Homilía del Domingo 12º del T.O. (C), 23 de junio del 2013

Sobre la cruz de Cristo y la intimidad con Él

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Za 12,10-11; 13,1; S 62; Ga 3,26-29; Lc 9, 18-24


En el evangelio de San Lucas el texto de hoy viene inmediato a la multiplicación de los panes. A partir de este momento y hasta el relato de la pasión casi todo Lucas está dedicado a enseñar cómo deberá ser la conducta de los seguidores del Señor. Sólo narra cuatro milagros.
Parece que nos encontramos como a un año de la Pasión. Por San Mateo sabemos que Jesús ha ido hacia el norte a una región más paganizada de menos población judía, donde Jesús puede dedicar más tiempo a la oración a solas con su Padre y a la formación más amplia y profunda de sus discípulos.
Uno de esos días Jesús les pregunta sobre lo que piensan de su persona. Lo hace después de un tiempo, sin duda amplio, de oración. Una particularidad de Lucas es precisamente que destaca con especial frecuencia los momentos de oración de Jesús y sus enseñanzas sobre ella. La oración ha de ser, como lo fue en Jesús, una actividad normal del discípulo. Para quien no sea así, caiga en la cuenta de que carece de algo muy importante para que su vida cristiana goce de buena salud.
Sin duda que Jesús pediría al Padre que iluminase a sus discípulos en la respuesta a la pregunta que les iba a proponer. Llevaban escuchándole hace tiempo y le habían visto actuar: hablar, curar enfermos, incluso hacer milagros y hasta resucitar muertos. ¿Qué piensan de Él? Muchos israelitas de aquel tiempo esperaban entonces la llegada del Mesías anunciado en las profecías. Será Pedro el que adelantándose dará la respuesta acertada y plena. Para Jesús fue un momento de inmensa alegría. Lo sabemos por San Mateo. Dentro de un mes, en la solemnidad de San Pedro, lo recordaremos.
La persona y obra de Jesús ha transformado el mundo y sigue influyendo poderosísimamente. Es claro que el mundo no sería lo que hoy es si Cristo no hubiera pasado por él hace veinte siglos. Sigue provocando la ira de muchos y suscitando el amor de millones. ¿Quién era?
Cada uno hemos de sentirnos interpelados por la pregunta. ¿Quién es para mí Jesucristo? Hace unos años, al comenzar un curso de religión a los alumnos de primer año en una universidad católica no de Lima, hice una encuesta sobre sus conocimientos y nivel de fe. Hubo hasta quien respondió que Jesús había nacido en Jerusalén. Creo que alguno decía que había muerto en Roma. ¿Serán muchos entre ustedes los que han leído una vida completa de Jesús o los cuatro evangelios o al menos uno de ellos entero? Por favor, si no lo han hecho, al menos empiecen hoy. Pero para conocer a alguien hace falta saber más que unos rasgos externos. Hay que entrar en su alma, cómo piensa, cómo siente, qué le gusta, a quién y cómo ama, qué desea, a qué aspira, cómo perdona. Quien sabe lo maravilloso y fantástico que es Jesús para él y para los hombres, siente como una sacudida del alma, siente que no puede sentirse indiferente. Esto sólo se alcanza si se ora, si se conversa íntimamente con él. Por eso los evangelios deben ser los libros más leídos, más gustados, más orados, más puestos en práctica, hasta poder llegar a decir como San Pablo: “Para mí la vida es Cristo” (Fil 1,21).
Jesús bendijo a Pedro por su respuesta, pero prohibió a los doce que lo dijeran a nadie. ¿Por qué? Porque la gente lo iba a entender mal. Porque la gente esperaba un mesías, un “ungido” de Dios triunfante, rico, que restaurara el poder político de Israel, que les trajera un mundo lleno de riqueza y prosperidad. No querían entender de otro mesías. “Fue un profeta poderoso…Pero le condenaron a muerte y le crucificaron. Nosotros esperábamos –confesarían otros dos discípulos el mismo domingo de resurrección– que Él iba a restaurar el reino de Israel, pero ya es el tercer día tras su muerte” (Lc 24,19‑21).
Estaba predicho y revelado en Is. 53, pero nadie lo entendería. Los mismos doce no lo entenderían, ni el mismo Pedro. Pero con ellos tenía Jesús una providencia especial, porque sobre ellos edificaría el Nuevo Pueblo de Dios. A ellos sí se lo manifestó y por tres veces (ésta es la primera); pero no le iban a entender: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho…ser ejecutado y resucitar al tercer día… Y el que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo, cargue con su cruz cada día y se venga conmigo. Pues el que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”.
De estas palabras escribe San Francisco Javier que, por claras que sean, cuando llega el momento de la verdad se vuelven oscurísimas. Así fue para los mismos doce; y no es de extrañar que lo sea para nosotros. No se llega a conocer ni a gustar de Jesucristo de verdad si no se acepta su cruz: “el que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”. Cristiano que huye sistemáticamente de la cruz, cristiano que no entrará en su corazón. Cada domingo la misa –tengan presente que “la misa es el culmen y la primera fuente de la vida cristiana”– nos recuerda y contacta con el misterio de la cruz. Especialmente cada domingo debemos renovar esta fe, pedir a Cristo la gracia de conocerle de verdad y de cargar la cruz que nos ha tocado y de llevarla con paciencia y aun alegría, sabiendo que es camino para nuestra salvación y también de otros. Todos los días y sobre todo cada domingo pidamos y hagamos el esfuerzo de aceptar dolores, sacrificios, humillaciones, cualquier cruz, sea justa o no, que estemos padeciendo, sobre todo aquella que nos es necesaria para el cumplimiento de nuestras obligaciones y para el bien de nuestros hermanos. Pero no nos limitemos a aceptar las cruces necesarias, ofrezcamos también sacrificios y penitencias voluntarias. Recordemos que el culto al Corazón de Cristo nos lo recuerda siempre con la cruz y nos pide sacrificios de reparación por su amor.

Que María, hecha Madre nuestra y Corredentora al pie de la Cruz, nos alcance esta gracia tan fundamental y necesaria.  



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