P. Vicente Gallo, S.J.
“Fundada por el Creador y gozando de sus propias leyes, la intimidad conyugal de vida y de amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Así, del acto humano por el cuál los esposos se dan y se reciben mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley divina. Este vínculo sagrado, en atención tanto de los esposos y de la prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo Dios el autor del Matrimonio, al cuál ha dotado con bienes y fines varios... El marido y la mujer, que por el pacto conyugal ‘ya no son dos, sino una sola carne’ (Mt 19, 6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad, y la logran cada vez más plenamente... Cristo nuestro Señor bendijo abundantemente este amor, nacido de la fuente divina de la caridad y que está formado a semejanza de su unión con la Iglesia. Porque así como Dios antiguamente se adelantó a unirse a su Pueblo con una Alianza de amor y de fidelidad, así ahora el Salvador de los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos cristianos por medio del sacramento del Matrimonio. Igualmente permanece con ellos, para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con perpetua fidelidad como El mismo amó a su Iglesia y se entregó por ella. El genuino amor conyugal es asumido por el amor divino, y se rige y enriquece por la obra redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad. Por ello, los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortalecidos y consagrados por un Sacramento, con cuyo vigor, al cumplir con su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios” (GS 48).
1. Hacer Oración no basta
“Un día estaba Jesús orando en cierto lugar, y al terminar su oración se le acercó uno de sus Discípulos y le pidió: Señor, enséñanos a orar, así como Juan se lo enseñó a sus Discípulos” (Lc 11, 1). Se lo piden así porque los fariseos oraban en el Templo (Lc 18, 10-11) y en las plazas (Mt 6, 5), y enseñaban a sus discípulos a orar. También Juan el Bautista oraba y enseñaba a sus discípulos a hacerlo (Lc 11, 1). Los Discípulos de Jesús querían igualmente aprender a orar como Jesús oraba.
A Jesús, en efecto, le vemos orando con frecuencia: al ser bautizado (Lc 3, 21), antes de elegir a los Doce (Lc 6, 12), antes de preguntar a esos Doce reunidos quién es él (Lc 9, 18), en la transfiguración en el Tabor (Lc 9, 28-29), en el Huerto al ver que va a ser entregado (Mt 26, 36-40), y clavado en la Cruz (Mt 46). Oraba en el silencio de la noche o retirado en la soledad (Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 5,16); al dar gracias en las comidas (Mt 14, 19; 15, 36; 26, 26s) así como al hacer algún milagro (Jn 11,41s). Reza por sus verdugos (Lc 23, 34), por Pedro que le va a fallar (Lc 22, 32), por los discípulos que tiene y por los que le seguirán (Jn 17, 9-24); y también por sí mismo (Mt 26, 39; Jn 17, 1-5; Hbr 5, 7).
Jesús mantenía comunicación permanente con el Padre (Mt 11, 25-27); sabía que el Padre nunca le abandonaba (Jn 8, 29) y que le escucha siempre (Jn 11, 42). Con su ejemplo y su misma enseñanza inculca a los suyos la necesidad y el modo de orar (Mt 6, 5). Y él rezaba muy frecuentemente. Ahora, estando ya en su gloria con el Padre, continúa intercediendo por nosotros (Rm 8, 34; Hb 7, 25) como se lo prometió en vida a los suyos (Jn 14, 16); principalmente cuando pecamos (1Jn 2, 1-2).
Sin embargo, no llevaba a los suyos a orar con él, ni les obligaba a hacerlo; se lo suplicó, y nada más, en un caso extremo (Mt 26, 41). Les enseñaba a orar, eso sí, con su ejemplo. Pero eran ellos quienes tenían que sentir la necesidad de orar, como la sentía Jesús. Les decía, eso sí, que tenían que orar confiados e insistentes (Lc 11, 9-13), pidiendo al Padre aunque El ya supiese lo que necesitamos (Mt 6, 8), pidiendo hasta por quienes los persiguieran (Mt 5, 44), y también para no caer en la tentación (Lc 22, 40 y 46). Así tenemos que orar quienes nos llamamos “discípulos” de ese “Maestro”: sintiendo la necesidad de hacerlo al ver nuestra impotencia (Mt 8, 25). Como oraba también su Iglesia desde los comienzos (Hch 1, 14; 4, 24ss; 6, 4; 12, 5; etc)
En los diversos Movimientos de Apostolado, y concretamente del matrimonio o de la familia, no es raro sentir la impresión de que se afanan por hacer, pero que les falta “espiritualidad”. Sin embargo, cuando se ve a alguno que tiene espiritualidad fuerte, se le tiene, quizás, santa envidia; a veces, neciamente, “nos merece menosprecio”. Porque se encuentran personas y Movimientos que ponen su espiritualidad no en hacer, sino en imponerse numerosos rezos, y tampoco eso convence a nadie, ni a quienes sienten faltarles espiritualidad porque oran poco.Por otra parte, todos los que ahora pertenecen a un Movimiento Apostólico, aun los que piensan que les falta espiritualidad, reconocen, o deben reconocer, que son mucho más de veras cristianos y que oran mucho más que antes, desde que están metidos en ese Movimiento. Deber suyo tiene que ser encontrar los elementos de espiritualidad verdadera que tienen en su Movimiento, para valorarlos y cultivarlos fielmente; y ver qué elementos de espiritualidad echa en falta, para copiarlos de quienes los tienen más abundantes o mejores.
Es cierto, de todas las maneras, que a todos los Movimientos Apostólicos y a quienes los integran les falta más espiritualidad, una vida espiritual más auténtica y más profunda. Todos necesitan más y mejor oración, para que su trabajo sea eficaz y de veras en nombre de Cristo. Pero todos deben entender que sólo el hacer oración no absorbe toda la espiritualidad que ellos y la Iglesia deben tener y cultivar. Es fácil estar de acuerdo en esta primera conclusión.
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Agradecemos al P. Vicente Gallo, S.J. por su colaboración.
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