José-Román Flecha Andrés
En el seno del Cristianismo repetimos cada año que el Adviento es el tiempo de la esperanza. Y es verdad. Sin embargo, deberíamos aprender a distinguir el aguardo pasivo de la esperanza activa. La esperanza cristiana no debe ser confundida con la actitud de quien no hace nada para anticipar un futuro mejor. Esperar es operar.
Del mismo modo, tendremos que reconocer la diferencia entre la esperanza objetual y la esperanza personal. Lo explicaba bien Gabriel Marcel al decir que no es lo mismo “esperar algo” que “esperar a alguien”. Nosotros no esperamos riquezas ni loterías, triunfos electorales o saltos a la fama. Esperamos la manifestación de Jesucristo. Eso proclamaban los primeros cristianos al rezar: “Ven, Señor Jesús y pase la figura de este mundo”.
Con razón escribía el monje trapense Thomas Merton, en su libro “Los hombres no son islas” que “la esperanza sobrenatural es la virtud que le despoja a uno de todas las cosas para darle la posesión de todas las cosas… No se espera lo que ya se tiene. Luego vivir en esperanza es vivir en pobreza, no teniendo nada. Y con todo, si uno se abandona en manos de la economía de la Divina Providencia tendrá todo lo que espera”.
Vivir en pobreza es vivir en humildad. Eso implica que quien espera con fe el mundo prometido por Dios, no debe atribuirse a sí mismo el poder para construirlo. Sabemos que el Reino de Dios es un don totalmente gratuito. Y sabemos también que requiere la fidelidad del que lo acoge con la fe y contribuye con su testimonio y su amor a hacerlo creíble y visible. La pobreza que requiere la esperanza se traduce, pues, en gratitud por el don y en responsabilidad ante la tarea.
Ahora bien, en una sociedad como la nuestra puede resultar extraña la plegaria con que los cristianos primeros manifestaban su esperanza. Sus palabras no implicaban un desprecio a esta tierra y a esta historia nuestra. Nunca despreciaron el mundo. Desearon que el mundo fuese transfigurado por el amor y la gracia, por la paz y la justicia.
El mismo Thomas Merton añade con toda razón que la esperanza “nos enseña a negarnos a nosotros mismos y a dejar el mundo no porque nosotros o el mundo seamos malos, sino porque sin una esperanza sobrenatural que nos eleve sobre las cosas temporales no estamos en condiciones de usar perfectamente de nosotros ni de la verdadera bondad del mundo”.
Así pues, la fiesta de la Natividad del Señor nos revela el verdadero valor de este mundo que ha sido confiado a nuestro cuidado. El mundo no es valioso solamente por lo que produce. Es valioso por lo que significa. Según el Evangelio, el mundo es el recordatorio del amor de Dios.Por amor al mundo envió el Padre a su Hijo. Jesús es el testigo de ese amor de Dios y el profeta del valor de este mundo. La Navidad es la fiesta de un mundo amado por Dios. Un mundo que, por eso mismo, ha de ser amado por los seguidores de Jesús y, por tanto, purificado de lo que tiene de inhumano.
Diario de León 24.12.11
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