La fe cristiana desde la Biblia: Oración del corazón


 

P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita.

Si la fe en su simiente reside en algo que no aparece en sí misma, que brota de una hondura, que proviene de un germen tan vital como gratuito, entonces lo lógico y razonable sería el pedírsela a Dios, a Jesucristo, a la Virgen María, a los santos, etc. La oración “de petición” será el primer paso hacia ese don inmerecido de participación del amor de Dios que se recibe en Jesucristo, a la Virgen María, a los santos, etc. La oración “de petición” será el primer paso hacia ese don inmerecido de participación del amor de Dios que se recibe en Jesucristo. Pero esta petición ha de salir no de los labios ni de la lógica humana sino del corazón mismo, de lo insondable de la persona humana, de su verdad humilde ante su propio Dios, su creador y su Señor. Se trata de la humildad radical de quien es sabedor que ningún derecho tiene, a ser iluminado. 

“Débil es la inteligencia de los hombres,

y falsas muchas veces sus reflexiones;

el cuerpo mortal es un peso para el alma;

estando hecho de barro oprime la mente,

en la que bullen tantos pensamientos.

Si con dificultad captamos las cosas de la tierra,

y con trabajo descubrimos lo que está a nuestro alcance,

¿quién podrá rastrear las cosas celestiales?” 

(Sab 9,14-16)

La oración, la del corazón suele expresarse con palabas balbucientes, con silencios que a veces abruman, siempre con esperanza, de rodillas ante lo sagrado que pertenece al Dios único, tres veces santo. “Señor misericordioso, ten compasión de mí que soy un pobre pecador” (Lc. 18,13) Es la oración del publicano al fondo del templo. ¡Un publicano, un pecador público! Este y no el piadoso fariseo, cumplidor escrupuloso de la ley mosaica, fue el que salió “reconciliado”. La criatura es un ser ante su creador y su señor. Ella no es dios.

Podemos suplicar desde la paz: Padre, tú me quieres. Jesucristo, tu hijo, el viviente, es la encarnación de ese amor desinteresado. Yo soy pobre. No poseo la riqueza que tú tienes, ni la merezco, ni soy capaz de conseguirla con mi esfuerzo. Me siento distante y segregado de lo divino. ¿Soy verdaderamente “pobre de espíritu”? Cierto. Lo que me falta es precisamente éso, espíritu. En definitiva, me falta fe, confianza de que tú me estimas y aprecias. Tú eres mi Dios y mi señor y yo soy criatura. Tú eres Padre y yo soy tu hijo. La oración brota del corazón; lo contrario apenas es nada. “Porque todos cuantos se dejan guiar por el espíritu de Dios, hijos son de Dios. Que no habéis recibido espíritu de esclavitud para recaer otra vez en el temor, sino que habéis recibido espíritu de adopción filial, por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!” (Rm 8,14-15). La oración expresa la fe que desea.


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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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