Marcos 6, 30-34
Descansar, como Dios nos enseña, nos hace encontrarnos con El.
Los apóstoles han terminado su primera
actividad apostólica, y al volver cuentan todo lo que cada uno ha hecho.
Regresan felices. Ellos mismos han quedado admirados de todo lo que fueron
capaces de hacer por la fuerza comunicada por Cristo. Al terminar de escuchar
sus experiencias Jesús les invita a irse a un lugar solitario para descansar. Y
por eso suben a la barca para buscar un sitio tranquilo.
La vida del hombre es trabajo, pero debe
tener espacios solitarios de recuperación, de descanso. Este mensaje del
evangelio de hoy parece necesario como nunca, para nosotros, hijos de una
civilización que se mueve en forma vertiginosa. Vivimos a la carrera, con tanta
prisa que ni nos damos cuenta de que estamos viviendo. La velocidad de los
acontecimientos es tan grande que no nos permite distinguir los hechos,
vivirlos, gozar la vida, detenernos, profundizar, tener reposo. Como cuando una
película se dispara en el proyector, entonces sus imágenes van tan aprisa que
no percibimos lo que el filme nos quiere decir. La vida a veces la vivimos en
forma tan agitada que no la llegamos a profundizar.
Será, seguramente, que necesitamos un
poco de reposo, una pausa. Y esto no siempre es fácil, porque la prisa termina
siendo una droga que nos envicia. Y necesitamos más y más prisa para sentir que
seguimos vivos. Vivimos acelerados, y tenemos que aquietarnos. Pero la
velocidad, como todas las drogas, tiene esas dos características de la
tolerancia y de la dependencia. Cuando nos acostumbramos a vivir a una cierta
velocidad, sentimos la necesidad de imprimir más velocidad (si no ya no se
produce eso que muchos llaman “adrenalina”). Y cuando se nos para en seco (se
nos quita la droga de la velocidad) nos viene el aburrimiento, parecería que
nos cuesta vivir.
Pero el vértigo produce varios efectos
nocivos a la calidad del ser humano. El primero es la superficialidad. No se
tienen experiencias profundas, no se medita en las raíces, no hay espacio para
la quietud de la contemplación. La meditación, los espacios de reflexión, no
caben en una vida llena de velocidad (por eso es frecuente que la gente diga
que no tiene tiempo, o que no le alcanza el tiempo). Se tienen tantas
informaciones que no hay tiempo para asimilarlas, perdemos la capacidad de
reflexión sobre los acontecimientos; y sobre todo no tenemos el suficiente
sosiego para darnos un espacio a nosotros mismos. Somos hombres devoradores de
noticias. Las amenas tertulias en familia o con amigos son tan escasas, porque
nos cuesta estar quietos un rato sin estar urgidos por el reloj; enseguida
surge: “disculpen tengo que irme, porque se me hace tarde”; y la tertulia se
deshace, porque la prisa por irse contagia a todos los presentes. Hacemos
demasiadas cosas pero no tenemos tiempo para la filosofía, para la
contemplación, para la oración.
Pero no menos problema que la
superficialidad es la provisionalidad. Todo se vuelve provisional, todo es
“usar y tirar”. La comida es al paso, las relaciones son al paso:. Hoy digo que
sí, mañana no sé qué pensaré. No hay principios estables, no hay compromisos
duraderos. La velocidad con que todo cambia, no nos permite darnos cuenta de lo
duradero, y de lo perenne. Parecería que solo hay velocidad, sin nada de
esencial. Como si lo único verdadero fuera el fluir, el correr. No hay valores
estables en la vida: también se piensa que los valores se sujetan con
imperdibles, para poderlos cambiar, cuando no estén de moda. Y lo mismo pasa
con las instituciones, y con una de las más sagradas, el matrimonio y la
familia. Los compromisos duran unos cuantos años, hasta que encuentre un “nuevo
producto” que me guste más que el que ya me aburre de tanto verlo, y lo cambio
por uno nuevo. El hombre de hoy puede tener el peligro de no saber
comprometerse.
Por eso es tan importante el consejo del
Evangelio: vamos a un lugar apartado, para descansar un poco. Y si esto vale
para la vida natural, mucho más vale sobre todo para nuestra vida sobrenatural.
Para darle espacio a la fe, a entrar en el espacio de la contemplación, donde
se produce el encuentro con el Rostro Amado; para eso es necesario un tiempo y
un espacio en soledad, tranquilo. Para entrar en nuestro mundo interior,
profundizar en él, para ver nuestra realidad y purificarla. Para entrar en la
paz de una oración quieta, que nos llene de savia vigorizante, nos hace falta
quietud. Cumplamos, pues, la invitación que nos hace Jesús, de ir a un lugar
solitario para descansar un poco.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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