Seguir al Espíritu según Ignacio de Loyola
P. Pedro Trigo S.J.
Poco antes de morir me pidieron que contara cómo me había ido llevando el Espíritu de Dios. No sé si quienes querían conocerlo se quedaron satisfechos de mi relación porque el hecho es que no la publicaron. Más difícil me va a resultar decírselo a ustedes, que viven en otro tiempo y sobre todo en
otra cultura. Pero como tratar de ayudar al prójimo forma parte del don de mi conversión, voy a intentarlo de nuevo.
Existen varios espíritus: el de Dios estimula el propio dinamismo y lo encauza a su destino
Lo primero que quisiera decirles es que el Espíritu no parece actuar desde fuera de uno y al margen de lo que uno es. En mi caso ciertamente se apoyó en el objetivo central de mi vida. En palabras de mi época, que se expresaba en buena medida en el horizonte grecolatino, lo que yo buscaba era la gloria y no cualquier gloria sino la mayor gloria posible. En los términos de ustedes, yo buscaba reconocimiento. Pretendía que todos reconocieran mi valía. Buscaba, por tanto, un reconocimiento en base a méritos, en mi terminología en base a hazañas, es decir a hechos difíciles, que entrañaran un bien, un aporte, muy notable a la sociedad.
Provenía de una familia de la pequeña nobleza, pero muy pundonorosa, es decir que nos sentíamos comprometidos a vivir de modo que nuestra vida reportara honra a nosotros mismos y a nuestra estirpe. Me había educado en la corte de los Reyes Católicos al servicio de lo que ustedes llamarían el Ministro de Hacienda. El lema de estos reyes era plus ultra, que significa más allá. Para los antiguos, cuyo ámbito era el Mediterráneo, las columnas de Hércules, después del estrecho de Gibraltar, tenían adosadas esta leyenda: non plus ultra: no se puede ir más allá. Los Reyes Católicos, al tomar posesión de América, demostraron que siempre se puede ir más allá. Muchos peninsulares se habían acostumbrado al reino moro de Granada, al conquistarlo hicieron ver que es posible revertir las situaciones históricas. A su llegada al trono se encontraron una nobleza acostumbrada a ser ella su ley. La sometieron a las leyes del reino, mostrando que puede avanzarse en civilidad. Lo mismo
hicieron reformando al clero y las órdenes religiosas o despejando de bandidos los caminos para que se incrementara la relación y el comercio o apadrinando la nueva universidad de Alcalá. Ése era también mi aire. Por eso, caído en desgracia mi protector, me puse al servicio del virrey de Navarra, que era el duque de Nájera. Le ayudé a conquistar esa ciudad y me empeñé en defender la capital, Pamplona, de un ejército muy superior a nuestras fuerzas. Ahí fue cuando una bola de cañón me deshizo una rodilla. Estuve en peligro de muerte, pero sané, gracias a Dios. Se me había pasado la fiebre, pero tuve que permanecer recostado varios meses hasta que los huesos se fortalecieran y
me pudieran sostener.
Como este percance no había echado a rodar mis sueños de gloria, pedí libros de caballerías (esos que casi un siglo después trastornaron a Don Quijote, los mismos que leerían ávidamente los conquistadores de América y los nobles de la corte del Emperador) para avivar con ellos mis deseos de hazañas. Pero en la casa sólo se hallaron dos libros: uno sobre la vida de Jesús (muy voluminoso, que acababa de ser traducido) y otro de vidas de santos. No era lo que yo quería, pero como las horas eran tan largas, me puse a leer.
Después de leer un buen rato me sucedía que me ponía a soñar que yo también me ponía a hacer las hazañas de los santos. Porque hallé que eran verdaderas hazañas: hechos dificilísimos, que suponían retos extremados y perseverantes, y victorias muy profundas sobre tendencias arraigadas en uno, y además hechos que aportaban al mundo luz y salvación. Yo no había reparado en que los santos fueran personas excepcionales y dignas del mayor reconocimiento. Sus vidas se convirtieron en un fuerte estímulo y me enfrascaba en verme a mí como uno de ellos. Incluso tengo que confesar que
hallaba en mí facilidad para imitarlos imaginativamente.
Sin embargo en otras ocasiones me sumergía en los sueños de gloria terrena que había tenido hasta entonces y soñaba muy alto, soñaba en vencer a enemigos poderosísimos y ofrecer mi victoria a una mujer muy noble, inalcanzable para mi estirpe pero, creía yo, que mis actos excepcionales me harían subir hasta ella.
