Homilía - Solemnidad de Santa María Madre de Dios, Domingo 01 de Enero del 2012

P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.

Lecturas: Num 6,22-27; S. 66; Gal 4,4-7; Lc 2, 16-21



Por una familia cristiana constructora de paz y felicidad


El comienzo del nuevo año pide naturalmente al hombre de fe un examen y una renovación de su impulso en cuanto a las responsabilidades de las que Dios un día le pedirá cuentas. Se junta el deseo esperanzado y renovado de felicidad. Otro deseo universal que aflora es el de la paz; si falta, no puede haber felicidad. En este día la Iglesia recuerda a todos la obligación de procurar la paz, y el Papa en un mensaje al mundo reflexiona sobre los medios necesarios, exhortando a empeñarse a naciones, colectividades y personas. Además la Iglesia celebra hoy dos misterios importantes que reúne en una solemnidad: La maternidad divina de María y la circuncisión e imposición del nombre a Jesús. Por fin parece conveniente recordar también la fiesta de la Sagrada Familia, que este año no ha podido ser celebrada en domingo.

El hecho de ser la Madre de Dios es el privilegio más importante de María. Dios la eligió para madre de su Hijo al hacerse hombre. Ser la Madre de Dios es para María la fuente de las demás prerrogativas: haber sido concebida sin pecado, haber sido llena de gracia, haber concebido virginalmente a Jesús, haber recibido el encargo de ser la Madre de la Iglesia, la madre espiritual de todos los creyentes, haber sido llevada en cuerpo y alma al cielo tras acabar el tiempo de su vida mortal. Ninguno de estos dones puede compararse en importancia al de ser la Madre del mismo Dios. Por eso la Iglesia la venera, se pone bajo su protección, sabe que en el orden de la gracia es madre y fuente de esa gracia para todos los creyentes, que no dejará de escuchar a todo el que suplicante se dirija a ella, que dirige y allana a todos el camino hacia Jesús.

Estos días en los misterios de la infancia de Jesús tenemos los creyentes la experiencia clara de la gracia que la presencia de María nos aporta para acercarnos y adentrarnos en el amor de Jesús. Por el camino de María viene Jesús al mundo; de brazos María lo reciben los pastores y nosotros en el encuentro de Belén; en brazos de María lo reconocen y adoran los magos; en casa de María lo encuentran los habitantes de Nazaret; gracias a la petición de María los esposos e invitados de Caná, símbolo de la Iglesia, tienen el mejor vino; a María nos confía Jesús en el Calvario purificados de los pecados; la oración de María obtiene la mayor gracia del Espíritu Santo en Pentecostés para todos los discípulos; estando el niño en brazos de María, recibe en la circuncisión, anuncio de su entrega redentora, el nombre de Jesús, que significa “Dios salva” y anuncia haber venido para ser el Salvador de los pecados del mundo.

Él nos trae la paz, Él hace de todos los hombres un solo pueblo, Él los va a reunir en un solo rebaño y los hará hermanos bajo un solo pastor. Él y sólo Él es el que libera a los hombres del pecado, del dominio de Satanás y de la soberbia, de la idolatría de la fuerza y del poder egoísta, del odio de Caín por ser el primero, de la disolución del amor fraterno por el egoísmo del acaparamiento, de la incapacidad de perdonar y de pedir perdón, de la impotencia para comprender que dar felicidad y procurar el bien de mis hermanos es la mayor y más pura fuente de la propia fidelidad, de la incapacidad para de construir la paz.

Demos gracias a Dios porque, gracias a la fe en Cristo y a que su luz ha brillado y brilla en nuestros corazones, nos bendice “concediéndonos su paz”, “por Cristo nos ha reconciliado y dado la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,20). En nuestros corazones ha vuelto a resonar el canto que oyeron los pastores. “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres” (Lc 2,14). “Paz al de lejos y paz al de cerca. Así dice el Señor” –lo dice por Isaías profetizando la llegada de Jesús “el príncipe de la paz”– (Is 57,19; 9,6). “Mi paz les dejo, mi paz les doy; no como la da el mundo”, dice Jesús antes de su pasión (Jn 14,27); “la paz sea con ustedes”, dice y repite resucitado (Jn 20,19.21.26).

“Bienaventurados aquellos cuyo corazón tiene paz y la dan a los demás, porque ellos serán hijos de Dios” (Mt 5,9). El Papa, que acentúa en su mensaje de este año la exhortación a los jóvenes, hace notar también la importancia de la acción de la familia cristiana para la paz en la sociedad; podemos añadir que también para la paz en los corazones. “Si hubieras atendido a mis mandatos, sería tu paz como un río” – dice el profeta Isaías al pueblo judío desterrado por sus idolatrías y ya arrepentido (Is 48,18).

Un deseo expresado por el Papa con tanto interés en un mensaje que se dirige al mundo entero, tiene el valor de expresarnos con especial claridad que se trata de algo que Dios quiere hoy de su Iglesia y que lo va a acompañar con gracias especiales para que se realice. Que este año, pues, todos y cada uno, especialmente en el seno de sus familias, se esfuerce en pedir con su oración y en construir con su conducta una familia unida, una familia en la que el cariño se expresa con palabras y de obra, en que cada uno procura el bienestar del otro, en que para lograrlo nadie ahorra los sacrificios diarios y necesarios, pequeños y grandes, en el que la alegría y la felicidad van perfectamente unidos con la tolerancia y el perdón. Una familia así es un don precioso para sus miembros, para sus amigos, para la sociedad y para la Iglesia. Hace visible, es una prueba de que Jesús vino y está presente para salvar de los pecados y hacer hijos de Dios.



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