¿De dónde venimos? ¿Para qué hemos sido creados? ¿Y a dónde nos dirigimos?
P. Antonio González Callizo, S.J.
“Las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena, de una vida libre, una vida digna del hombre”
Vaticano II, Constitución Pastoral Gaudium et Spes
Nuestra vida cobra sentido cuando sabemos:
¿De dónde venimos?
¿Qué somos?
¿Para qué estamos en este mundo?
¿Y a dónde nos dirigimos?
Nuestra fe nos enseña que Dios es amor, que nos crea por amor, y que nos crea para el amor; amar a Dios y al prójimo es la suprema vocación de todo ser humano.
Amar es querer el bien de la persona amada, de la persona amada por sí misma, querer el bien de la persona amada, es querer su mismo ser, querer su bien es querer que la otra persona viva en la plenitud de su ser.
Por eso, el más puro acto de amor que podemos concebir es el acto creativo de Dios, que hace que cada uno de nosotros sea, -exista-. El Papa Juan Pablo II, en la instrucción sobre la familia, la Exhortación Apostólica “Familiaris Consortio”, nos dice: “Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza, llamándolo a la existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor”. “Dios es amor, y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándolo a su imagen y conservándolo continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano”.
“En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo informado por el espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su totalidad unificada. El amor abarca “también el cuerpo humano, y el cuerpo se hace partícipe del amor espiritual”.
“La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto el uno como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad más profunda del hombre, de su ser, “ser imagen de Dios”.
Decía que estamos en el mundo para amar, amar a Dios; y amar a Dios es: hacer su voluntad. Amar a Dios como Dios sobre todas las cosas, amar a los demás como imagen y semejanza de Dios, amar a las cosas como reflejo del amor y perfecciones divinas y, lo que la gente muchas veces olvida, amarme a mí mismo como Dios me ama, con el amor ordenado con que Dios me ama. Y como somos cristianos: amar como Cristo amó, amar con un corazón casto, con un corazón pobre, es decir libre de la esclavitud de los bienes, y con un corazón obediente.
Nos dice la Biblia: “Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios”. Encontramos dos versiones de la creación del ser humano en el libro del Génesis, que voy a resumir. En el capítulo primero del Génesis Dios dice: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” y “creó Dios al hombre a imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó”. Le mandó dominar la tierra someterla y se la entregó diciendo: “creced y multiplicaos, llenad la tierra”. Al final, el autor sagrado nos dice: “¡y vio Dios que era muy bueno!”. En el capítulo segundo del Génesis, nos dice: “no está bien que el hombre esté solo, voy a hacerle alguien como él, que lo ayude”. Y Dios modela las bestias, las aves, las presenta al hombre para que les ponga nombre, y Adán puso nombre, como acto de señorío sobre todos los seres, pero no encontraba a ninguno cono él que le ayudase.
Dios indujo un letargo en el hombre y el hombre se durmió, y Dios le sacó una costilla, (la palabra costilla significa “vida” en la lengua de los sumerios) y le cerro el sitio con carne. El Señor Dios trabajó la costilla que le había sacado al hombre, haciendo una mujer; y se la presentó al hombre, el hombre dijo: “esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne”; confesaba Adán que la mujer no era inferior a él, confesaba Adán la igualdad, dentro de la diversidad, entre hombre y mujer.
Y añade el autor sagrado: “Su nombre será mujer (hembra), porque ha salido del hombre. Por eso, un hombre abandona a su padre, a su madre y se junta a su mujer y se hace una sola carne”.
Veamos ahora en qué somos imagen y semejanza de Dios
Somos imagen y semejanza de Dios, porque somos personas. Y somos personas: porque somos seres racionales; seres sociales, hechos para vivir, con otros y para otros; seres llamados a la fecundidad y al dominio de la creación, como señores vasallos (sometidos al único Señor); seres capaces de libertad de autodeterminación, que es más que la libertad de espontaneidad de los animales.
Toda la Creación ha sido hecha para que un día, sobre este planeta Tierra, comenzara a existir Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, por obra del Espíritu Santo, en las entrañas virginales de María. La clave, el centro, y el fin de toda la historia humana se halla en nuestro Señor y Maestro Jesucristo, nuestro Salvador. Todo ha sido creado por Él, y para Él y todo se mantiene en Él, por su sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados, Él es la Cabeza del cuerpo de la Iglesia, en el que somos miembros suyos. Él nos ha revelado el amor que Dios nos tiene, nos ha enseñado a amar, nos ha hecho capaces de amar, con el amor de Dios infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.
Dios nos eligió, en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor. Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya a ser sus hijos para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya: es decir, para alabanza de su Gloria. Estamos en la tierra para conocer a Dios, amarlo y servirle y vivir eternamente felices junto a Él.
Todas las cosas, todas las personas, nos las ha puesto Dios para que nos ayuden a alcanzar la máxima perfección que Dios quiere de nosotros.
Por tanto, hemos de valernos de ellas o apartarnos de ellas, tanto cuanto nos ayuden para el fin. Hemos visto que somos señores de la creación, somos señores no esclavos de nada, ni de nadie. Todo es nuestro, nosotros de Cristo y Cristo de Dios.
Para vivir en la libertad de los hijos de Dios, hemos sido liberados. Tenemos necesidad de colaborar con Dios para alcanzar la libertad del corazón. En la vida, nuestro primer impulso obedece a lo que llamamos nuestras “necesidades”; es decir, lo que me gusta, y es agradable para mí. Pero frente a esas necesidades, ese impulso primario, tenemos el mundo de los “valores” lo que es bueno en sí. En un segundo momento, comparamos nuestro impulso primario (lo que me agrada, lo que me gusta) con lo que es bueno en sí, (con un valor). Usando nuestra libertad, podemos y debemos someter nuestras necesidades y gustos al mundo de los valores.
Si las necesidades coinciden con los valores, decimos “sí”; si no coinciden con los valores, decidimos “no”. En esa decisión, entre la necesidad y el valor, vamos creando en nosotros “actitudes”, disposiciones personales que van cristalizando nuestra manera de ser y de actuar.
Existen también en nosotros, lo que llamamos: afecciones desordenadas; es decir, deseos o repugnancias deliberados y habituales de algo que no es lo que más conduce al fin para el que he sido creado. No tenemos que asustarnos. Tendremos siempre deseos o repugnancias irracionales, instintivos conscientes o inconscientes. No está en nuestra mano no sentir tales deseos o repugnancias, que corresponden al mundo de nuestros sentimientos, de nuestros afectos y emociones espontáneas, no directamente voluntarios. Repito: no asustarnos cuando los experimentamos: pero hemos de estar firmemente decididos, y hemos de pedir siempre esta gracia, a no admitir deliberadamente deseos o repugnancias, cuando no nos consta y mientras no nos conste, que es lo que más conduce y por qué es lo que más nos conduce a nuestro último fin, que es en todo amar y servir a Dios nuestro Señor. Santa Teresa de Jesús nos dice: “Sólo Dios basta”, Dan Juan de la Cruz, nos invita “a dejarlo todo para ganar el todo”. Y esta renuncia es indispensable para seguir a Cristo.
Ha dicho Jesús “el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 33). Y San pablo, en la primera carta a los Corintios, nos invita “a usar de este mundo como si verdaderamente no se usara de él”. En la carta a los Gálatas, en el capítulo quinto, nos dice: “Los que son de Cristo han crucificado su carne con sus pasiones y sus deseos”. En la misma carta a los Gálatas, en el capítulo quinto nos dice: “Hermanos: estáis llamados a la libertad, no a una libertad para que se aproveche la carne; al contrario, sed esclavos unos de los otros por el amor, porque toda la Ley se centra en esa frase: “amarás al prójimo, como a ti mismo”.
