AUDIENCIA GENERAL
DE SS JUAN PABLO II
Miércoles 20 de diciembre de 1978
1. Nuestro encuentro de hoy nos brinda ocasión para la cuarta y última meditación sobre el Adviento. El Señor está cerca, nos lo recuerda cada día la liturgia del Adviento. Esta cercanía del Señor la sentimos todos: tanto nosotros, sacerdotes, rezando cada día las maravillosas “Antífonas mayores” del Adviento, como todos los cristianos que tratan de preparar el corazón y la conciencia para su venida. Sé que en este período los confesionarios de las iglesias de mi patria, Polonia, están asediados (no menos que en Cuaresma). Pienso que ocurra también así en Italia y dondequiera que un profundo espíritu de fe hace sentir la necesidad de abrir el alma al Señor que está para venir. La alegría mayor de esta espera del Adviento es la que viven los niños. Recuerdo que precisamente ellos iban de prisa, muy contentos a las parroquias de mi patria para las Misas de la Aurora (llamadas “Rorate...” por la palabra con que se abre la liturgia: Rorate coeli, gotead, cielos, desde arriba, Is 45, 8). Ellos contaban día tras día los “peldaños” que todavía quedaban en la “escalera celeste” por la que Jesús bajaría a la tierra, para poderlo encontrar en la Noche Buena sobre el pesebre de Belén.
¡El Señor está cerca!
2. Hace ya una semana, hablábamos de este acercarse del Señor. Efectivamente, éste era el tercer tema de las reflexiones del miércoles, elegidas para el Adviento de este año. Hemos meditado sucesivamente, trasladándonos a los orígenes mismos de la humanidad, es decir, al libro del Génesis, las verdades fundamentales del Adviento. Dios que crea (Elohim) y en esta creación se revela simultáneamente a Sí mismo; el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, “refleja” a Dios en el mundo visible creado. Estos son los temas primeros y fundamentales de nuestras meditaciones durante el Adviento. Después, el tercer tema puede resumirse brevemente en la palabra: “gracia”. “Dios quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Dios quiere que el hombre se haga partícipe de su verdad, de su amor, de su misterio, para que pueda participar en la vida del mismo Dios. “El árbol de la vida” simboliza esta realidad ya desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura. Pero en estas mismas páginas nos encontramos también con otro árbol: el libro del Génesis lo llama “el árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gén 2, 17). Para que el hombre pueda comer el fruto del árbol de la vida, no debe tocar el fruto del árbol “de la ciencia del bien y del mal”. Esta expresión puede sonar a leyenda arcaica. Pero profundizando más en “la realidad del hombre”, como nos es dado entenderla en su historia terrena -tal como a cada uno nos habla de ella nuestra experiencia humana interior y nuestra conciencia moral-, nos damos cuenta mejor de que no podemos permanecer indiferentes, moviendo los hombros ante estas imágenes bíblicas primitivas. ¡Cuánta carga de verdad existencial contienen acerca del hombre! Verdad que cada uno de nosotros siente como propia.
Ovidio, el antiguo poeta romano, pagano, ¿acaso no ha dicho de manera explícita: “Video meliora proboque, deteriora sequor, Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor” (Metamorfosis VII, 20)? Sus palabras no distan mucho de las que más tarde escribió San Pablo: “No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (cf. Rom 7, 15). El hombre mismo, después del pecado original, está entre “el bien y el mal”.
“La realidad del hombre” —la más profunda “realidad del hombre”—, parece desenvolverse continuamente entre lo que desde el principio ha sido definido como el “árbol de la vida” y “el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Por esto, en nuestras meditaciones sobre el Adviento, que miran a las leyes fundamentales, a las realidades esenciales, no se puede excluir otro tema: esto es, el que se expresa con la palabra: pecado.
Ovidio, el antiguo poeta romano, pagano, ¿acaso no ha dicho de manera explícita: “Video meliora proboque, deteriora sequor, Veo lo que es mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor” (Metamorfosis VII, 20)? Sus palabras no distan mucho de las que más tarde escribió San Pablo: “No sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago” (cf. Rom 7, 15). El hombre mismo, después del pecado original, está entre “el bien y el mal”.
“La realidad del hombre” —la más profunda “realidad del hombre”—, parece desenvolverse continuamente entre lo que desde el principio ha sido definido como el “árbol de la vida” y “el árbol de la ciencia del bien y del mal”. Por esto, en nuestras meditaciones sobre el Adviento, que miran a las leyes fundamentales, a las realidades esenciales, no se puede excluir otro tema: esto es, el que se expresa con la palabra: pecado.
3. Pecado. El catecismo nos dice, de manera sencilla y fácil de recordar, que es la transgresión del mandamiento de Dios. Indudablemente el pecado es la transgresión de un principio moral, violación de una “norma” —y sobre esto todos están de acuerdo, aún los que no quieren oír hablar de “los mandamientos de Dios”—. También ellos están concordes en admitir que las principales normas morales, los más elementales principios de conducta, sin los cuales no es posible la vida y la convivencia entre los hombres, son precisamente los que nosotros conocemos como “mandamientos de Dios”, (en particular, el cuarto, el quinto, el sexto, el séptimo y el octavo). La vida del hombre, la convivencia entre los hombres, se desarrolla en una dimensión ética, y ésta es su característica esencial, y es también la dimensión esencial de la cultura humana.
Querría, sin embargo, que hoy nos centráramos sobre aquel “primer pecado” que —a pesar de cuanto se piensa comúnmente— está descrito con tanta precisión en el libro del Génesis, que demuestra toda la profundidad de la “realidad del hombre” encerrada en él. Este pecado “nace” al mismo tiempo “del exterior”, es decir, de la tentación, y “de dentro”. La tentación se expresa con las siguientes palabras del tentador: “Sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Gén 3, 5). El contenido de la tentación toca lo que el mismo Creador ha plasmado en el hombre -porque, de hecho, ha sido creado a “semejanza de Dios”, que quiere decir “igual que Dios”-. Toca también al anhelo de conocer qué hay en el hombre y el anhelo de dignidad. Sólo que lo uno y lo otro se falsifica de tal manera, que tanto el anhelo de conocer, como el de dignidad —es decir, la semejanza con Dios— en el hecho de la tentación son utilizados para contraponer al hombre con Dios. El tentador coloca al hombre contra Dios, sugiriéndole que Dios es su adversario, que intenta mantener al hombre en estado de “ignorancia”; que pretende “limitarlo” para subyugarlo. El tentador dice: “No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal” (Según la antigua versión: “seréis como Dios”, Gén 3, 4-5).
Es preciso meditar, más de una vez, esta descripción “arcaica“. No sé si aún en la Sagrada Escritura se pueden encontrar otros muchos pasajes en los que se describa la realidad del pecado no sólo en su forma de origen, sino también en su esencia, esto es, donde se presente la realidad del pecado en dimensiones tan plenas y profundas, demostrando cómo el hombre haya utilizado contra Dios, precisamente lo que en él había de Dios, lo que debía servir para acercarlo a Dios.
4. ¿Por qué hablamos hoy de todo esto? Para comprender mejor el Adviento. Adviento quiere decir: Dios que viene, porque quiere que “todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4). Viene porque ha creado al mundo y al hombre por amor, y con él ha establecido el orden de la gracia.
Pero viene “por causa del pecado”, viene “a pesar del pecado”, viene para quitar el pecado.
Por eso no nos extrañamos de que, en la noche de Navidad, no encuentre sitio en las casas de Belén y deba nacer en un establo (en la cueva que servía de refugio a los animales).
Pero lo más importante es el hecho de que Él viene.
El Adviento de cada año nos recuerda que la gracia, es decir, la voluntad de Dios para salvar al hombre, es más poderosa que el pecado.
Pero viene “por causa del pecado”, viene “a pesar del pecado”, viene para quitar el pecado.
Por eso no nos extrañamos de que, en la noche de Navidad, no encuentre sitio en las casas de Belén y deba nacer en un establo (en la cueva que servía de refugio a los animales).
Pero lo más importante es el hecho de que Él viene.
El Adviento de cada año nos recuerda que la gracia, es decir, la voluntad de Dios para salvar al hombre, es más poderosa que el pecado.
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