PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 29 de octubre de 2014
Miércoles 29 de octubre de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis anteriores tuvimos ocasión de destacar cómo la Iglesia tiene una naturaleza espiritual: es el cuerpo de Cristo, edificado en el Espíritu Santo. Cuando nos referimos a la Iglesia, sin embargo, inmediatamente el pensamiento se dirige a nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestras diócesis, a las estructuras en las que a menudo nos reunimos y, obviamente, también a los miembros y a las figuras más institucionales que la dirigen, que la gobiernan. Es esta la realidad visible de la Iglesia. Entonces, debemos preguntarnos: ¿se trata de dos cosas distintas o de la única Iglesia? Y, si es siempre la única Iglesia, ¿cómo podemos entender la relación entre su realidad visible y su realidad espiritual?
Ante todo, cuando hablamos de la realidad visible de la Iglesia, no debemos pensar sólo en el Papa, los obispos, los sacerdotes, las religiosas y todas las personas consagradas. La realidad visible de la Iglesia está constituida por muchos hermanos y hermanas bautizados que en el mundo creen, esperan y aman. Pero muchas veces escuchamos que se dice: «La Iglesia no hace esto, la Iglesia no hace esto otro...» – «Pero, dime, ¿quién es la Iglesia?» – «Son los sacerdotes, los obispos, el Papa...» – La Iglesia somos todos, nosotros. Todos los bautizados somos la Iglesia, la Iglesia de Jesús. Todos aquellos que siguen al Señor Jesús y que, en su nombre, se hacen cercanos a los últimos y a los que sufren, tratando de ofrecer un poco de alivio, de consuelo y de paz. Todos los que hacen lo que el Señor nos ha mandado son la Iglesia. Comprendemos, entonces, que incluso la realidad visible de la Iglesia no es mensurable, no es posible conocer en toda su amplitud: ¿cómo se hace para conocer todo el bien que se hace? Muchas obras de amor, numerosas fidelidades en las familias, tanto trabajo para educar a los hijos, para transmitir la fe, tanto sufrimiento en los enfermos que ofrecen sus sufrimientos al Señor... Esto no se puede medir y es muy grande. ¿Cómo se hace para conocer todas las maravillas que, a través de nosotros, Cristo logra obrar en el corazón y en la vida de cada persona? Mirad: también la realidad visible de la Iglesia va más allá de nuestro control, va más allá de nuestras fuerzas, y es una realidad misteriosa, porque viene de Dios.
Para comprender la relación, en la Iglesia, la relación entre su realidad visible y su realidad espiritual, no hay otro camino más que mirar a Cristo, de quien la Iglesia constituye el cuerpo y de quien ella nace, en un acto de infinito amor. También en Cristo, en efecto, en virtud del misterio de la Encarnación, reconocemos una naturaleza humana y una naturaleza divina, unidas en la misma persona de modo admirable e indisoluble. Esto vale de modo análogo también para la Iglesia. Y como en Cristo la naturaleza humana secunda plenamente la naturaleza divina y se pone a su servicio, en función de la realización de la salvación, así sucede, en la Iglesia, por su realidad visible, respecto a la naturaleza espiritual. También la Iglesia, por lo tanto, es un misterio, en el cual lo que no se ve es más importante que aquello que se ve, y sólo se puede reconocer con los ojos de la fe (cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8).
Así, pues, en el caso de la Iglesia, debemos preguntarnos: ¿cómo es que la realidad visible puede ponerse al servicio de la realidad espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo. Cristo es el modelo de la Iglesia, porque la Iglesia es su cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no hay lugar a error. En el Evangelio de san Lucas se relata cómo Jesús, al volver a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndolo a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías donde está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (4, 18-19). He aquí: como Cristo se valió de su humanidad —porque también era hombre— para anunciar y realizar el designio divino de redención y de salvación —porque era Dios—, así debe ser también para la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de todos nosotros cristianos, la Iglesia está llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y está marginado, de modo que siga haciendo sentir en todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús.
Queridos hermanos y hermanas, a menudo como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos los tenemos. Todos somos pecadores. Nadie de nosotros puede decir: «Yo no soy pecador». Pero si alguno de nosotros siente que no es pecador, que levante la mano. Veamos cuántos... ¡No se puede! Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, estos pecados nuestros, es justo que nos causen un profundo dolor, sobre todo cuando damos mal ejemplo y nos damos cuenta de que nos convertimos en motivo de escándalo. Cuántas veces, en el barrio, hemos escuchado: «Pero, esa persona que está allá, va siempre a la iglesia pero habla mal de todos, critica a todos...». Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. De este modo damos un mal ejemplo: «Y, en definitiva, si este o esta es cristiano, yo me hago ateo». Nuestro testimonio es hacer comprender lo que significa ser cristiano. Pidamos no ser motivo de escándalo. Pidamos el don de la fe, para que podamos comprender cómo, a pesar de nuestra miseria y nuestra pobreza, el Señor nos hizo verdaderamente instrumento de gracia y signo visible de su amor para toda la humanidad. Podemos convertirnos en motivo de escándalo, sí. Pero podemos llegar a ser también motivo de testimonio, diciendo con nuestra vida lo que Jesús quiere de nosotros.
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Tomado de:
www.atican.va
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