Sin darme cuenta desfilaban por mi imaginación creadora dos versiones de la gloria: la gloria de los santos que, en seguimiento de Jesús, sanan y humanizan al mundo con sus vidas, y la gloria de los caballeros que vencen sobre enemigos y de esa manera obtienen el reconocimiento que se da a los
triunfadores. Ambas versiones me entusiasmaban. Pero noté con extrañeza que cada tipo de sueño tenía un efecto contrario: al salir de mi embeleso de caballero me hallaba desabrido, mientras que mis sueños de hazañas a lo divino me dejaban íntimamente contento y en paz. Descubrí, pues, que en los
primeros bullía el mal espíritu mientras que en los segundos latía el Espíritu de Dios.
El Espíritu no aparece, pues, como un ser al lado de otros sino que se hace presente en el propio impulso (en mi caso, impulso hacia el reconocimiento) cuando se dirige a su destino adecuado, produciendo contento de fondo y paz interior. El Espíritu se hace sentir indirectamente, por sus
efectos, por sus frutos, en los términos del evangelio o de Pablo. Pero el Espíritu no sólo se da a conocer sino que da fuerzas para desear conducirse por él. Dicho de otro modo, libera la libertad para que se apegue a lo que va descubriendo como lo verdaderamente humanizador. Así me iba sucediendo a mí.
Pero encontré algo más alto y entrañable que seguir a los santos. Encontré a Jesús de Nazaret. Lo vi tan lleno de gloria, que, como Pedro en el monte Tabor, nunca me saciaba de contemplarlo. Por eso decidí despojarme de todo y peregrinar a Jerusalén en pobreza absoluta para quedarme allí, cerca
de las huellas de Jesús, hablando de él.
Como estaba completamente absorbido por ese mundo de Jesús de Nazaret y sus seguidores, sus héroes, empecé a hablar de él a mi familia. Por eso cuando me despedí de mi hermano, él me puso delante lo mucho que muchos esperan de mí para que no cambiara de rumbo echando todo a perder.
Yo, como me vi demasiado nuevo en este camino, no me animé a manifestar mis propósitos y salí del paso sin mentir. Es así como logré despegarme de mi mundo. No sabía qué largo sería el camino que me esperaba.
No basta la buena voluntad, se necesita el discernimiento
Por de pronto tengo que confesar que, a pesar de toda mi buena voluntad, a pesar de que mi entrega era intencionalmente total, no tenía claridad interior ni capacidad de discernir. Les voy a contar un episodio para que vean mi ceguera. Iba montado en mi mula cuando se me emparejó un moro. Hablando, derivó la conversación hacia María de Nazaret y él manifestó que estaba de acuerdo en que concibió a Jesús virginalmente, pero que no podía entender que en el parto hubiera quedado virgen. Yo intenté convencerlo, pero él siguió con su opinión, al fin se despidió y se me adelantó. Yo me quedé perplejo sin saber si debía apuñalear al que había negado la virginidad de María o si en
este nuevo camino matar no era el modo de vengar el honor. Al fin me puse en manos de la mula: si agarraba por el camino del moro, lo alcanzaba y mataba, si seguía adonde iba yo, lo dejaba así. Es claro que, si les estoy hablando, es porque siguió por mi camino, aunque era más estrecho. Como ven, la mula tuvo el discernimiento que a mí me faltó. La conclusión es que es más fácil cambiar los destinatarios de nuestros deseos que las actitudes de base. Seguir a Jesús con los criterios de honor del mundo era obviamente un contrasentido.
Pero yo estaba tan consustanciado con esos criterios que no lo acababa de ver.
El otro caso que les voy a contar revela lo grave que es tenerse en cuenta sólo a sí mismo sin percatarse de los efectos de sus actos en la realidad. Llegué al santuario de nuestra Señora de Montserrat y, como había leído en las novelas de caballerías, hice la vela de armas toda la noche al pie del altar de nuestra Señora y le entregué mis armas y mi mula, y al salir me despojé de mis ropas y se las di a un mendigo. Seguía mi camino con gran consolación por lo que entendía como despojarme de mi vieja condición, cuando me alcanzaron para preguntarme si era verdad, como decía un mendigo, que yo le había dado mis ricos vestidos, porque lo que pensaban es que los había robado. Me eché a llorar al ver cómo un acto generoso puede causar un grave inconveniente a otros, si no se hace tomando en cuenta la situación.
