Para Novios: 1º Parte - El Plan de Dios



P. Vicente Gallo, S.J.




El primer grito de rebelión se dice que fue cuando un ángel armó el gran complot contra Dios su Creador y Señor, y al frente de casi medio cielo alzó el grito de ambición y de reto: “SERÉ COMO DIOS”. Es el instinto radical de todo ser humano, hecho por Dios “a su imagen y semejanza”, capaz de conocer entendiendo, discurriendo, capaz de inventar lo que antes no existía y que podría servirle para alcanzar un mayor progreso, capaz sencillamente de crear (como los pintores, músicos y artistas en general logran hacer sus grandes creaciones, y los investigadores sus asombrosos inventos), ¿Por qué no iban ellos a inventar el modo de ser felices, tanto como les pide su sed ilimitada de serlo, tan felices como Dios? Si, por otra parte, tienen el don de elegir libremente y así ser dueños de sus actos, ¿Por qué razón debían estar limitados a obrar de un modo concreto dentro de las leyes marcadas por Dios, y por qué no poder salirse de esos cánones impuestos, para hacer lo que a uno personalmente le parezca más conveniente para él? Hagamos uso de la libertad, don de Dios.

“SERÉ COMO DIOS” es el grito de rebelión del hombre desde que es hombre, queriendo alzarse contra Dios y contra el sometimiento a El, en aquello que nos parezca ser unos esclavos de Dios o de su voluntad divina inapelable. Eso es ser “pecadores” desde el comienzo de nuestro ser. Y, según la Biblia, ya desde su inicio el hombre y la mujer cedieron a esa tentación: de querer conocer los secretos de aquel árbol cuyo fruto Dios se reservó para sí prohibiéndoselo al hombre. Con aquel primer pecado, dice San Pablo en su Carta a los Romanos, entró el pecado el mundo; y todos hemos pecado después: por nacer con la misma inclinación y la misma tentación irresistible a la rebeldía contra Dios.

Más aún: Dios nos hizo efectivamente para ser felices, y para terminar viviendo como El, con su misma felicidad; pero con el pecado entró la muerte, la frustración ya en esta vida y la frustración definitiva final, por habernos hecho indignos de vivir. Nos habíamos hecho merecedores de no vivir, y de no ser felices a semejanza de Dios como había sido su Plan creador. Tuvo que venir Dios mismo en Persona a reparar el daño ilimitado que nos habíamos hecho contra su voluntad de amor. Dios se hizo hombre, hasta lo último de lo que le podía acaecer siendo hombre: en pobreza, en fatigas, en fracasar, en ser aplastado por la injusticia de los otros, en morir en lo mejor de la vida y con la peor muerte conocida; para vencer en todo ello como Dios, hizo de Dios todo lo nuestro, haciendo nuestro todo lo divino en su Persona siendo verdadero hombre. Es la Obra divina de la Redención, de la Salvación; solamente porque El quiso, porque siendo Dios nos amó tanto. Creyendo en El, entregándonos a El con esa fe, quedamos salvados fiándonos de Dios hecho hombre y que no puede defraudarnos. Siempre que, siquiera al final (como aquél que murió crucificado a su lado), seamos incondicionalmente suyos, estamos salvados por su poder.

En ese Plan de Dios, según la Biblia en la que creemos, Dios definió: “No es bueno que el hombre esté solo” sin alguien semejante a él para que sea su compañía y su ayuda; y fue cuando creó a la mujer: para que llenase el vacío que el hombre encontraba en su propio ser de hombre, que se veía desdichado aun poseyendo todo lo demás.

Por eso podemos pensar, y con acierto, que cuando Dios pone a un hombre en la vida, pone también una mujer para que sea su esposa, compañera y ayuda suya para ser feliz; y cuando pone en la vida una mujer, pone también un hombre para que a su vez sea su esposo. Llegados a la madurez para ello, “dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”, un ser humano de carne y hueso, pero no para sentir su deficiencia al verse solo, sino completado en lo que necesitaba haciendo de ambos no dos sino un solo ser, fundidos en el amor con el que mutuamente se dan y se reciben para así pertenecerse y verse felices al ser amados, y al ser valorados, sin perder el ser autónomos que equivale a elegirse libremente no para seguir siendo dos, sino para ser UNO, lo más de veras que puedan serlo.

