Lecturas: Prov 31,10-13.19-20.30-31; S. 127; 1Ts 5,1-6; Mt 25,14-30
Como buenos administradores
P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
Estamos terminando el año litúrgico. Hoy es el penúltimo domingo. Aprovechando el momento la Iglesia suele volver sistemáticamente a reavivar la reflexión sobre el final de nuestro tiempo en este mundo durante varios domingos. Las fiestas concurrentes han reducido este año estos domingos a solo dos.
Es de fe que al final de la vida hemos de dar cuenta de su empleo a Dios. “Desde allí –desde la Gloria a la derecha del Padre, confesamos en el Credo ya desde los primeros siglos– ha de venir Jesús a juzgar a los vivos y a los muertos”, es decir a todos los hombres. “Está determinado que todo hombre muera una sola vez y después de la muerte el juicio” (Heb 9,27).
Es una verdad no precisamente terrible. Es terrible para el que se empeña en montar su vida “como si Dios no existiera”. Es sumamente consoladora para quien la está viviendo desde el amor a Él con todas sus consecuencias. Ser juzgado por Aquél a quien tanto se ama, como expresó en el lecho de muerte Santa Teresa del Niño Jesús, es de lo más consolador.
La parábola es bastante clara. Tres administradores, tres personas; uno recibe mucho, otro un término medio, ni poco ni mucho, otro muy poco. El mundo no se divide en dos clases: buenos y malos o ricos y pobres. Tres grupos significa que todo el mundo está incluido. Porque tampoco se trata de hacer cosas raras ni extraordinarias. Aquella mujer hacendosa, aquella mujer maravillosa, de mucho más valor que las perlas y riquezas, es una mujer que cumple exactamente con la misión que Dios le ha dado entre los hombres. Así lo dice el libro de los Proverbios. Aquellos administradores tienen que ser eso: administradores, simplemente buenos administradores. Es en este mundo, cumpliendo nuestra misión de hombres, hijos de Dios y hermanos de nuestros hermanos, como hemos de ganar el mundo futuro.
También es claro que los talentos simbolizan todos los bienes recibidos de Dios, sea directamente como los de la naturaleza: la salud, la capacidad intelectual, sea de modo indirecto como los de la familia, de la educación, del éxito en los trabajos, de la suerte. Y no hay que olvidar los talentos sobrenaturales: la fe, los sacramentos, el conocimiento de Jesucristo, la Iglesia, las gracias particulares. Son los bienes que ya has recibido, los que estás recibiendo y los que en su providencia Dios te va a ir dando en el futuro. El talento era una cantidad de plata bien fuerte (aproximadamente 325.000 €). Nadie ha recibido con escasez. Todos han recibido y están recibiendo bastante más de lo estrictamente necesario para salvarse y aun para ser santos, pues ésta es la voluntad de Dios. Y Dios todo lo que permite es para bien de los que ha elegido, es decir todos los hombres, pues por todos ha muerto en la cruz (Ro 8,28; Ga 2,20). Nadie tiene razón válida para no trabajar por su santificación. Si no se salva, él será responsable de su condena.
Las mismas palabras las emplea el Señor para premiar al que ganó cinco talentos con los cinco que administró, que al que logró tres con otros tres. Dios mira no tanto el éxito cuanto el amor que se pone en las obras. A la sierva de Dios Consolata Bretone, clarisa capuchina, que ofrecía al Señor todo lo que hacía por los sacerdotes (sus oraciones y su trabajo de cocinera), le manifestó Jesús: “Son acciones insignificantes. Pero, como tú me las ofreces con tanto amor, concedo a ellas un valor desmedido y las transformo en gracias de conversión, que descienden sobre los hermanos infieles”.
El principio es general. Abraza a toda clase de pobres: en bienes económicos, en bienes intelectuales, corporales, culturales, de sabiduría, de salud, de cualidades humanas. Si algo está claro en la Escritura y en la historia de la Iglesia es que lo normal en las elecciones de Dios sea las de personas sin aparentes posibilidades humanas para ser instrumentos de cosas grandes. Así fue con David, el más pequeño de la familia, que andaba con las ovejas; así con María, en quien miró la humildad de su esclava (Lc 1,48); con los apóstoles; y en nuestros días con Teresa del Niño Jesús, con Santa Faustina Kowalska, con Santa Teresa de Calcuta. Para cada uno de nosotros es muy estimulante. No necesitamos más de lo que tenemos en nada humano para hacer un gran servicio a Dios. Basta que pongamos todo lo nuestro, lo mucho o poco, al servicio de Dios y para ayuda de su templo vivo, que es la Iglesia. Dar nuestro cuadrante, lo que tenemos en nuestra pobreza. Nuestros céntimos en limosnas, en oración, en colaboración personal, en sacrificios por la Iglesia y su obra misionera y apostólica. Al que es fiel en lo poco, mucho se le dará (v. Lc 19,17).
Que nadie, pues, caiga en la tentación, disfrazada de falsa humildad, de enterrar sus talentos, que normalmente son más de uno. El Señor quitó el talento al perezoso y lo entregó al más diligente. Y justificó su decisión: “Al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene.” Al que es generoso, al que no se limita a cumplir con lo mínimo y estrictamente suficiente, al que se esfuerza con entusiasmo, Dios le corresponde ayudándole con más gracia, más dones, más virtudes, más satisfacciones y alegría espiritual aun en esta vida. La afirmación aparece repetida en el evangelio y dicha por Jesús en otro contexto (13,12) y en los tres sinópticos. Esto quiere decir que fue el mismo Jesús quien la repetía.
Cuando yo era profesor, solía decir públicamente a los alumnos los temas que consideraba más importantes y solía preguntar con más frecuencia, para que así no los dejasen de estudiar. Si lo hacían, tenían, pues, más probabilidades de aprobar. Recuerdo a uno que respondió ser el único que no había preparado. No tuve más remedio que jalarlo. Ya sabemos lo que nos van a preguntar. No seamos tan sonzos. Que en nuestro caso no hay subsanación. “A ese empleado inútil échenlo fuera, a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Preparemos nuestro examen. Nos va la vida eterna. Somos tan frágiles, sin embargo, que lo olvidamos con facilidad. Por eso debemos pedirlo con frecuencia en la oración. Como la Iglesia nos lo pone en los labios en nuestra oración a María: “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”; y también en la plegaria eucarística, después de la consagración: “Ten misericordia de todos nosotros y así con María ... merezcamos compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas”. Recurramos también a San José, patrono de la buena muerte. Morir en gracia de Dios es así mismo una gracia especial, que debemos pedir para nosotros y los demás. Y no olvidemos que Dios ha provisto a la Iglesia de un sacramento para prepararnos para el momento de la muerte: la unción de los enfermos. Es un sacramento no para los que están ya en coma o incluso probablemente hayan ya muerto. Es para los que viviendo están en peligro próximo razonable de morir. Cuando se va a sufrir una operación quirúrgica, cuyo resultado es incierto de alguna manera, o se trata de un enfermo grave no se sabe cómo evolucionará, o de un anciano que en cualquier momento puede sufrir una crisis, y así en casos semejantes no teman a llamar al sacerdote para que la persona esté preparada con la gracia del Espíritu a afrontar la muerte con fe y fortaleza cristianas, uniéndose a la muerte de Cristo. Según opinión corriente de los teólogos, quien así acepta su muerte salda la totalidad de la deuda temporal que tendría que pagar en el Purgatorio. No seamos falsa y estúpidamente misericordiosos. Ayudemos a nuestros prójimos a usar bien de todos los talentos que Jesús nos ha concedido a los cristianos y pidamos a nuestros familiares que lo hagan así con nosotros. Ojalá escuchemos aquello: “Pasa al banquete de tu Señor”.
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