Lucas 15, 1-32
Jesús nos descubre la maravillosa fiesta de la misericordia del Padre.
El Evangelista San Lucas agrupa en estos versículos
tres parábolas sobre la misericordia. Quiere dejar bien establecido que Jesús
ha venido a salvar, que su deseo es tener una fiesta por la salvación de sus
hijos. Sobre todo quiere poner al descubierto el corazón tierno y amoroso de
Dios. Estas tres parábolas tienen detalles hermosos, que pretenden subrayar la
voluntad de misericordia, el deseo incontenible que tiene Dios de salvarnos. El
pastor carga sobre sus hombros la oveja perdida, no la empuja golpeándola con
la punta de su cayado. La mujer que enciende la lámpara, y que se afana
incansablemente en buscar la moneda perdida, y que explota de alegría cuando
termina su búsqueda. ¿Será verdad, Dios mío, que explotas de alegría cuando nos
encuentras? ¿Será verdad que encendiste todas las luces para buscarnos? ¿Mi
Dios, tú nos cargas sobre tus hombros? Señor, hazme entender que por mí haces
fiesta.
Pero la que más se ha destacado siempre de las tres
parábolas es la del hijo pródigo, y con razón, por la transparencia del amor, por
la fuerza del dramatismo, y por la emoción dolida que surge en un padre que ve
alejarse al hijo, y de un hijo que llega al extremo del fracaso. Y sobre todo
destaca por el amor incondicional del Padre cuando vuelve a abrazar al hijo que
se fue.
Lo primero que el Señor quiere inculcarnos es que
alejarse de la casa del padre es caminar al fracaso. Una afirmación
contundente, pero que es esencial: alejarse de Dios es arruinar la vida. La
dignidad del hombre, sólo se salvaguarda en la casa del Padre. La felicidad que
se pretende obtener lejos de Dios, termina siendo amargura y fracaso. El ser
humano se realiza al calor de Dios, y se destruye cuando camina lejos de Dios.
Con frecuencia se tiene (inconscientemente) la idea de que Dios hace la vida
aburrida, y que para buscar la felicidad hay que liberarse de cada uno de los
diez mandamientos. Se piensa que la felicidad se puede obtener cuando se borran
de nuestro pensamiento las ideas religiosas. Se piensa que las orientaciones y
las prácticas religiosas hacen la vida reprimida. Y que en la aventura del
placer, en que uno rompe todos los esquemas de los “niños buenos”, es donde se
encuentra la chispa de la vida, lo emocionante.
Y por eso la parábola nos presenta al hijo, cuando
ya ha gastado todo; despierta de su sueño de felicidad equivocada; y se ve
rodeado de animales inmundos, sucio, con hambre y sin dignidad. Pelea por
quitarle su comida a los animales. Ese es el despertar del que ha equivocado el
camino.
La segunda gran enseñanza que nos la da la parábola,
es que Dios es Padre. Esto lo hemos dicho tantas veces todos, que parecen
tópicos vacíos de significación; palabras que no se sienten y que se repitan
por rutina. Decimos que Dios es nuestro Padre, y no nos llenamos de emoción.
¿Es verdad que Dios nos trae a la vida, y se llena de ternura con nosotros, y
nos echa de menos cuando nos alejamos? ¿Es verdad que suspira por encontrarnos,
que todos los días sale al camino para ver si en el horizonte al fin me ve a mí
acercarme a su casa? ¿Es verdad que me llena de besos, que me pone su anillo,
que me viste, y que prepara para mí un banquete? ¿Será verdad? ¿Será verdad que
le gusta que le diga el Padre Nuestro? ¿Será verdad que mira a ver si este
domingo he ido a verlo, a estar con El a solas, al menos un rato? ¿Es vedad que
me amas así, Dios querido?
Otra
enseñanza es que Dios vive impreso en nuestro corazón, su huella es imborrable
(una chispa de su vida nos hizo vivir) y que no descansamos hasta que nos
volvamos a El de todo corazón. San Agustín decía: “nos hiciste, Señor, para Ti,
e inquieto está nuestro corazón hasta que no descanse en Ti”. Esto es lo que
siente el hijo pródigo: una irresistible añoranza de Dios, de su Padre. Cuando
ha pasado el torbellino de las aventuras que lo han tenido aturdido, cuando se
ha disipado la niebla del placer, se siente sólo, tristemente sólo, necesitando
el abrazo de su padre, su voz tranquilizadora. Cuando se sienta a pensar, en
esa pocilga que es la descripción de su propia suciedad, siente una honda
necesidad de llamar por su nombre a su Padre. Y este fuego interior lo va
preparando para verse de nuevo con su Padre ¿cómo imaginaría este muchacho que
sería ese encuentro? ¿Cómo soñaría con su padre, la última noche en la
pocilga?.
Dice
San Agustín, ese hijo pródigo, salvado por las lágrimas de su madre: “Y Tú
estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como
era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que Tú creaste. Tú estabas conmigo,
mas yo no estaba contigo”.
Agradecemos al P. Adolfo por su colaboración.
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