Dios hace que el uno y el otro terminen encontrándose al caminar por la vida. Igual que es Dios quien quiere y hace que al encontrarse se reconozcan hechos el uno para el otro; de manera que, después de haberse encontrado con tantos, aun con verdadera amistad, al encontrarse los dos y reconocerse como por instinto, exclaman con esa emoción especial que es el amor de enamoramiento: “Esto es distinto” “Esta sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos”, como dice que exclamó ya el primer hombre.

Lo que habrán de vivir amándose “todos los días” y así hasta el fin de la vida, será gozar el ser UNO en lugar de ser DOS, de tantas maneras como pueden serlo. Quitando todo aquello que de hecho los esté haciendo vivir siendo DOS en lugar de ser UNO. Pero tan de veras UNO que siempre gocen de esa INTIMIDAD que se experimenta en cualquiera de las situaciones en las que el uno le dice al otro: “¡Qué tal dicha he tenido de conocerte y haberme casado contigo para siempre!”.

Así, y solamente así, han de vivir su relación de ser pareja en matrimonio. Para lograrlo así, es cosa evidente que sólo podrá suceder si el uno y el otro lo trabajan debidamente; siempre tomando cada uno de ellos la decisión de amar al otro, en vez estar tomando solapadamente la decisión de desamarse. Amándose en todas las situaciones, en las buenas y en las malas, sucediendo lo que sucediere, en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, decididamente “siempre”.

Definitivamente Dios quiere matrimonios unidos en el amor, como El es Uno en el Amor siendo tres Personas. Dios quiere matrimonios felices en el amor como El es feliz en el Amor. Porque nos dice la Biblia que “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, hombre y mujer los creó, a imagen y semejanza suya los creó”.

Observemos que Dios, al crear a los seres humanos “a su imagen y semejanza”, les dio la facultad de hablar. También los animales viven en relación; y para hacerlo se comunican a su manera entre sí. Pero la facultad de hablar, oralmente o por escrito, como medio de relacionarse con los otros, es exclusiva de Dios y de quienes somos sus semejantes, los seres humanos. Sin la comunicación no se da la verdadera realidad del amor, ni aun entre los animales, que también se aman como pueden hacerlo. Pero el amor que los humanos podemos tenernos exige la comunicación característica nuestra: hacérselo saber al otro, no sólo con las obras que expresen ese amor, sino también con las palabras, de manera oral y también por escrito.

Puede uno estar trabajando al servicio de otro y estar gastando su vida en esos trabajos; mas el otro, acaso después de mucho tiempo, puede reprocharle amargado diciendo: “pero no me amas”. Eso es común, lamentablemente, en cualquier tipo de trabajo en el que gastamos nuestra vida, que siempre es sirviendo a alguien; es muy frecuente, por ejemplo, en el trabajo de la educación, donde hasta es común que el alumno considere como enemigo a su Profesor y los cursos que le exige aprobar exigentemente. También es demasiado frecuente entre los esposos: al ver a su pareja trabajar acaso hasta el exceso por uno y por la familia, llega el momento en que, no soportando más el vivir juntos, le plantea al otro la disyuntiva de la separación: “porque viendo tanto tiempo que no me amas, ha llegado el momento en que yo no te amo tampoco; sí, porque todavía no te he escuchado decirme que me quieres”.

Para vivir la relación de amor en el matrimonio se necesita en absoluto este elemento del amor que es “hablar juntos”: para que ese amor se alimente y no se desvanezca. Sí, hay que dedicarse con frecuencia el uno al otro algún tiempo para hablarse. Aunque sea para contarse lo que han visto o escuchado por ahí; ya sólo eso crea cercanía y amistad en la pareja, lo cuál es un elemento indispensable en la relación. Mucho más todavía hablar para comunicarse contando al otro lo que uno piensa sobre cualquier cosa o tema; especialmente sobre los temas que tocan a su vida misma de relación en pareja.

Esto último puede darse de tres maneras fundamentales. La primera, intercambiando opiniones sobre el asunto o tema; generalmente deriva en una discusión; hace que la relación de pareja sea viva y que no pase desapercibida como si no existiese; pero no crea unidad entre los dos, ni siquiera la de ponerse de acuerdo en las opiniones; sino que, por el contrario, produce distanciamiento, más o menos grande y doloroso; porque, aun sin llegar acaso a las ofensas en la discusión, cada uno ha defendido su punto de vista aferrándose a él más, frente a la distinta opinión que el otro manifiesta; y ambos quedan como heridos por el hecho de que el otro “no da su brazo a torcer” ni acepta las razones que uno tiene y defiende como suyas. Cada uno se queda con “su razón”.

