P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Como apuntamos al tratar de Jesucristo “el viviente” (véase en el índice), san Pablo señala que ese mismo Jescristo resucitado “murió por nuestros pecados” (1 Cor 15,3). E inmediatamente después de Pentecostés, en su primer discurso, Pedro les dice a sus oyentes: “Arrepentíos y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). Desde su inicio, en las comunidades cristianas, se afirmaba que Jesús había muerto por nuestros pecados. ¿Qué significa esta expresión un tanto inverosímil?
Con claridad distingue el incisivo Pablo dos clases o categorías de pecado: el que va contra la ley mosáica (“voluntarios”), y el otro que es universal, al cual todos estamos encadenados (“la fuerza del pecado”). “En resumen, ¿tenemos o no tenemos ventaja los judíos? Ciertamente, no del todo, ya que acabamos de probar que todos, tanto judíos como no judíos, están sometidos al dominio del pecado” (Rm 3,9). El pecado en tanto que fuerza sobre-humana radical (“pecado original”), es como una estructura de la iniquidad y del pecado, a la que se acumulan el resto de pecados. Estamos marcados por “el maligno” en el origen. En consecuencia, este oscuro misterio de iniquidad viene a ser además un pecado “personal” aunque no voluntario. Lo podemos experimentar en nosotros mismos, en nuestras conciencias desmayadas. “Quisiera hacer el bien que me agrada, y sin embargo, hago el mal que detesto. Ahora bien, si hago lo que detesto, no soy yo quien lo hace, sino el pecado que está en mí” (Rm 7,19-20). (Esto se completará con el “pecado del mundo”).
Si definimos el pecado como lo que nos separa del Dios santo y verdadero, entonces la no aceptación y negación de su voluntad y designio de salvación pertenecería al pecado con mayúsculas. En ésto consistiría el pecado contra el Espíritu Santo, en su rechazo (Mt 12,31-32). Es cierto que esta falta de apertura no se suele dar sino desde el orgullo resentido, porque quien busca la luz de la verdad y no las tinieblas, aunque no la encuentre lo hace de ordinario desde la sinceridad del no-saber. Y el buscar a Dios pre-supone el amarle.
Diferente a un talante un tanto sobrado y soberbio, la actitud de fondo que suele darse con mayor frecuencia es la tendencia hacia una idolatría, hacia un dios fabricado por nosotros mismos, incluso por nuestra propia religiosidad e identidad de grupo. El poder, el dinero, el sexo, la ideología, el “ego” alimentado de ensueños y frustraciones turbadoras y de justificaciones interesadas fomentan esta idolatría de fondo, dejando de lado, para una mejor ocasión la conversión hacia el Dios verdadero. La idolatría, de mayor o menor intensidad está en la base de cualquier pecado personal. Cuando la Escritura dice que Jesús “murió por nuestros pecados” no dice otra cosa sino que murió rechazado por aquellos que no le quisieron recibir, por tantos que prefieren las tinieblas a la luz, y quizás por tantos de nosotros que le seguimos a medias con nuestros pecados voluntarios y faltas, porque, en definitiva, con nuestras propias fuerzas no podemos tener acceso a participar del don de Dios. Pero la moral, en suma, no es el problema.
Una vez más conviene subrayar que el Jesús de Nazaret murió para darnos vida en abundancia, para señalarnos el camino, la verdad y la comunión vital. "Pero cuanto más se multiplicó el pecado, más abundó la gracia; de modo que si el pecado trajo el reinado de la muerte, también la gracia reinará alcanzándonos, por medio de nuestro señor Jesucristo, la salvación que lleva a la vida eterna” (Rm 5,20-21). La muerte en el texto sería como una fuerza cósmica que es superada en Cristo gracias al poder liberador de Dios, que es el único señor de la vida. Jesús es “salvador”. “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.” (Mt 9,13) Esto nos señala el Norte.
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