El sembrador


P. Adolfo Franco, S.J.


Mateo, 13, 1-23

El Señor vuelca hoy su mensaje en la parábola de la semilla. El sembrador, la semilla, el terreno: tres realidades que concurren en una misma historia. Hay un Sembrador que viene a sembrar con una gran riqueza y abundancia de semillas. Dios es espléndido, generoso, dadivoso. Y tiene una semilla especial que esparcir en el terreno: una semilla muy especial, es su propia vida, la Luz de la fe en la oscuridad de nuestras cuevas interiores, el amor y la intimidad con El. El viene a la tierra justamente a eso a sembrar en la tierra de los hombres.

Así que El es el sembrador y la fe en El y su amor, la semilla. Dios en nuestros surcos, en nuestra alma. Así podríamos definir los tres actores de este drama, que concurren en la parábola: El sembrador es Jesús, la semilla es su propia vida, la vida de Dios, la Fe, y el terreno el corazón del hombre, al que Dios se dirige.

Y ¿qué le pasa a Dios, a Jesús, en su siembra entre los hombres? la historia de la relación de Dios con los hombres está descrita en síntesis en esta parábola dramática. Cuando se escucha que la semilla se desperdicia en tres de los cuatro terrenos, se siente el drama de la relación de Dios con los hombres. Dios que siempre busca al hombre, para darle lo mejor, darse a sí mismo, y los hombres que frecuentemente se resisten a Dios, le impiden que entre en sus vidas.

Dios vino al mundo, como un sembrador, y podemos sintetizar todo lo que El viene a darnos en la Fe, que es vida y es luz, para que entre en nosotros y haga fructificar nuestra existencia, que no sea una existencia vacía e intrascendente, estéril. Y aún más que la fe podríamos decir que la semilla que Dios quiere sembrar es la “amistad con El”.

Esta semilla es sembrada en la primera tierra; pero hay corazones que no se abren a la fe, y menos aún al amor; corazones que se resisten a estar fecundados por la luz que Jesús viene a traernos. Corazones endurecidos por el orgullo; piensan que se bastan a sí mismos para tener su propia luz. No se dan cuenta que están en la oscuridad: su pequeña lámpara mortecina no les permite darse cuenta de cuán oscuro está todo en sus vidas. Se echa la semilla, el corazón está duro, y los pájaros se comen la semilla. La falsa ciencia, los torpes y limitados razonamientos humanos, son los pájaros siniestros que se comen la buena semilla. ¡Pobre semilla desperdiciada!.

Hay otros terrenos en que cae la semilla, la luz de la fe, la vida de Dios mismo. Y la semilla aparentemente produce una planta que crece rápidamente; se produce un amor inicial. Pero, cuando vienen las dificultades, a veces problemas en la vida, la salud, el fracaso en el trabajo, dificultades con los hijos, hacen que la semilla se quede sin el riego necesario, y la planta recién nacida se seca; se abandona el amor. Ha faltado regar la semilla con perseverancia, cultivar el amor, ablandar ese terreno de las profundidades, donde todo es piedra, y donde la planta no puede seguir desarrollando sus raíces. Son las durezas que hay en el fondo de nuestro ser y que impiden que la semilla, avance, que la luz nos llegue a todos los rincones.

Y hay otros terrenos a los que alude el Señor en la parábola, donde la semilla crece y aparentemente todo está bien; pero enseguida empiezan a aparecer otras plantas, más vigorosas que la buena, impiden que la buena semilla se desarrolle, porque las malas hierbas le quitan el jugo, y además esas plantas perniciosas se echan encima de la tímida buena planta y la asfixian; se ha querido que el amor a Dios se combine con otros amores. El final lastimoso es que la buena semilla no produjo el fruto que debió producir. Y es que hay corazones así: Jesús siembra la semilla de la fe, la vida del Señor empieza a desarrollarse en el corazón, hay ilusión de seguir creciendo. Pero en el corazón no se han eliminado las malas tendencias, los apetitos materiales, la sensualidad es fuerte, la comodidad vuelve a aparecer, y todas estas plantas, amores torcidos que habría que sacar de raíz, vuelven a crecer, crecen mucho, porque no quieren que la buena semilla predomine, y poco a poco la buena planta se va secando, hoja tras hoja, hasta que al final no quedan más que las malas hierbas y más vigorosas que antes. La semilla ha quedado sin fruto. Y se perdió el amor.

Y finalmente también hay el terreno, que es agradecido y que ha recibido la semilla, y la ha dejado penetrar en el corazón: el amor de Dios ha sido sembrado en lo hondo del corazón. La semilla en esa persona puede invadir todos los rincones, no hay espacios duros que bloqueen la entrada del Señor, todo se le permite, entrar en todos los rincones. Entonces la semilla va fortaleciéndose poco a poco, y a medida que se hace vigorosa, va eliminando los vestigios de malas hierbas que pudieran encontrarse en algunos de los espacios del alma. La persona se transforma interiormente y progresivamente. El fruto es abundante, de acuerdo a la entrega. Pero también en la entrega puede haber diferencias, y por tanto diferencias en el fruto: de treinta, de sesenta y de ciento por uno.

Todo un desafío, para la fe, para la vida que Dios nos quiere comunicar, para nuestra realización: ¿aspiramos a treinta, a sesenta o a ciento por uno?




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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.


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