Conocer al espíritu de Dios por su efectos
De todos modos casi sin darme cuenta me detuve en el camino en una ciudad llamada Manresa y allí comencé a poner por obra mi plan de imitar hasta el extremo las hazañas de los santos. Mi plan comprendía dos aspectos. Así como antes había buscado por todos los medios mi propia reputación,
ahora me entregaba a la relación con Dios y con su Hijo para descansar mi vida en ellos y ponerme a su completa disposición, de manera que ellos rigieran mi vida. A esta relación dediqué siete horas seguidas de oración de rodillas, además de los oficios litúrgicos, que me daban mucha devoción. Pero
para centrarme en ella, tenía que despejarme de mi existencia anterior autocentrada. Por eso me vestí de saco, descuidé las uñas y el cabello, me abstuve de carne y vino y me entregué a un ayuno rigurosísimo, como había leído que hacían los santos. Gran parte de mi oración consistió en contemplar la vida de Jesús a través de los pasajes de ese libro que había copiado en Loyola.
En esta primera fase yo actuaba desde mí, poniendo por obra con entera determinación y desde el fondo de mi ser, lo que leía que habían hecho los santos. Pero lo cierto era que el Espíritu que me había movido a leer, releer y anotar el libro de la vida de Jesús en Loyola, me seguía conduciendo ahora a consustanciarse con él, y esa nueva relación me llenaba de tal modo que me hacía fácil desprenderme de todo lo que hasta entonces había considerado apetecible. ¿En qué notaba que era el Espíritu? En que en medio de estas privaciones, que en sí eran exageradísimas, vivía en un estado de alegría y paz constantes, embebido completamente en Jesús de Nazaret.
Pero, tras esta primera fase, sobrevino otra que me desconcertó completamente. Hasta entonces vivía atenido a mis acciones, me movía en un plano que en cierto modo controlaba. Pero ahora empezó una época de alternancia de consolaciones y desolaciones: pasaba a primer plano algo que pasaba por mí sin que procediera de mi voluntad. Me sentí tan desbordado que intuí que estaba entrando en un género de vida desconocido para mí. Pero poco a poco se fue haciendo la luz. Por ejemplo, me pareció sospechoso que precisamente cuando me disponía a dormir las pocas horas que destinaba al sueño, me vinieran consolaciones y luces sobre diversas cuestiones. Si les daba curso, al día siguiente me encontraba sin fuerzas para emprender lo pautado. Comprendí que no podían provenir del Espíritu, no les hice caso y cesaron. También aprendí que, si Dios quería que tratara con la gente en orden a su aprovechamiento espiritual, no podía continuar con esa figura tan desaliñada. También supe interpretar la representación de la carne y el ofrecimiento a comerla como algo del Espíritu que me pedía moderar mi abstinencia, porque cuando me vino a la imaginación no tenía ningún deseo de
ella.
Sin embargo durante mucho tiempo no pude vencer los escrúpulos. Nada remediaba confesar una y otra vez los pecados. Esa falta de paz y ese desasosiego se hicieron tan agobiantes que, al sentirme incapaz de encontrar la paz, tuve la tentación de suicidarme. Pero al comprender que la fijación en
mis pecados me había llevado hasta ese extremo y a la tentación, para mí peor aún, de dejar esa vida que llevaba, se me abrieron los ojos para ver que ese afán morboso de purificación no era del Espíritu y decidí no confesarme de nada de la vida pasada. Y así alcancé la paz.
Ésta fue la mayor tentación que tuve y el aprendizaje más radical, tanto de mi impotencia para alcanzar la paz por mis propias fuerzas, como de cómo el mal espíritu puede disfrazarse de deseo de perfección que adelgace tanto la conciencia que destruya al sujeto o lo lleve a dejar el buen camino. Como en las ocasiones anteriores, los efectos eran el criterio más seguro para discernir espíritus.
