P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Eco 3,19-21.30-31; S 67; Hb 12,18-19.22-24; Lc 14,1.7-14
Nos encontramos
pocos meses (tal vez semanas) antes de la muerte de Jesús. En la narración
evangélica de San Lucas se acentúa que va de camino hacia Jerusalén y se acerca
el final. Sin prescindir totalmente de curaciones, dedica ahora el evangelista
más espacio a puntos de la doctrina del Maestro que le parecen más importantes,
como al uso de las riquezas, la misericordia, la humildad, la limosna, la
oración, etc.
Los
fariseos, sinceramente religiosos, hacían gala de ello. No siempre eran ricos,
aunque sí son criticados como avaros. Estudiaban mucho la Torá, la Ley, y toda
la Escritura. Creían conocerla muy bien, se esforzaban en practicarla hasta el
escrúpulo, se creían con derecho a interpretarla, lo hacían con rigor, le
habían añadido por su cuenta otras normas y preceptos, y juzgaban muy duramente a todo el que dejaba
de cumplirlas aun en aspectos mínimos, como lavarse antes de las comidas, de
los que la Ley ni siquiera hablaba. Sí eran soberbios. Su actitud hacia Cristo
fue de sospecha desde el principio. En el fondo ellos se creían los garantes de
la religión de Israel. Todo nuevo profeta que se presentara (así fue con Juan
el Bautista, así con Cristo) había de recibir de ellos el salvoconducto
–digamos– de legitimidad. Por eso le fue una embajada enviada a Juan el
Bautista (Jn 1,19-28) y cuestionaron su autoridad para bautizar.
En este
convite Jesús es el centro. Todos han venido porque viene invitado Jesús.
Probablemente aquel fariseo rico, de acuerdo con otros también fariseos, le ha
convidado y ha convidado a otros fariseos importantes para conocer mejor su
pensamiento. Y no se excluye la mala intención. Lucas dice que lo observaban
desde el principio. “Le estaban espiando”; el clima es, pues, de sospecha. Para
entonces Jesús ha tenido ya muchos y fuertes choques con fariseos. Lucas es el
único evangelista que habla de invitaciones de fariseos a un banquete. Jesús no
las rechaza. También ellos están invitados a su banquete en el Reino. Es
notable el dominio con que Jesús se desenvuelve. Es el “rabí”, el Maestro por
excelencia.
Todo el ambiente
de esta perícopa es muy judío. Es muy judía también la forma parabólica o
cuasiparabólica de la narración y de las antítesis en la doble conclusión
final: “el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”
y “no invites a amigos, sino a pobres”. Esto muestra que Lucas ha querido
informar de un hecho y unas palabras, que fueron reales, con la máxima
fidelidad que ha podido. El hecho es un hecho realmente sucedido, no una
parábola producto de la imaginación del evangelista. Lucas no es judío ni el
estilo parabólico es propio suyo. Las huellas judías de sus escritos provienen
de sus fuentes, de los testigos oculares judíos, que le han informado, o de los
documentos escritos de origen judío, que puede haber utilizado. Son, por ello,
palabras que difieren muy poco de las pronunciadas por Jesús.
Su sentido
es clarísimo y no necesitan de especial desarrollo. Son ideas frecuentes en los
Evangelios y en la Biblia; aparecen en los evangelios en lugares y contextos
distintos (Mt 23,12; Lc 18,14). No se pueden pasar por alto como algo más o
menos devoto pero accesorio; son valores necesarios en la actitud religiosa de
un creyente. Hay que meditarlas, hay que valorarlas, hay que procurar
practicarlas; porque “no el que dice, sino el que hace, entrará en el Reino de
Dios” (v. Mt 7,21‑22). “Aprendan de Mí –recuerden también – que soy manso y humilde
de corazón” (Mt 11,29).
La humildad
es una virtud muy difícil de aprender en la práctica. A los discípulos no les
bastó para aprenderla todo el tiempo que convivieron con Jesús en su vida
pública. En la Última Cena se disputan el primer puesto y Jesús tiene que
repetirles la lección. Bajo la inspiración del Espíritu Santo María canta: “Se
alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, porque ha mirado la humillación de su
esclava” (Lc 1,47s). Hoy hemos escuchado en la primera lectura: “Hijo mío,
en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso.
Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque
es grande la misericordia de Dios y revela sus secretos a los humildes”. Idea,
que repiten Santiago y San Pedro a los cristianos de su tiempo: “Dios resiste a
los soberbios y da su gracia a los humildes” (Sant 4,6; 1P 5,5). Y
recodémoslo: La gracia de Dios, que el texto dice que sólo la da Dios a los
humildes, es necesaria para que cualquier obra tenga valor sobrenatural, es
decir valor ante Dios. Sin humildad, pues, no hay gracia y sin gracia no tienen
valor ni la oración, ni ninguna otra obra buena.
La humildad
es base necesaria de la caridad fraterna. Por eso San Pablo, para afianzar en
la caridad a su comunidad de Filipos, les dice: “Nada hagan por rivalidad, ni
por vanagloria, sino con humildad” (Flp 2,3). En este evangelio Jesús
enseña a aquellos fariseos a practicar la humildad y la caridad en algo que,
aunque no sea una práctica diaria, es normal en la vida social: asistir o dar
un banquete. No debemos esperar a circunstancias muy especiales para practicar
las virtudes y, menos, la humildad y la caridad. Ha de ser un ejercicio normal,
diario. El sacramento de la penitencia. Los actos de contrición antes de la
misa y otros, nuestras faltas frecuentes, equivocaciones, limitaciones,
ignorancias, necesidad de ayuda ajena y limitaciones son oportunidades, si las
reconocemos, para avanzar en la humildad. La paz interior, que con ese
ejercicio de virtud vayamos consiguiendo, es un buen indicador.
Que María,
la humilde esclava del Señor, nos ayude en este difícil y necesario caminar.
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