Homilías - ¿Necesito de Jesús para explicar mi vida? - Domingo 2° Adviento (C)




P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.†

Lecturas: Ba 5,1-9; S. 125; Flp 1,4-6.8-11; Lc 3,1-6


Subrayé como importante para nuestra vida de fe el hecho, a veces olvidado, del encuentro vital de Jesús en nuestras vidas y de la intervención de Dios en la historia. Aceptarlo es una cuestión de fe y, como tal, libre; pero es como la acción de la fuerza de la gravedad. Se puede creer o no, porque fuera de unos cuantos científicos los demás creemos y aceptamos su autoridad científica; y si no se cree, no hay modo de explicarse el universo. Tampoco la historia humana real se pueda explicar sin aceptar la intervención en ella de Dios por medio del pueblo judío, por Jesucristo y por su Iglesia.

Hoy el evangelio acentúa esta verdad. Jesús, el Hijo de Dios, cuyos hechos históricos y doctrina va a dar a conocer Lucas en el texto que sigue, es una persona real, de cuerpo y alma, que ha formado parte de la sociedad humana y ha pisado esta tierra, ha hablado y los oídos de carne lo escucharon, ha curado enfermos y lo hemos visto, ha muerto ante todo Jerusalén y ha resucitado y vive hoy dando su Espíritu a los que en Él creen.

Ninguna de estas personas que nombra San Lucas es un personaje mítico. El emperador Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Anás y Caifás son todas personas bien públicas, que todos conocen y nosotros también por documentos de otros escritores judíos y paganos como Flavio Josefo o Tácito.

Mencioné el domingo pasado que Dios interviene en la historia por la Iglesia especialmente en los tiempos santos, como son las fiestas y la Navidad y el Adviento, y además en el corazón de cada uno. Esto es lo que supone San Pablo cuando escribe a sus queridos filipenses lo que hoy hemos leído: “Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena –se refiere a la gracia de la conversión y el bautismo– la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús”– es decir que seguirá dando su gracia para progresar en las virtudes hasta el momento final de su vida.

La teología habla de la “gracia actual”: gracia porque no se merece, no se tiene derecho a ella; y actual porque es para cada acto con el fin de que alcance valor sobrenatural, es decir para que, siendo actuado por la fe, la esperanza y la caridad sobrenaturales, aumente el vigor de las virtudes sobrenaturales y de los dones del Espíritu Santo.

Esta gracia actual es necesaria para que todo lo sobrenatural, que recibimos en el Bautismo, actúe y así la gracia santificante, que nos une a Cristo, y todas las virtudes y dones que la acompañan, obren y crezcan haciéndonos más santos y semejantes al Señor. La gracia viene a ser como el combustible para el motor; el mejor carro del mundo no avanza un metro sin combustible.

El don de la gracia actual es obra de la Trinidad por obra del Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo (v. Jn 14,16.26; 16,7). Ya actuó en los tiempos antes de Cristo, pero podemos decir que a cuentagotas. Con Cristo se derrama en abundancia sobre todos los que creen. Así lo prometen muchos textos del Antiguo Testamento como el de la primera lectura de hoy: “Jerusalén –es decir Iglesia, los cristianos de hoy– vístete de las galas de gloria que Dios te da. Mira a tus hijos gozosos porque Dios se acuerda de ti. Dios guiará a Israel entre fiestas, a la luz de su gloria, con su justicia y su misericordia”.

Aquí estamos nosotros actualmente: “El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres” hemos cantado en el salmo responsorial. Nos lo recuerda la Iglesia en el Adviento para prepararnos a la venida de Jesús. Aquel salmo expresaba la alegría del pueblo que regresaba de setenta años de destierro en Babilonia. Dios no le había abandonado, pese a que él había abandonado a Dios con sus idolatrías e injusticias.

La voz de nuestra Iglesia es hoy la del Bautista: Dios no te abandona. Sigue estando cerca. Viene ya. “Preparen el camino al Señor. Allanen sus senderos, elévense los valles, desciendan los montes y aun las colinas, que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale”. Quiten los pecados, eliminen sus defectos, acaben con sus vicios, aumenten su caridad, su amor a Dios, el amor a su familia, a los compañeros de trabajo, a sus conciudadanos, a los más pobres, extirpen sus rencores, perdonen las ofensas. Miren la salvación de Dios y háganla suya. Sálvense, pues.

Dios trata de forma diferente a las personas según su opción de fe. Señal de la cercanía de Dios, voz de Dios, llamada del Espíritu es, para el que vive en pecado o en un defecto de vieja data, el peso en la conciencia que siente por ello o la vergüenza de una suciedad arraigada a lo más íntimo o lo impresentable que le hace una palabra siempre incumplida. Y señal de la presencia de Dios es para el que lo busca el ánimo que le infunde a veces la palabra, el incentivo interior que siente para hacer algo bueno por el prójimo o para omitir una palabra ofensiva, la alegría y aun facilidad que parece haber adquirido para afrontar situaciones adversas, manifestar a otros su deseo de que les vaya bien y satisfacción por sus éxitos. En general todo aquello que surge en nuestro mundo interior, cabeza y corazón, ideas, sentimientos, recuerdos, estímulos en unos para dejar de obrar mal y en otros dando paz, aliento para el bien y fuerza para vivir las verdades del Evangelio se puede decir que es obra del Espíritu y manifestación de la presencia y acción de Jesucristo en mi vida.

Sin embargo es cierto que a veces no se dan estas señales y parece que Dios estuviera muy lejos. Parece lejos, pero está cerca. Nosotros sabemos esto por la fe, porque Él nos lo ha dicho: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,18). No se le nota, pero sí está. Es verdad. Como dice Tomás de Kempis, “cuando Jesús está presente todo es bueno y nada parece difícil; pero cuando está ausente, todo se vuelve duro. Cuando Jesús no habla dentro, ningún consuelo nos satisface; pero si Jesús habla una sola palabra, gran consuelo se siente” (Imitación de Cristo 8,1).

Y si la consolación es una gracia y toda gracia es inmerecida, el medio para tenerla es la oración. Jesús dice que el Padre no negará el Espíritu Santo a los que se lo pidan (Lc 12). Pidámosla ya en este segundo domingo de adviento, en esta Navidad.

Ojalá que nuestra vida no pueda explicarse sin la presencia de Dios en ella. “Así –como les dice Pablo a los filipenses –llegarán al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, a gloria y alabanza de Dios”.





Voz de audio: Guillermo Eduardo Mendoza Hernández.
Legión de María - Parroquia San Pedro, Lima. 
Agradecemos a Guillermo por su colaboración.

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P. José Ramón Martínez Galdeano, jesuita
Director fundador del blog



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