P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Ex 32,7-11.13-14; S 50; 1Tim 1,12-17; Lc 15,1-32
Es uno de
los pasajes más bellos de los evangelios. ¡Con qué gusto habla Jesús de la
Misericordia de su Padre! No sólo ilumina las mentes sino que estimula los
corazones. Maravilloso capítulo, que también confirma la destreza literaria de
San Lucas.
Jesús, “el
resplandor de la gloria del Padre”, que dice de sí mismo que “quien le ve a Él,
ve al Padre”, deja brillar aquí la luz de su misericordia para con los
pecadores. Los fariseos, los más religiosos de su tiempo, no entendían que
pudiera rozarse con publicanos y pecadores. A veces también otros damos la
impresión de alinearnos con los fariseos. ¡Cuidado!.
Y no es tan
fácil darse cuenta de los propios pecados. Adán y Eva se dieron cuenta, se vieron
desnudos y huyeron de Dios. Pero David, adúltero y asesino de Urías, necesitó del
profeta Natán para descubrir sus gravísimos pecados. Hoy es frecuente llamar “error”
al pecado. En los errores no se ofende a nadie; en el pecado siempre se ofende
a Dios: “contra Ti, contra Ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces”(S. 51).
Gracias a
la revelación del profeta, David pudo darse cuenta. Y gracias a la misericordia,
que Dios tuvo de Pablo, blasfemo e insolente, y a que le dio la fe y el amor de
Cristo Jesús, conoció el perseguidor fariseo que Jesús vino a salvar a los
pecadores y que él mismo era el primero de ellos: porque “el pecado habita en
mí” (Ro 7,20).
Sin embargo,
no siendo fácil darse cuenta del pecado o de su gravedad, parece que darse
cuenta de la misericordia de Dios nos es
aun más difícil. Hemos necesitado que se nos revelase. ¿Qué religión humana
tiene un texto como el capítulo que hemos escuchado?
Se puede
afirmar que la gran revelación bíblica es la de la Misericordia de Dios. Es lo
que vio Moisés de Dios en el monte cuando pidió ver el rostro de Dios. Pasó
Dios delante, sólo pudo ver Moisés la espalda y oyó aquella voz: “Iahvé, Iahvé,
Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad,
que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado” (Ex 34, 6s).
Apenas
cayeron en pecado nuestros primeros padres, Dios promete enviar al Redentor (Ge 3,15). También
tras el Diluvio el Señor conmovido se promete que no volverá a repetir castigo
semejante, porque comprende: “Nunca más volveré a maldecir el suelo por culpa
del hombre, la naturaleza del corazón humano es mala desde su niñez, ni volveré
a herir a todo ser viviente, como lo he hecho” (Ge 21). Conmovedor es el
pulso, digamos, entre Dios y Abrahán en que el patriarca logra ir rebajando las
condiciones para salvar a Sodoma de 50 hasta 10 justos.
Una y otra
vez a lo largo de su historia perdonó Dios a Israel de sus pecados. Jonás no
quiere ir a Nínive porque sabe que, si la gente se arrepiente, Dios les va a
perdonar y todas sus amenazas se resolverán en nada y él quedará en ridículo,
como sucedió: “¿No voy a tener yo lástima de Nínive, la gran ciudad, en la que
hay más de 120.000 personas que no distinguen su derecha ni su izquierda?” (Jon
4,11). “¿Es un niño tan caro para mí Efraím (una de las tribus que aquí
representa a todo el pueblo), es un niño tan mimado, que, tras haber pecado
tanto y tan gravemente, tenga que recordarlo todavía? Pues, en efecto, se han
conmovido mis entrañas por él. Ternura hacia él no ha de faltarme. Doy palabra”
(Jer 31,20).
A pesar de
toda esa historia a sus espaldas, los fariseos, y con ellos muchos otros, no
pensaban en un Mesías que buscase a los pecadores, y mucho menos que perdonase
los pecados. Se pensaba más bien en un Mesías, como preveía Juan Bautista, que
“recogiera su trigo en el granero, pero la paja la quemaría con fuego que no se
apaga” (Mt 3,12). Pero Dios no es así. Es una gran gracia el descubrir la
misericordia de Dios.
“Si decimos
que estamos sin pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en
nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, Él, que es fiel y justo, nos
perdonará los pecados” (1Jn 1,8s). No es de santos no ver pecado en el propio
corazón. El pecado está en no ver la misericordia de Dios. No es virtud pensar
que tenemos derecho al perdón de Dios. Es virtud reconocer el propio pecado y
la misericordia de Dios.
La
conciencia de ser pecador y la fe en la Misericordia de Dios son fundamentales
en nuestra relación con Dios. La misa comienza siempre por la toma de
conciencia de mi realidad pecadora, mi petición de perdón y el perdón de Dios
pedido por el sacerdote para todos los fieles. No nos confesemos jamás sin activar
la conciencia de ser pecadores: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu
inmensa compasión borra mi culpa. Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente
mi pecado. Borra en mí toda culpa. Devuélveme la alegría de tu salvación”
(S.51).
El concepto
de pecado en sentido amplio incluye la concupiscencia. “En la culpa nací.
Pecador me concibió mi madre”(S.51,7). Nos atrae el pecado y, cuando se trata
de hacer el bien moral, un bloqueo interior nos frena. La concupiscencia es la
inclinación hacia el mal moral; todos la experimentamos. Es también y al mismo
tiempo el freno y la resistencia interior para hacer el bien, que también
experimentamos. No es en sí misma pecado, pero es consecuencia del pecado
original; nos lleva al pecado, grande o pequeño; y crece cediendo a él.
Disminuye en cambio con los actos de virtud; de ahí la importancia de la
mortificación.
Por fin no
olvidemos mirarnos en el hermano mayor. ¿Es la tristeza la manera fundamental
de vivir nuestra relación con Dios? Ya en el orden natural son normalmente
mucho más numerosos los bienes que Dios nos da que los males. Pero caigamos en
la cuenta de los bienes sobrenaturales: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo
lo mío es tuyo. Deberías alegrarte”. Eres hijo de Dios. ¿Te alegras y le das gracias
cuando vienes a misa, cuando puedes hablar con Él sin hacer cola, cuando abres
el Evangelio y leyéndolo te conmueves por su amor, porque te resulta tan fácil
el perdón cuando reconoces tu pecado?
Y pídele la
alegría de animar a tu hermano/a a emprender el camino del regreso y alégrate.
Porque “quien convierte a un pecador, salvará su alma de la muerte” (Sant 5,20). Cantemos por eso con María, nuestra
Madre que: “la misericordia de Dios llega a sus fieles de generación en
generación…porque auxilia a Israel su siervo, acordándose de su misericordia”
(Lc 1,50.54).
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