PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 24 de septiembre de 2014
Miércoles 24 de septiembre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera hablar del viaje apostólico que realicé a Albania el domingo pasado. Lo hago ante todo como acción de gracias a Dios, que me ha concedido realizar esa visita para demostrar a este pueblo, incluso físicamente y de modo tangible, mi cercanía y la de toda la Iglesia. Deseo también renovar mi fraterno reconocimiento al episcopado albanés, a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas que trabajan con tanto empeño. Mi agradecimiento se dirige también a las autoridades que me acogieron con tanta cortesía, así como a cuantos cooperaron para la realización de la visita.
Este viaje nació del deseo de ir a un país que, tras haber estado durante largo tiempo oprimido por un régimen ateo e inhumano, está viviendo una experiencia de pacífica convivencia entre sus diversos componentes religiosos. Me parecía importante alentarlo en este camino, para que lo continúe con tenacidad y profundice en él todos sus aspectos a favor del bien común. Por ello, en el centro del viaje tuvo lugar un encuentro interreligioso donde pude constatar, con viva satisfacción, que la pacífica y fructuosa convivencia entre personas y comunidades que pertenecen a religiones distintas no sólo es algo que se puede desear, sino que es concretamente posible y factible. ¡Ellos lo hacen realidad! Se trata de un diálogo auténtico y fructuoso que evita el relativismo y tiene en cuenta la identidad de cada uno. Lo que une a las diversas expresiones religiosas, en efecto, es el camino de la vida, la buena voluntad de hacer el bien al prójimo, sin negar o disminuir las respectivas identidades.
El encuentro con los sacerdotes, las personas consagradas, los seminaristas y los movimientos laicales fue una ocasión para hacer grata memoria, con acentos de especial emoción, por los numerosos mártires de la fe. Gracias a la presencia de algunos ancianos, que vivieron en su carne las terribles persecuciones, se evocó la fe de numerosos heroicos testigos del pasado, quienes siguieron a Cristo hasta las extremas consecuencias. Precisamente de la unión íntima con Jesús, de la relación de amor con Él, brotó para estos mártires —así como para cada mártir— la fuerza para afrontar los acontecimientos dolorosos que los condujeron al martirio. También hoy, como ayer, la fuerza de la Iglesia no viene de las capacidades organizativas o de las estructuras, que incluso son necesarias: la Iglesia no encuentra su fuerza allí. Nuestra fuerza es el amor de Cristo. Una fuerza que nos sostiene en los momentos de dificultad y que inspira la actual acción apostólica para ofrecer a todos bondad y perdón, testimoniando así la misericordia de Dios.
Al recorrer la calle principal de Tirana, que desde el aeropuerto conduce a la gran plaza central, pude contemplar los retratos de los cuarenta sacerdotes asesinados durante la dictadura comunista y para los cuales se inició la causa de beatificación. Ellos se suman a los centenares de religiosos cristianos y musulmanes asesinados, torturados, encarcelados y deportados sólo porque creían en Dios. Fueron años sombríos, durante los cuales se limitó la libertad religiosa y estaba prohibido creer en Dios, miles de iglesias y mezquitas fueron destruidas, transformadas en depósitos y cines que propagaban la ideología marxista, los libros religiosos fueron quemados y a los padres se les prohibía poner a los hijos los nombres religiosos de los antepasados. El recuerdo de estos hechos dramáticos es esencial para el futuro de un pueblo. La memoria de los mártires que resistieron en la fe es garantía para el destino de Albania; porque su sangre no fue derramada en vano, sino que es una semilla que dará frutos de paz y de colaboración fraterna. Hoy, en efecto, Albania es un ejemplo no sólo de renacimiento de la Iglesia, sino también de pacífica convivencia entre las religiones. Por lo tanto, los mártires no son personas derrotadas, sino vencedores: en su heroico testimonio se refleja la omnipotencia de Dios que siempre consuela a su pueblo, abriendo nuevas sendas y horizontes de esperanza.
Este mensaje de esperanza, fundado en la fe en Cristo y en la memoria del pasado, lo confié a toda la población albanesa que vi entusiasta y gozosa en los sitios de los encuentros y de las celebraciones, así como en las calles de Tirana. Alenté a todos a encontrar energía siempre nueva en el Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya se hace, en actividades caritativas y educativas.
Una vez más doy gracias al Señor porque, este viaje, me concedió encontrar un pueblo valiente y fuerte, que no se dejó vencer por el dolor. A los hermanos y hermanas de Albania renuevo la invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el mañana de su país y de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita a la Virgen del Buen Consejo, venerada en el homónimo santuario de Escútari, a fin de que siga guiando el camino de este pueblo mártir. Que la dura experiencia del pasado lo arraigue cada vez más en la apertura a los hermanos, especialmente a los más débiles, y lo haga protagonista de ese dinamismo de la caridad tan necesario en el actual contexto sociocultural. Quisiera que todos nosotros enviásemos hoy un saludo a ese pueblo valiente y trabajador, y que en paz busca la unidad.
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Tomado de:
www.vatican.va
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