Lc 7, 11-17
Esta es una
de las tres resurrecciones de muertos que nos narra el Evangelio, realizadas
por Jesús. Y antes de entrar en el comentario de este milagro de Jesús, es
bueno aclarar el término resurrección. Hay una resurrección en que el
sujeto recupera una vida mortal y
precaria, como la que tenía antes de morir (y de estas son las resurrecciones
que Cristo hizo durante su vida); pero hay otra resurrección, la de Jesús
después de muerto, y la que tendremos con la gracia de Dios al final de los
tiempos, que es resurrección a una vida inmortal y plena, donde ya no habrá
llanto ni dolor.
Y vayamos a
reflexionar sobre la resurrección del hijo de la viuda de Naín. Jesús toma la
iniciativa. Ha llegado a la puerta de esta ciudad de Naín y se encuentra con el
cortejo fúnebre de este único hijo de una madre viuda. La primera reacción de
Jesús es acompañar el dolor de esta pobre mujer, y se compadeció de ella, o sea
compartió el dolor de la madre. Y enseguida pasó a consolarla, y a decirle no
llores. Es bueno detenerse en la reflexión de estos sentimientos de Jesús;
porque sus hechos son importantes ciertamente, pero es muy importante conocer
también el interior de Jesús, sus sentimientos, que muestran su calidad humana
extraordinaria.
Luego Jesús
toca el féretro, y detiene el cortejo fúnebre. Podemos sacar una reflexión
sobre este hecho, de que Jesús detiene la marcha de la muerte. El detiene la
muerte, como hará enseguida al devolver a este joven a la vida que había
perdido. Jesús en este milagro está demostrando que El es la Vida , la fuente de toda vida,
y que ha venido para que tengamos vida en abundancia. La muerte es el símbolo
del fracaso del hombre en los comienzos del paraíso; y ahora Jesús ha venido
para destruir a este enemigo. Con la muerte de Jesús, la muerte no sólo quedará
detenida, como en este caso, sino totalmente eliminada.
Y enseguida,
con el féretro a su alcance, tocado con su mano, ordenó al muchacho que
viviera, que se levantara. Parece como un nuevo acto creador del Creador. Le
manda vivir, y sólo Dios puede hacer vivir y además con una sola palabra: “yo
te lo mando”. El muerto recupera la vida, y Jesús se lo devuelve a su madre.
Otro gesto delicado del Señor, el devolver personalmente a su madre este hijo que
se le había arrebatado en plena juventud.
Jesús se
manifiesta como el que da el hijo a su madre, como es el que da todos los hijos
a todas las madres. En este caso es una devolución que indica el poder de Jesús
de secar todas las lágrimas, con el sentido total que El da a nuestras vidas, y
el poder con el que devuelve el sentido a todas nuestras desgracias.
Y la reacción
de los presentes: “un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado
a su pueblo”. La alegría y admiración de los presentes va más allá del hecho
puntual de esta resurrección. Recuerdan ellos en este momento a todos los
grandes profetas con que Dios manifestaba su presencia en medio de su pueblo.
Los judíos llevaban mucho tiempo sin la manifestación de algún enviado especial
de Dios. Ahora descubren en Jesús la presencia de Dios entre su pueblo.
Naturalmente que es una fe incompleta: sólo lo sienten como un gran profeta.
Jesús, con sus hechos y sus palabras, fue descubriendo progresivamente el
misterio de su realidad interior, el ser Hijo del Dios vivo. Esto sólo se
entendió poco a poco, y solo lo descubrieron los que tenían el corazón
preparado: “nadie conoce al Hijo, sino el Padre y aquel a quien el Padre se lo
quiere revelar”.
Es un milagro
de Jesús hecho con una clara intención; más importante que el prodigio en sí es
el mensaje que este milagro encierra, y que muchos de los presentes captan, y
proclaman con alegría.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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