Lucas 8,11b-17
Cristo el Pan bajado del Cielo y que nos da vida.
Esta
fiesta está establecida en la Iglesia especialmente para venerar solemnemente
la donación generosa de Jesucristo en la Eucaristía. Es una solemnidad para
poner de relieve la importancia del Sacramento del Cuerpo y la Sangre de
Cristo.
El texto
evangélico, con el que entramos en la meditación de hoy, narra una de las
versiones (la de San Lucas, en este caso) del milagro de la multiplicación de
los panes y los peces. Milagro, que especialmente en el Evangelio de San Juan,
quiere destacar el milagro más grande aún de la institución de la Eucaristía.
El sacramento de la Eucaristía es el
centro de la práctica de la vida cristiana, porque en él se nos entrega
Jesucristo, realmente, aunque oculto tras la apariencia de pan y de vino.
Jesucristo mismo destacó la importancia fundamental de la Eucaristía cuando, al
anunciar su institución, nos dice: “Les aseguro que si ustedes no comen la
carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida. El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna; y yo lo resucitaré en el día último.
Porque mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que
come mi carne y bebe mi sangre, vive unido a mí, y yo vivo unido a él”. (Jn 6,
53-56).
Frecuentar la participación en la
Eucaristía, tener sed de Jesús en la Eucaristía (no contentarse con la sola
misa de cada domingo), debe ser lo central que busquemos en nuestra práctica de
vida cristiana.
En la
Eucaristía se compendian todos los dones que Jesucristo viene a darnos, al
ofrecernos la salvación. Su mensaje, su entrega, la redención en la Cruz, la
comunicación de la vida de la gracia (la nueva vida), todo eso se compendia en
la Eucaristía. Y además expresa en su forma y en su fondo el nuevo pacto, la
Nueva Alianza que Dios quiere establecer con los hombres, y que había sido
prefigurada en las diversas alianzas del Antiguo Testamento, en toda la
Historia de la Salvación, y especialmente en el pacto que Dios establece con su
pueblo después de salvarlos de la esclavitud de Egipto.
Ese pacto
que hace Dios con el pueblo salvado de la esclavitud contenía tres elementos
centrales: el compromiso de Dios de tener al pueblo judío como su pueblo
particular, el compromiso del pueblo de acoger y cumplir los mandamientos, y el
sacrificio del cordero, expresión de todo esto.
Estos tres
elementos llevados a su plenitud, los pone de relieve Jesús al establecer la
Eucaristía en la Cena del Jueves Santo: Dios se compromete con el nuevo Pueblo,
universal, que abarca todas las naciones sin exclusivismos geográficos, o
étnicos. Es el pueblo de todos los creyentes pertenecientes a todas las
culturas, del mundo entero. Y a todos estos, especialmente convocados en la
Eucaristía, Dios los recibe, no sólo como su pueblo, sino como su familia, como
sus hijos; por eso es tan apropiado que recemos el Padre Nuestro en la
Eucaristía. En segundo lugar, como en la Antigua Alianza, el pueblo, o sea los
creyentes, se comprometen a cumplir la ley. Ya no se trata simplemente de
legalismos, sino de la entrega del corazón, de la búsqueda de la voluntad de
Dios en la vida, del mandamiento del amor. La novedad de este pacto está
contenida en la afirmación de Jesús: “Ustedes serán mis discípulos si se aman
unos a otros”; esta es la condición para pertenecer a su pueblo nuevo; por eso
es tan hermoso el hecho de darnos la paz en la celebración de la Eucaristía;
supone reemplazar un simple cumplimiento de preceptos, por la entrega total del
amor: el cristianismo debe hacernos generosos en nuestra donación.
Y todo
esto se hace mediante el sacrificio del Cordero de Dios, que sustituye para
siempre todos los sacrificios antiguos, y que queda como el único sacrificio
agradable a Dios; sacrificio que es a la vez fiesta, celebración de la
salvación, comida de amistad. Y con esto también nos da un mensaje para que
nuestra vida sea fiesta, amistad, comunidad y sacrificio, por Cristo y por los
hermanos.
Y es que
la Eucaristía debería transformarnos; tener la alegría de haber sido salvados,
y por tanto vivir el optimismo cristiano toda la vida. Debería impulsarnos a
sacrificarnos (o sea entregar a Cristo y a los hermanos lo mejor de nosotros),
en fin a ser amigos, porque la Eucaristía nos debe hacer amigos.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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