Me conducía como un maestro de escuela y yo me aplicaba a hacer cada tarea
Yo diría que Dios me llevaba como un maestro de escuela: como no sabía nada de vida espiritual y no tenía nadie que me instruyera, el Espíritu tomó directamente ese papel. Pero esto no hay que entenderlo como una relación directa. Voy a tratar de explicarlo. En mi conciencia no aparecía el Espíritu, sino la inconveniencia de ir tan desaliñado para hacer bien a los prójimos o lo poco razonable de las consolaciones cuando necesitaba dormir o la descalificación de un afán de purificación que me llevó a la desesperación. En el ejercicio certero de esa razonabilidad es donde hay que buscar la acción del Espíritu. Es importante subrayar esta diferencia con la experiencia del Padre o el Hijo: cuando se me aparecía Jesús, sí era él el que ocupaba mi conciencia, lo mismo que cuando se me reveló la majestad de Dios. Pero la manera de hacerse presente el Espíritu, es distinta: es indirecta, nunca aparece el Espíritu como contenido de la conciencia, pero por eso es inmediata. Para mí los dos armónicos que denotan la presencia actuante del Espíritu son el discernimiento y la consolación. Lo primero, el discernimiento, que luego llamé caridad discreta. Como les indiqué en los casos precedentes, la misma consolación, aunque para mí fue siempre criterio de discernimiento y muy preciado, necesitará ser discernida.
Pero cuando les dije que el Espíritu me conducía como un maestro de escuela también quería decir que como el maestro al niño, así el Espíritu me ponía delante una sola lección, una sola tarea. Cuando la realizaba, me ponía otra. Esto es vital para lo que luego llamarán la pedagogía ignaciana. Mi
entrega era intencionalmente absoluta, pero mi trasformación no podía ser sino gradual: pasar paso a paso de lo que yo era a lo que Dios quería de mí, ir paso a paso de donde estaba adonde él me iba llevando.
Yo vivía lleno de confianza en el presente de la acción trasformadora del Espíritu. Vivía sin ningún afán por quemar etapas, y, por supuesto, tampoco me instalaba en ninguna. Vivía siempre abierto al movimiento del Espíritu en mí y a los signos del designio de Dios en la situación en que me encontraba. Por eso en esa relación de mi vida que hice al cabo de ella, me nombré a mí mismo como el peregrino. Con esto no quería designar ante todo al que viaja por devoción a un lugar santo (en mi caso a Aránzazu, Montserrat, Jerusalén o Loreto) sino más bien a una persona que vive siempre en camino, siguiendo la acción incesante del Espíritu, que no aspira a definir su vida desde sí mismo sino que sólo busca dejarse conducir sin oponer resistencia. Fíjense que me seguía llamando a mí mismo peregrino cuando llevaba catorce años fijo en Roma y casi sin moverme de mi estrecha estancia.
Tiempo de ponerme completamente en manos de Dios y de andar con Jesús
Quisiera referirme ahora a mi viaje a Jerusalén hasta mi regreso hasta Barcelona, desde donde me embarqué. Será el tiempo en que aprendí a fiarme sólo y todo de Dios. En contra de lo que me decían en cada punto del itinerario, no acepté llevar ni compañero ni dinero; incluso me empeñé en tratar a todos de vos, como suponía que sería el trato llano de Jesús, para que no fuera la cortesanía la que me abriera las puertas. Incluso no tomé ninguna precaución en lugares donde se sospechaba que había peste ni me molesté en obtener cédula de sanidad para entrar en ciudades que la pedían, y hasta me arriesgué a caminar por Jerusalén sin la protección de un turco y me obstiné en no dar un rodeo y atravesé por medio de dos ejércitos enemigos en el norte de Italia. Ustedes podrían preguntarme qué discreción es ésa. ¿Se deja usted llevar por el Espíritu o por el impulso irreflexivo de quien se abstrae de la realidad por andar encerrado en su devoción? Lo que hace usted a lo largo del viaje ¿no es tentar a Dios? Les diré que yo pensaba que si iba con un compañero o con dinero, no iba a estar ya abierto a la conducción del Espíritu sino que iba a poner mi confianza en ellos y no en Dios. Con esta penuria
radical, no quería poner a prueba a Dios sino al contrario ejercitarme en la fe, en la esperanza y en el amor. Yo sabía que Dios no iba a ejercitar su providencia milagrosamente sino por medio de quienes aceptaran ser guiados por el Espíritu. Por eso el estar abierto a la conducción del Espíritu me llevó a
vivir abierto a la realidad y en ella me fui conectando con quienes también vivían abiertos. Por eso tuve tantos encuentros tan oportunos, aunque muchas veces no a la primera ni sin ahorrarme días de desamparo y penuria totales. La fe es una aventura, una apuesta y por eso nada tiene que ver con la seguridad sino con la confianza.
