P. Adolfo Franco, S.J.
Jn 15, 1-8
Jesús viene a decirnos que El es la fuerza vital esencial para que
nuestra vida no sea estéril; nos dice que vivamos unidos a El.
Jesús habla de su relación con nosotros
con una parábola hermosa: La de la Vid y los sarmientos. El es la vid y
nosotros las ramas. Y nos afirma que las ramas que no están unidas a la vid, se
secan y no producen fruto, simplemente son ramas inútiles, que solo sirven como
leña para el fuego.
Lo que está encerrado en estas
afirmaciones es muy serio: Jesús es el centro de la vida, y si nos separamos de
El, el flujo de la vida no nos llega. Esto lo ha dicho de muchas formas y en
diversos momentos: por ejemplo cuando nos dice que El es el pan de la vida, y
que si no nos alimentamos de El no tenemos vida. Y en el comienzo del Evangelio
de San Juan se dice: por El fue hecho todo lo que existe. Y San Pablo, en forma
similar, dice: todo fue creado por El y para El.
Se trata de un asunto esencial: algo
que toca a la esencia del ser. Sin Cristo estamos privados de las conexiones
vitales, que nos hacen vivir. No es sólo un asunto religioso, sino más hondo,
no se trata solo del comportamiento moral, sino de la esencia misma del ser.
Esa es la afirmación de Jesús: El está en el centro de toda vida, y toda vida
se alimenta en la medida en que mantiene nexos vitales con El.
¿Cómo haremos para mantener esta unidad
con El? Hay muchas cosas que podemos hacer, para mantener y reforzar esta
unión. Pero también hay que afirmar que aquí se trata de la ayuda de Dios,
imprescindible para toda obra buena. Esa ayuda de Dios la podemos suponer,
porque Dios siempre está dispuesto: El quiere que todos los hombres se salven;
por tanto lo que queda es ver cuál es nuestra parte en este trabajo de estar
unidos con Jesús.
Primero hay que evitar todo corte de
los vasos vitales por los cuales nos llega su aliento de vida: claro está que
con el pecado se corta o se debilita esta unión vital con Cristo. Esta es una
condición previa, para poder después progresar en la unión. Hay que subrayar de
nuevo que se trata de unión substancial, y no simplemente concordancia moral
con Cristo: cumplir lo que El dice. En esto nos va la vida, en estar unidos a
la fuente de donde nace y se alimenta toda vida.
La unión se hace entonces por la
gracia, ese flujo vital, por el cual la vida de Dios vive en nosotros. Y que se
alimenta por los sacramentos y por la oración. Lamentablemente los sacramentos
no producen en nosotros todos sus efectos, porque el rito se nos convierte a
veces en una barrera, por nuestra falta de penetración en el misterio. El
sacramento no es un “encuentro”, como debería ser. Se trata de una cita de
verdad con Aquel que nos ama. Pero cuando se recibe, o se acude a El, sin
fuerza, sin apertura de corazón, nuestro espíritu queda en la periferia de la
fiesta, como un invitado que se queda sólo a la puerta. Es verdad que el
Sacramento está rodeado de una especie de muralla, que es la forma ritual en
que se celebra. Y hay que penetrar en esa muralla, para que se produzca el
encuentro.
Aquí hay dificultades que se pueden ir
eliminando poco a poco, con un poco de interés personal, y con mucha ayuda del
Señor. El quiere que vayamos vislumbrando poco a poco el tesoro escondido, y
que tengamos como meta, atravesar la cortina del tesoro. Dios entrará en
nosotros para hacernos recibir el
milagro de su amor. Así se irá produciendo más y más el fruto de la unión, así
nuestra ramita (nosotros) estaremos unidos a esa vid, que nos provee de frutos
tan maravillosos, como la paz y el gozo de vivir en El.
Y de forma similar la oración debe
intensificar esta unión con El. La oración en sí misma es estar unidos a
Cristo, para que se produzca un flujo de El a nosotros y de nosotros a El. Esta
oración viene siendo un proceso en que progresivamente vamos pasando de los
círculos exteriores hasta el centro de la intimidad. Pero el que persevera en
la oración poco a poco se irá adentrando, cada vez estará en una órbita más
cercana al Centro, al Sol. Así la oración irá produciendo el fruto de la unión.
Esa es una tarea importante para
nuestra vida, ya que El nos ha dicho que si no estamos unidos a su tronco, no
tenemos vida, no tenemos fruto. Y ponerse en marcha hacia esa unión le da a la
vida una plenitud insospechada. Marchar decididos a una unión tal que podamos
exclamar: Vivo yo, pero no soy quien vive, es Cristo quien vive en mí.
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Agradecemos al P. Adolfo Franco, S.J. por su colaboración.
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