El Reino de Jesús y su ley
Homilía por el P.José R. Martínez Galdeano, S.J.
Culmina hoy la serie de domingos del año litúrgico con esta fiesta de Cristo Rey. El próximo domingo comenzará el nuevo año litúrgico con el primer domingo del adviento, que es el período de preparación espiritual para vivir la Navidad de modo que nos haga crecer en Cristo.
La vida cristiana, tanto la individual de cada uno como la grupal de la Iglesia, viene a ser ir asimilando la vida de Jesucristo. Todo lo que somos, nuestro modo de pensar, de sentir y de obrar, debe ir haciéndose como los de Jesús. Dicho de otra forma: El Espíritu de Jesús, que se nos ha comunicado en el bautismo y que continúa inyectándose por los sacramentos y otras obras de la gracia, ha de ser como esas células madre, que se multiplican y transforman el organismo en el que han sido injertadas de modo que partes muertas se revitalicen. De esta forma el cristiano no es que vaya imitando cada vez mejor a Cristo, sino que va haciendo que Cristo mismo vaya apoderándose más de él y así viva en él con más realismo; no es sólo que piensa y obra como Cristo, sino que es Cristo el que piensa y obra en él; es la forma como Cristo se hace vivo y presente en el mundo por el cristiano. De esta manera el fiel, obrando su propia salvación, obra la de los demás.
Esta salvación eterna, obrando la de los demás, es el fin último de la existencia humana. “¿Que le importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?”. Es la margarita, la perla preciosa, que merece venderlo todo para poder comprarla. Esta salvación no se puede lograr sino por Jesucristo. “Nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo” (1Cor 3,11) “y no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por que nosotros debamos salvarnos” (Hch 4,12). De ningún otro hemos de esperar el perdón de los pecados, ni de ningún otro la verdad, ni de ninguno el amor que vence a la muerte, ni de ningún otro la vida que dura hasta la eternidad. Porque sólo Él tiene el poder sobre ese reino, que es suyo, “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (prefacio de misa de Cristo Rey).
Por eso para nosotros Jesucristo lo es todo, es el logro del fin supremo, único y último de la existencia. La Palabra, la que existía desde el principio, la que era Dios, la que hizo todo, la que es la vida y la luz para todos los hombres, se hizo carne, vivió y vive entre nosotros lleno de gracia y de verdad, y de su plenitud infinita hemos recibido y continuamos recibiendo gracia tras gracia; porque la gracia y la verdad nos han llegado y están llegando por Jesucristo (v. Jn 1,1-17).
Que Cristo es nuestro Rey significa también que Él nos proporcionará la fuerza, la capacidad y el espíritu necesarios para conseguir responder a las exigencias del Evangelio; que, habiendo encontrado a Cristo, no necesitamos buscar más, sino saciarnos más y más de su presencia. “Pondré agua en el desierto y ríos en la soledad para dar a beber a mi pueblo elegido” (Is 43,20). Y “el agua que Yo le daré, saltará y le llevará hasta la vida eterna” (Jn 4,14).
Esa agua refrescante que salta hasta la eternidad es el amor; porque “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que todo el crea en Él no perezca” (Jn 3,16); porque “me amó y se entregó a la muerte por mí” (Gal 2,20); porque “hemos creído en el amor; y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él. Y si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1Jn 4,16-21).
Por eso la ley del Reino no puede ser otra: “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros. Amar a Dios y amar al prójimo; porque les aseguro que cada vez que lo hicieron con uno de mis humildes hermanos, conmigo lo hicieron, y si no lo hicieron, tampoco conmigo lo hicieron” (Jn 15,12; Mc 12,30). En esto consiste en sustancia la lucha contra el pecado, “que habita en mí” (Ro 7,17), en que de modo positivo obremos el amor para con Dios y con los demás.
“El Señor es el lote de mi heredad y mi copa. Mi suerte está en su mano. Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha” (S. 16,5–11). Cristo es lo que nos ha tocado en herencia. Es algo maravilloso. Démonos cuenta, que tenemos que saltar de alegría; que no tenemos que temer nada ni hay peligro; que Él, “el buen pastor, nos acompaña y no nos faltará nada; que nos guiará por el camino justo; que su bondad y su misericordia nos acompañan todos los días hasta que lleguemos a habitar en la casa del Señor por años sin término”.
“De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo” (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando este texto: Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos habló junto y de una vez en esta sola Palabra, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas, ya lo ha hablado todo en él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad” (C.E.C. 65).
Hagamos, pues, de la vida un acto de amor. Pidámoslo siempre, que Él nos lo quiere conceder y lo concederá.
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