Yo insistí a lo largo de mi vida en que uno tiene que poner todos los medios, como si todo dependiera de él, pero que tiene que poner toda su confianza en Dios, sabiendo que en realidad todo depende de él. Esto es así, pero después que uno ha aprendido en experiencias como la mía a ponerse
completamente en manos de Dios. Si no se ha tenido esta experiencia, uno pone en realidad su confianza en los medios y la proclamada confianza en Dios no pasa de ser una declaración de principios. Mucho me temo que no raramente les haya pasado esto a mis seguidores que frecuentemente toman tan en serio lo de los medios que de hecho se entregan completamente a ellos,
aunque tengan buna intención y lo hagan por amor a Dios. En estos casos Dios no pasa de ser un motivo, no es el tú de su vida.
En defensa de la responsabilidad y por tanto de la libertad del laico en la Iglesia
Llegamos a la parte más complicada de mi discernimiento. Como no me permitieron quedarme en Jerusalén, tuve que decidir qué iba a hacer con mi vida. Lo único que tenía claro es que la iba a emplear toda en ayudar a los prójimos a descubrir la voluntad de Dios para su vida y en disponerse para entregarse a ella. Para ello pensé que me ayudarían los estudios y decidí estudiar. Lo que me causará más molestias, incluso el peregrinaje por tres universidades, es la dificultad de encontrar lugar en la Iglesia para llevar a cabo ese género de vida. El hecho es que por donde quiera que pasé las autoridades eclesiásticas dudaron de mí. Esta duda no me sembró la duda de si estaría engañado. Por el contrario, siempre busqué que todo se clarificara porque estaba persuadido de que mi camino era de Dios. Y cierto que en cada caso las autoridades eclesiásticas, tras analizar mi vida y doctrina, lo reconocieron así. Pero me impedían continuar con mi apostolado. Por eso yo acataba la sentencia, pero no la aceptaba, y marchaba a otro sitio donde sucedía lo mismo. Aunque en ese momento no lo pude formular así, el problema de fondo era el que formuló el concilio Vaticano II, el del estatuto del
cristiano en la Iglesia: si todo cristiano era un testigo, o por lo menos todo cristiano adulto y consecuente, o si sólo los de la institución eclesiástica eran los propiamente cristianos, en definitiva la Iglesia, y los laicos no tenían más papel que ser guiados.
Si todo cristiano adulto era un testigo por la gracia de Dios, la función de la autoridad era dictaminar si su doctrina era católica. Ésa era la autoridad que yo les reconocía y hasta ahí llegaba su competencia, porque, si mi doctrina era sana, ellos tenían la obligación de reconocerme el derecho de ejercer el don y encargo que el Señor me había dado. Soy consciente de que suena demasiado fuerte lo que les estoy diciendo, pero eso era lo que sentía después de las sentencias de Alcalá y Salamanca.
Para aclarar más este asunto tan delicado les voy a poner el dilema que me plantearon en Salamanca. Se me preguntó si lo que enseñaba era por letras o por Espíritu. Como no podía ser por letras (porque no me había graduado en la universidad) se me obligaba a concluir que era por Espíritu, que para ellos significaba por la iluminación directa, diríamos verbal, del Espíritu, que es lo que pretendían o por lo menos de lo que se les acusaba a los llamados por eso iluminados, que por esas fechas estaban siendo llevados a la hoguera.
Como ustedes ven, el dilema suprime la posibilidad de que la vida cristiana, vivida desde luego en la Iglesia, arroje luz sobre Dios, sobre el ser humano y sobre el camino que Dios quiere sobre el ser humano y la historia. Si la luz viene sólo de los libros, los doctores no tienen que pensar por su cuenta, sólo tienen que leer sus libros, y a los demás les basta con escuchar a los doctores. En este esquema el Espíritu no tiene ninguna función. A lo más, inspirar a la jerarquía en sus dictámenes y dar unción a los fieles en el cumplimiento de sus devociones y deberes. Pero no propiamente discernir toda la vida. El Espíritu no es el don de Jesús resucitado a todos los cristianos y menos aún a todos los seres humanos. No es el que está moviéndonos siempre desde más adentro que lo íntimo nuestro y de este modo nos da la creatividad fiel que se precisa para el seguimiento de Cristo.
Como ustedes ven, esta concepción es la negación radical de todo el camino personal que había recorrido y del don que había recibido para el bien de las almas. Para mí, Dios quiere comunicarse personalmente a cada criatura y nos da su Espíritu para que lo podamos percibir y para que acertemos en su designio sobre nosotros y tengamos fuerza para cumplirlo.
