P. Fernando Martínez Galdeano, jesuita
Este paso de la muerte a la vida perenne puede ser meditado y contemplado como misterio pascual. Así como el pueblo judío celebra en los días festivos de la pascua su propia formación como pueblo elegido de Dios cuando es liberado de su esclavitud en Egipto, así nosotros los cristianos celebramos en el día de la pascua de resurrección nuestra liberación personal formando a un mismo tiempo un pueblo universal y peregrino que camina hacia adelante con fe, esperanza y amor. En la pascua cristiana simbolizada de alguna manera misteriosa en la pascua judía se realiza el paso de una esclavitud a la liberación. Es un paso que es necesario considerar con una cierta precisión. Por el hecho de ser personas humanas no poseemos derecho a participar de la vida de Dios, ni a ser llamados sus hijos.
Y lo que llamamos “pecado original”, nos impide desde el origen el poder cambiar por nosotros mismos esta situación. Como humanos somos radicalmente “mortales”.
Pero, gracias a esa persona, la de Jesucristo, muerto y resucitado, se nos revela en plenitud el mensaje de que la fuerza poderosa del Padre, es capaz de superar lo radicalmente mortal por lo virtualmente inmortal (llamado a ser resucitado). Mediante la fe en ese misterio pascual se nos ofrece como regalo inmerecido la posibilidad de abandonar la esclavitud sin horizonte y la de abrazarnos a la libertad de los hijos de Dios. Todos los hombres estamos llamados a ser hijos de Dios. Y todos los hombres por el hecho de ser creados así, nacemos no sólo para morir. “No es Dios de muertos sino de vivos” (Mc 12,27). Podemos ya el vivir como hijos en esperanza. Una respuesta a un deseo razonable.
En la celebración de la pascua cristiana se contempla también la transfiguración del sufrimiento y de la muerte (les confiere algún sentido). Ambas realidades conforman al ser humano, pero en ésta nuestra vida terrena pueden ser aceptadas no sólo con resignación y paciencia esperanzada que no es poco ni mucho menos, ni algo menospreciable, sino que con la gracia de Dios pueden ser también experimenta-dos como las circunstancias que más nos pueden unir a la persona de ese Jesucristo muerto y resucitado. No hemos de caer en el masoquismo pero sí hemos de ser afectivamente conscientes de que el sufrimiento que entraña “un amar más” adquiere un valor y un sentido que nos acerca al plano de lo divino que salva. “Y más aún, nos gloriamos basta de las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra constancia; la constancia, virtud acrisolada; y la virtud acrisolada, esperanza; y esta esperanza no se malogra, porque el amor que Dios nos tiene se ha derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo que nos ha dado” (Rm 5,3-5). Es como si la vida verdadera pudiera ser ya vivida no sólo desde nuestra propia muerte sino incluso como algo que la antecede en este mundo y acontece en la propia vida concreta.
El “morir y resucitar” (misterio pascual) podría transformar nuestra vida cristiana en algo bastante más satisfactorio y pleno. Supone no sólo el que nosotros vivimos ya despegados, liberados de las cosas de este mundo, sino que usamos de ellas y también gozamos de ellas o incluso renunciamos a ellas, con gozo, con alegría, con plenitud, confiados en Dios y centrados en Cristo. “En cualquier caso, ya comáis, ya bebáis o hagáis otra cosa cualquiera, hacedlo todo pava gloria de Dios” (1 Cor 10,31).
Tampoco nuestra propia muerte física ha de ser vista y considerada como un final doloroso sino también como un tránsito (“pascua”) hacia la dimensión de la luz y de la bondad plena donde el miedo y el temor desaparecen. Este “morir para resucitar” es algo agónico en sí, pero puede ser asumido como transformante y como una simiente de victoria (“resurrección”) sobre el sufrimiento y la misma muerte. ¿Es todo ésto, sólo una bella y piadosa consideración? En realidad, “la cruz” es inherente al ser humano. No elegimos nuestra cruz. Sólo podemos elegir el llevarla al estilo de Jesucristo. Y nuestros mejores deseos los vivimos, al menos como creyentes cristianos, en fe y esperanza, no como algo utópico que nunca sucederá sino como algo que puede suceder ya o más tarde, pero que sucederá algún día en favor nuestro.
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Agradecemos al P. Fernando Martínez, S.J. por su colaboración.
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