P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.
Lecturas: Is 61,1-2.10-11; Lc 1,46-50; 1Tes 5,16-24; Jn 1,6-8.19-28
A dos semanas de la gran celebración de la Navidad la Iglesia quiere prepararnos contagiándonos de su alegría, la mayor alegría, para vivir desde la fe el fantástico acontecimiento del nacimiento de Dios en la forma de un niño, que llegó y sigue llegando “lleno de gracia y de verdad” a todo el que le abre el corazón. Es precisamente esta realidad, conocida por la fe, la fuente de esta alegría.
El evangelio de San Juan proclama claramente la divinidad y mesianidad de Jesús a partir de sus hechos y palabras, de modo que el creyente desarrolle su fe, alcance así su unión con Cristo y se salve. Diferente en la selección de materiales (hechos y palabras), el evangelio de Juan coincide con los sinópticos en su mensaje global: Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre para alcanzarnos el perdón de nuestros pecados y la salvación eterna. Lo dice claro desde el comienzo, que: “en el principio (antes de que nada fuera creado) existía el Verbo… y el Verbo era Dios…y el Verbo se hizo carne” (es decir hombre) [Jn 1,1.14].
Unos pocos meses antes había aparecido Juan el Bautista, quien remeció al pueblo exhortándole a la penitencia porque se acercaba el salvador prometido por el Señor hacía siglos. A la embajada oficial, enviada por la autoridad religiosa de Jerusalén, el Bautista responde ser el enviado predicho por el profeta Isaías y añade que el Mesías ya llegó, ya está en medio del pueblo el Mesías, “que existía antes que yo y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”. Manifestaba así que dicho Mesías era Dios, el Hijo de Dios hecho hombre.
Esta realidad de que el Hijo de Dios se haya hecho hombre y haya venido para salvarnos a los hombres de los pecados provoca a la Iglesia una inmensa seguridad y alegría. La expresa con las mismas palabras de María, la mujer que, con la asistencia sobrenatural de Dios, hizo posible que el Hijo de Dios se hiciera hombre. Usando sus mismas palabras y siendo María su modelo e ideal, la Iglesia se alegra como ella ante la proximidad de la celebración del nacimiento de aquel Hijo: “Proclama mi alma la grandeza del Señor; se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”.
Como ya expliqué otras veces, las celebraciones de la Iglesia no son meros recuerdos de sucesos del pasado, sino también misterios de gracia que se repiten en la Iglesia y en cada uno de nosotros, si estamos abiertos a Dios. Con la Iglesia, pues, nosotros esperamos la nueva llegada de Jesucristo a la Iglesia y a cada uno en esta Navidad y esto nos llena de alegría. El Papa Juan Pablo I decía que: “la esperanza es la sonrisa de la vida cristiana. Los cristianos son gente que espera algo hermoso, algo extraordinario del Señor”. Juntas van la alegría y la esperanza. Nada hay más triste que un futuro sin esperanza. Si perdemos la esperanza, lo hemos perdido todo. La esperanza, sobre todo la cristiana, ayuda a mantener el esfuerzo. La esperanza adelanta el gozo del bien futuro ansiado, paladeándolo con anticipación. La esperanza va impregnada y comunica la alegría, porque tiene fe y está segura de la promesa; y la alegría es tanto mayor cuanto más grande y deseado es el bien que se espera.
¿Qué esperamos nosotros, los creyentes, para esta Navidad? No nos resignemos a sucedáneos. Abramos el corazón. La Navidad es un tiempo de gracia para toda la Iglesia. El Evangelio, todo eso que nosotros encerramos en la palabra “Evangelio”, es una “buena” noticia. Vivir el Evangelio es vivirlo como buena noticia, con gozo, con alegría, con entusiasmo, al son del “aleluya”. San Ignacio de Loyola dice que, a quienes se esfuerzan por ser cada vez mejores (como creo que es el caso general de ustedes), la gracia de Dios les comunica alegría, luz, paz.
La primera de las buenas noticias, que la Navidad nos da, es que estamos invitados todos, tal vez en la noche fría de nuestro dolor o de nuestro aburrimiento, a caminar hacia Belén. Vayamos todos, vuelvan los que están lejos. Recuérdenselo los que tienen un hijo, una hija, un esposo, un amigo alejados. Oremos por ellos, que nuestra oración no será inútil.
Oremos más en esta Navidad. Oremos para que no nos olvidemos nunca de que debemos acercarnos más a Jesús, Oremos para que aumenten nuestro amor y nuestra confianza en Cristo. Oremos para que ni carencias materiales ni otras ni las mismas espirituales nos hagan perder la confianza en lo que hemos creído. Oremos para que los frutos del Espíritu Santo sean más abundantes en nuestra viña. Oremos para que nos sintamos más solidarios con los que tienen menos. Oremos dando gracias a Dios por lo que tenemos. Oremos para alcanzar un mayor grado de amor y caridad para con el prójimo, empezando por nuestra propia familia. Oremos para alcanzar más fortaleza en el esfuerzo por quitar un defecto rebelde que seguimos arrastrando, que entristece nuestra vida y la de los demás. Oremos para perdonar; quien ora para perdonar, ya está perdonando. Oremos para que a nuestro alrededor haya siempre vida y más vida. Oremos para que nuestra viña dé para el Señor frutos mejores y más abundantes.
Preparémonos para ir a Belén; para ir con alegría; para ir con esperanza. Que María nos ayude; que el Espíritu venga también sobre nosotros como vino sobre ella; que se haga también en nosotros la palabra del Señor....
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