En ese momento, sin poderlo formular así, estaba defendiendo la libertad de los cristianos, una libertad constructiva, que nada tenía que ver con buscar el propio gusto o interés o voluntad sino que era obediencia al Espíritu. Y que era obediencia se evidenció en mi disposición permanente a someter mi camino a la autoridad de la Iglesia que siempre reconocí.
Presbiterado a la apostólica
Pero mi camino tenía algo de excepcional. Voy a ver si me logro explicar. Había reivindicado la responsabilidad y por tanto la libertad del cristiano en la Iglesia, pero mi vida era más que eso. Fui a París. Allí también me acusarán, pero el juez no me quiso enjuiciar por parecerle que no había causa, y llevé donde él un notario para que constara. Allí ejercí mi ministerio con libertad. Pero aprendí que para seguir mi camino tendría que hacerme sacerdote, que no había lugar para mí en la Iglesia, si me mantenía como laico.
Este discernimiento será esencial para lo que vino luego y sin embargo parece que lo realicé de una manera implícita. Les diría que no había que discernir porque no tenía más opción. Pero quisiera añadir que ese discernimiento no es producto únicamente de una situación eclesial distorsionada. En efecto, yo ya no estaba en el mundo en cuanto que no ejercía una profesión en él ni sustentaba una familia ni vivía unas responsabilidades ciudadanas. Estaba en el mundo dedicado a dedicación exclusiva a la relación con Dios y a ayudar a los demás a que vivieran su vida según la voluntad de
Dios para con ellos.
Si esa dedicación totalizaba mi vida, mi vida no se reducía a dar cuenta de mi esperanza a quien me la pidiera; equivalía a un ejercicio apostólico, porque lo hacía no sólo porque me salía del corazón sino porque me parecía que formaba parte imprescindible de la gracia de mi conversión y de mi llamada.
Pero un ejercicio apostólico tiene que ser discernido por la jerarquía e incluso ella tiene que convalidar el encargo divino. Este ejercicio estrictamente apostólico ¿no es de hecho un tipo de presbiterado? No ciertamente el referido a una comunidad concreta, que era el que existía en mi época, sino el referido a la solicitud por las Iglesias, por las almas, o, dicho de modo más genérico, el
que mira a la animación de la cristiandad y a la misión a los no cristianos? ¿No tiene sentido que, el portador de esta existencia apostólica, además de examinado, fuera ordenado y enviado?
Del peregrino a los que peregrinan como compañeros de Jesús
El siguiente paso les puede parecer desconcertante. El grupo decidió como fruto de los Ejercicios que había hecho cada uno por separado, ir a Jerusalén y, si fuera posible, quedarse allí. Desde mi experiencia era obvio que era una empresa imposible. Me pueden decir que, urgiendo tanto el
apostolado, por qué no los disuadí. La razón es muy sencilla: ahora el sujeto no era yo sino el grupo. El grupo no debía insertarse en mi vida a partir de mis propias experiencias. Yo no podía ahorrar al agrupo las experiencias fundantes. Si así lo hubiera hecho, ellos habrían sido iñiguistas, cosa bien
pequeña e intrascendente, que yo no quería de ningún modo. Haciendo como grupo la experiencia discipular que yo había realizado en Manresa y en la peregrinación a Jerusalén, el grupo llegó a ser la Compañía de Jesús. Dar lugar al grupo sin sustituirlo es un discernimiento espiritual que a mí me resultó obvio, pero que fue trascendente y que reveló que yo estaba completamente trascendido en Jesús y que de ningún modo pretendía hacerme el centro del grupo ni lo hubiera tolerado.
Habría muchas más cosas para decir, pero baste por hoy. Como han visto, mi discernimiento es lo contrario de iluminaciones súbitas caídas desde el cielo inequívocamente. El camino se me iba abriendo por donde era factible. Y en esa búsqueda, con todas sus discusiones de fondo, se iba abriendo un camino en cierto modo nuevo o por lo menos nuevo para la época, que obtuvo carta de ciudadanía en la Iglesia, y que yo espero que muestre en este siglo de ustedes toda su fecundidad.
Con cariño,
Ignacio de Loyola
---
Tomado de la web de la Conferencia de Provinciales en América Latina CPAL - Jesuitas
http://www.cpalsj.org/espiritualidad
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario