P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.
“De ellos es el reinado de Dios” (Mt 5,3). No se trata en este evangelio según Mateo de una referencia directa y positiva a una pobreza material y sociológica. El tesoro escondido es bastante más y permanece invisible. “Con el reinado de los cielos sucede como con un tesoro escondido en un campo; el que lo encuentra, lo entierra y esconde de nuevo; y lleno de alegría vende todo lo que tiene para comprar aquel campo. Sucede también con este reino de los cielos como lo que le pasa a un mercader que busca perlas preciosas. Cuando encuentra una de gran valor, vende todo lo que tiene y la compra” (Mt 13,44-46). De ordinario, la realidad de Dios escapa a nuestros sentidos. El pertenece a lo espiritual. ¿Es para nosotros, un tesoro? Para sentirnos como “pobres de espíritu” se supone que nosotros deseamos y valoramos lo que estimamos como espiritual. Si ésto es así, nosotros seremos “bienaventurados”. Toda bienaventuranza mantiene una expectativa de esperanza y de futuro. Tal esperanza es una “virtud” (un poder, una fuerza, un ánimo), que se hace presente en nuestras vidas y forma parte ya de un renacer a una vida nueva y diferente. Conforme a esta vida nueva, lo primero es lo primero y todo lo demás viene después. “En realidad una sola cosa es necesaria” (Le 10,42). “Es propio de paganos andar buscando todas esas cosas. Bien sabe vuestro Padre que tenéis necesidad de ellas. Buscad, más bien, su remo y él os dará lo demás por añadidura” (Le 12,30-31).
Pobres de espíritu son los que viven el ideal de hacerse disponibles para caminar hacia Dios. Pobres de espíritu son los que han elegido la libertad de no estar encadenados a nada de este mundo, y ni siquiera a sí mismos, a sus ambiciones y sus orgullos. A estas personas que ponen su confianza plena en Dios, Jesús les promete que no serán defraudados. El reinado de Dios será su vida y “les pertenece”.
En relación con esta actitud de pobreza mendicante en orden a alcanzar las riquezas inmateriales de lo espiritual, hemos de contemplar aquella frase evangélica referente a los niños: “Quien no recibe el reinado de Dios como un niño, no entrará en él” (Le 18,17). La pequeñez que entraña indigencia y deseos abraza lo que le dan como un regalo y un don. Y manifiesta su propia alegría y agradecimiento cuando la persona que le ofrece el obsequio no pertenece al círculo familiar habitual. Entonces, sorprendido el niño por el don recibido a cambio de nada, le da las gracias con rubor en las mejillas. No de otra manera, cuando recibamos nosotros el regalo gratuito de Dios, desde nuestra pequeñez e indigencia total, le damos gracias de todo corazón, un corazón un tanto ruboroso pero animado por el agradecimiento tímido y sentido.
En muy pocas palabras, fe en Jesucristo, oración del corazón, pobreza de espíritu y una actitud agradecida se relacionan de forma íntima y se constituyen en el talante espiritual de una vida distinta.
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