Otra manera es la confrontación, queriendo cada uno poner las cosas en claro y se acaben “de una vez por todas” los modos divergentes de ver o de actuar frente a un tema que atañe a su relación, y que en vez de mantenerlos unidos los está teniendo separados. Ese “confrontar” es normal que derive en “pelearse”: cada uno defiende su postura como la acertada, y la del otro como claramente equivocada. Ello es ya un modo de ofenderse, de injuriarse, de llamar al otro ignorante, de pocas luces, o acaso perverso. Este modo de comunicarse, también hace que la vida de relación no esté dormida; pero en vez crear unidad en la pareja crea inevitablemente un mayor distanciamiento, crea rencor mutuo, que ojalá llegue a sanarse con un esforzado perdón. Lamentablemente a esas dos maneras de comunicarse se las suele decir “dialogar”, y se apela a ellas con ese término: “tenemos que dialogar”. Peor sería aún el no comunicarse ni siquiera con ninguno de esos modos, es decir, no conversar para nada en la vida de relación de pareja. Pero debemos desear que la relación de pareja o no se dé nunca según alguna de esas maneras de enfrentar los problemas comunes; o que, si se hace como legítimo desahogo, sea las menos veces posible e hiriéndose lo menos que se pueda.

Hay otra manera de comunicación, de palabra o por escrito, que sí crea y alimenta la relación viva en una pareja en matrimonio. Es el único verdadero DIALOGO, que lamentablemente casi nunca se emplea, ni aun se suele saber en qué consiste. Es cuando el uno manifiesta al otro los sentimientos que le están embargando frente a algún tema que toca su vida de relación, así como los pensamientos en los que se está enredando desde eso que siente, y el modo de proceder que está teniendo sintiendo eso; y el otro escucha lo que se le manifiesta, no simplemente con los oídos, ni aun sólo con la mente “enterándose”, sino con el corazón “acogiendo y haciendo suyo” lo que el otro siente, a la vez que comprende esos pensamientos en los que se enreda y el modo de proceder que uno ya lo veía y el otro lo confiesa o reconoce. Seguramente sucederá que el otro decide hacer lo mismo a su vez: manifestar lo que él siente y lo que piensa y hace desde ese sentimiento; él a su vez, experimenta así mismo el gozo de ser escuchado, también él, por su pareja. Al hablarse ambos con esa confianza de manifestarse las confidencias e intimidades que no se pueden manifestar a cualquiera, cada uno se siente amado y valorado por el otro de una manera única. Tan única que cada uno le pueda decir al otro la felicidad que siente de haberse conocido ambos y de haberse casado juntos. No solamente crea la unidad deseable en la relación de pareja en matrimonio, sino la verdadera intimidad. Hablar de esas cosas tan íntimas y sagradas que no se comunican a cualquiera, y verse escuchado como ningún otro le escucharía a uno. Como debe ser. Eso es algo grande. Una vez casados, ni a sus propios padres, ni a sus hermanos, ni a sus amigos más íntimos hay que acudir para desahogarse en tales confidencias; sólo debe hacerse con su pareja. Es el modo de sentirse compenetrados, amados mutuamente, felices en el matrimonio juntos.

Es lo único que merece ese nombre sagrado de “DIALOGO”. Y hay que practicarlo con mucha frecuencia. Ojalá se haga todos los días; pues raro será el día en el que no se tenga algún sentimiento, provocado por algo de la vida de relación en la pareja; y que el guardárselo sin compartirlo con el otro, es guardar como veneno en el corazón, por experimentar el dolor de vivir en pareja sin tenerse toda esa debida confianza el uno en el otro: la de poder decirle lo que uno siente y saber que va a ser escuchado y acogido de veras con el corazón. Si es mucho el tiempo que se pasa sin ese tipo de verdadero diálogo, ese veneno de los sentimientos guardados disminuye cada vez más la confianza que han de tenerse el uno al otro, y produce un solapado distanciamiento que va rompiendo el “ser uno”, produce cada día más el “ser dos”, y aun viviendo juntos lo harán viviendo como si fuesen solteros a pesar de estar casados.

Escribirse ahora una carta el uno al otro haciéndole la confidencia de contarle cómo sucedió el enamoramiento en el que crecieron hasta decidir casarse juntos.



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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.

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