Lecturas Am 7,12-15; S 84; Ef 1,3-14; Mc 6,7-13
Amós es
enviado por Dios a profetizar y lo hará guste o no al rey ni al sacerdote del
templo idolátrico. Jesús envía a sus discípulos a predicar. Es una orden. La
repetirá antes de la Ascensión: “Vayan por todo el mundo. Prediquen el
Evangelio a toda criatura” (Mt 28,18).
Los
apóstoles y luego la Iglesia han considerado siempre esta orden como una obligación
inexcusable. Es para la Iglesia una razón de ser: Está al servicio del
Evangelio. San Pablo dirá: “Ay de mí si no evangelizo” (1Cor 9,16). También el
Santo Padre Benedicto XVI, en la Introducción a la encíclica Caritas in Veritate –La
Caridad en la Verdad– se expresa así: “Defender la verdad, proponerla con
humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes
e insustituibles de caridad” (1). Y citaré por fin al Papa Pablo VI, cuando
visitó a los cristianos de Filipinas:
“Para esto
me ha enviado el mismo Cristo. Yo soy
apóstol y testigo. Debo predicar su nombre: Jesucristo es el Mesías, el Hijo de
Dios vivo; él es quien nos ha revelado al Dios invisible, él es el primogénito
de toda criatura, y todo se mantiene en él. Él es también maestro y redentor de
los hombres; él nació, murió y resucitó por nosotros. Él es el centro de la
historia y del universo; él nos conoce y nos ama, compañero y amigo de vuestra
vida, hombre de dolor y de esperanza; él, ciertamente, vendrá de nuevo y será
finalmente nuestro juez también, como esperamos, nuestra plenitud de vida y
nuestra felicidad. Yo nunca me cansaría de hablar de él; él es la luz, la
verdad, más aún, el camino, y la verdad y la vida. ¡Jesucristo! Recuérdenlo: él
es el objeto perenne de nuestra predicación; nuestro anhelo es que su nombre
resuene hasta los confines de la tierra y por los siglos de los siglos” (Homil. en Manila 29/09/1970).
“¡Ay de mí
si no evangelizo!”. Esta preocupación nos atañe también a nosotros. Como el ADN
de una persona no está sólo en el órgano más importante sino en cada célula,
así el espíritu misionero debe estar en cada cristiano. Quien carece de
espíritu apostólico y misionero, no tiene el Espíritu de Cristo. El texto de
Mateo paralelo al de Marcos de hoy dice que Jesús se compadeció de la multitud
que le seguía, “porque estaban cansados y abatidos, como ovejas sin pastor, y
entonces dijo a sus discípulos: La mies es mucha y los obreros pocos. Rueguen,
pues, al Señor de la mies que envíe operarios a su mies” (Mt 9,36-38). Sorprende
que lo primero que les pide no sea que vayan a la mies, sino que oren.
Todo el
mundo podemos orar y la oración es esencial para que la obra de la Iglesia de
fruto. La oración une a los racimos, a
nosotros, con la vid, Cristo; y, si un racimo goza de savia abundante, esa
savia se difunde por toda la vid y los frutos aumentan. Pero esto es lo que
Dios quiere, que demos fruto abundante (Jn 15,8). La Iglesia que proclamó
patrona de las misiones a Santa Teresa del Niño Jesús, que encerrada en su
convento carmelita nunca pisó un territorio de misión, pero ofreció oraciones y
penitencias por la obra misionera, Ni San José ni la Virgen María hicieron
milagros ni tuvieron grandes predicaciones; sin embargo San José es honrado
como Patrono de la Iglesia y María como su Madre. Nadie lo discute. Pero de
esos títulos indiscutibles se hicieron acreedores porque oraron por la obra de
Jesús y ofrecieron todas sus obras y sacrificios por ella. Orando y ofreciendo
nuestras buenas obras y sacrificios por la Iglesia y su misión, colaboramos de
modo muy eficaz con ella. Si cada mañana renovamos el ofrecimiento a Cristo de
nuestras obras y luego aceptamos el esfuerzo y sacrificios para hacerlas con
perfección, daremos grandes pasos en la santidad. Por eso la Iglesia aprecia
tanto la obra del Apostolado de la Oración.
Pero sin
duda que lo más fundamental para mantener el entusiasmo misionero es el amor a
Jesucristo. Quien ama de todo corazón a Jesucristo quiere que sea conocido y
amado; habla con entusiasmo de Él; lo busca en el Sagrario, en la oración, en
los evangelios; ofrece su dinero para que sea más conocido; no se echa atrás
ante el sacrificio necesario para su servicio. La caridad y la cruz son los
argumentos mejores. Así vivió Cristo, así Pablo: “La vida que vivo al presente
en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Gal 2,20). Cada regreso de un hijo pródigo a la casa, cada
descubrimiento de alguien al que Cristo ama y llama, cada uno de los que descubren
que Dios y Jesús les ama, nos da a los que le amamos una enorme alegría. Amemos
con pasión a Jesucristo; será un honor el trabajar con Él; no nos importará “ir
sin pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja”; veremos con alegría que,
donde nos reciben, son expulsados los demonios, se curan los enfermos, nace la
esperanza, surge la sonrisa, asoma el sol de la fe y del amor.
No esperemos más. Si en alguna medida lo estamos
haciendo, demos gracias a Dios por esa gracia y continuemos haciéndolo aun
mejor. Si tenemos que reconocer con humildad que andamos deficitarios, pidamos
al Señor la gracia de no enterrar el talento de nuestra fe. Pidamos al Señor
esa gracia que la da a todo el que se lo pida, leamos de Jesucristo y su
doctrina, oremos, no tengamos miedo, pidamos que nos acompañen incluso los
milagros. Jesucristo quiere la salvación de nuestros hermanos mucho más que
nosotros. Que María, Madre de la Iglesia nos consiga esas gracias.Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima.
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.
P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita†
Director fundador del blog
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