta el fin de los siglos. Por eso la unión con Roma asegura a todos los cristianos y a todas las iglesias que nuestro caminar y nuestra doctrina son los que nos legó Jesús mismo. Hoy especialmente y en esta misa avivemos el fervor cuando pidamos por el Papa en la oración de los fieles y por la unidad de la Iglesia y por el Papa en la plegaria después de la consagración.
Pero además de alguna manera también cada uno de nuestros templos son símbolo de esta nuestra Iglesia universal. La Iglesia como templo de Dios es un símbolo repetido en el Nuevo Testamento. También aquel templo del Antiguo Testamento es símbolo de la entonces futura Iglesia de Jesús.
“Destruyan este templo, que yo lo reedifico en tres días”. No entendieron nada. Pero nosotros podemos entender. Nos dice San Pedro: “Acercándose a él (a Cristo), piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también ustedes, como piedras vivas”. En el bautismo nos hemos acercado a Cristo resucitado, piedra viva, y hemos recibido de él la participación en su vida divina de Hijo de Dios, siendo hechos a su imagen también hijos de Dios. De esta manera, continúa Pedro, “entren en la construcción de un edificio espiritual– se trata de la Iglesia– para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pe 2,4-5). La gracia santificante, que se nos dio en el bautismo; se recupera, si perdida, en la confesión; produce los mismos frutos que en Jesucristo y crece con los sacramentos y las buenas obras; la gracia santificante, que pide que nuestras obras y vida sean santas, nos ha convertido en sacerdotes para este mundo, capaces de transformar la pura materia en culto a Dios. Ezequiel vio ese templo, esa Iglesia, como un río cada vez más caudaloso, que hace feraz y llena de riquezas las tierras que cruza. Así es la Iglesia. Debemos saberlo y aprovechar la cercanía de la Iglesia para dar muchos frutos de virtud, de santidad, de apostolado. El Concilio Vaticano II desarrolla muy bien esta verdad: “Los laicos, en cuanto consagrados a Cristo (por el bautismo) y ungidos por el Espíritu Santo (en la confirmación) tienen una vocación admirable y son instruidos para que en ellos se produzcan siempre los más abundantes frutos del Espíritu. Pues todas sus obras, preces y proyectos apostólicos, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren pacientemente, se convierten en hostias espirituales, aceptables a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del cuerpo del Señor, ofrecen piadosísimamente al Padre. Así también los laicos, como adoradores en todo lugar y obrando santamente, consagran a Dios el mundo entero” (Vat. II sobre la Iglesia, 34).
Nuestros templos de piedra, esta iglesia de San Pedro, la más maravillosa catedral y la más sencilla de las capillas, son mucho más que aquel templo de Jerusalén. Y lo son no por sus obras de arte, sino porque en ellos está Cristo resucitado en las hostias consagradas que se conservan en el sagrario, en ellos se ofrece a Dios el sacrificio de Cristo que perdona nuestros pecados del mundo, en ellos sigue Cristo escuchando, perdonando, consolando, enseñando, tocando los corazones, siendo el camino, la verdad y la vida.
Es importantísimo que nosotros los católicos, que tenemos fe, la mostremos a todos. Que nuestros fieles, nuestros niños desde niños sean educados para interpretar los signos externos de la presencia de Jesús y que sepan comportarse ante ello. La lámpara del Santísimo aislada, más normalmente de color rojo, en situación aislada de otras luces para que destaque en la sombra, más normalmente en el altar mayor, con frecuencia cercana al tabernáculo, que es el lugar donde se guardan las hostias consagradas, que ya no son pan sino Jesús Dios y hombre verdadero. Esa lamparita denota la presencia de Cristo. Al pasar delante, se debe doblar la rodilla derecha como homenaje ante Dios. Cuántos, también católicos, pasan indiferentes mostrando que no saben nada, que son unos ignorantes de la presencia de Cristo allí. Encuentro muy bien la costumbre de muchos que hacen el saludo con la señal de la cruz, pasando delante de una iglesia. Nos recuerda a todos que “el Verbo se hizo carne y habitó y habita entre nosotros”. Aprendamos, practiquemos, enseñemos a nuestros hijos, niños y jóvenes.
La misa del domingo hará así activar esa nuestra conciencia “sacerdotal”. En todo el mundo ofrecemos los católicos ese sacrificio “desde donde sale el sol hasta el ocaso”. Demos gracias a Dios porque nos hace dignos de poder hacerlo.
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