“Donde reina el Espíritu, hay libertad” dice San Pablo en su segunda carta a los Corintios, capítulo tercero. La libertad, es un don, es una gracia y es una tarea, un deber, que Jesús nos encomienda. Participamos de la libertad de Cristo: la libertad de darnos a nosotros mismos. La expresión perfecta de la libertad es la comunión en el verdadero amor, que es hacer míos los deseos de la persona amada. Cada persona humana se encuentra en una alternativa: elegir una aparente libertad de afirmación personal o colectiva contra Dios o contra los demás o elegir una verdadera libertad de donación de sí mismo a Dios y a los demás; en otras palabras, la alternativa de permanecer cautivos de la esclavitud de la carne o vivir ya desde ahora la vida eterna.
Todos tenemos experiencia de nuestra lucha interna, por esta libertad. Dramáticamente lo expresa San Pablo. En el capítulo séptimo en la carta a los Romanos, dice: “realmente no comprendo mi proceder, porque no hago lo que quiero; sino lo que aborrezco eso hago. El bien que quiero hacer no lo hago; cuando quiero hacer lo bueno, me encuentro inevitablemente con lo malo en las manos. En mi interior me complazco en la Ley de Dios, pero percibo en mi cuerpo, un principio diferente, que guerrea contra la Ley que aprueba mi corazón y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mi cuerpo”. Clama San Pablo: “¿Quién me librará?” Responde: “Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo, y le doy gracias”.
En el capítulo 8 de San Juan, leemos: “Si os mantenéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres. Quien comete pecado es esclavo del pecado; si el hijo os hace libres; seréis realmente libres, os he hablado de la verdad que escuché a Dios”. Y Jesús también, en el discurso de la cena, capítulo 14 de San Juan, nos dice: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.
La verdad es Dios, en oposición a los ídolos, la verdad es la fidelidad de Dios, la fidelidad de las personas para con Dios; la verdad es también la doctrina santa de salvación, la verdad es el modo santo de vida. Cristo es la verdad. El nos hace libres, porque es Persona Divina; nos hace libres por la acción de esta Persona Divina en nosotros. El ideal es llegar a lo que dijo el Papa Juan Pablo II: “Hago lo que quiero y hago lo que debo”. Cuando hago mi voluntad y mi voluntad coincide con la voluntad de Dios, hago lo que quiero y hago lo que debo.
Esta tarea es posible, supuesta nuestra unión vital con Cristo. Estamos unidos a Cristo, somos sarmientos de una vid, somos miembros de su Cuerpo Místico. También habita en nosotros ese misterio de Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo; somos templos de la Santísima Trinidad, una fuente de amor perenne en lo más profundo de nuestro ser.
Cristo es el modelo, de nuestra verdadera libertad, por su total sumisión de amor a la voluntad del Padre. “Es mi manjar hacer la Voluntad del Padre”.
Así en las diversas circunstancias de la vida, prósperas y adversas (salud, enfermedad, riqueza, pobreza, honra, deshonra), debemos estar dispuestos siempre a desear y elegir lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados, que es: “en todo amar y servir a Dios Nuestro Señor, en sí mismo y en los demás”.
He dicho: desear y elegir lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados. Primero hay que desear. Si yo deseo realmente algo, lo elegiré cuando se presente la ocasión. Desear y elegir lo que más nos conduce al fin para el que hemos sido creados, que es en todo amar y servir a Dios Nuestro Señor en sí mismo y en los demás.
Podemos encontrar un cierto sentido de la vida, una cierta felicidad en las cosas creadas, cuando amamos y somos amados, cuando buscamos y hallamos la verdad, cuando nos entregamos al servicio de los demás, cuando podemos realizar un trabajo creativo, cuando contemplamos la naturaleza, el arte. Todo ello, en armonía con la Ley de Dios, puede hacernos felices y ser una búsqueda implícita de Dios. Hay gozos buenos y legítimos en sí mismos, que Dios ha unido a la sana actividad del ser humano; pero sólo en Cristo, podemos encontrar la felicidad; perfecta felicidad que no defrauda y el sentido pleno de la vida, incluso en medio de los sufrimientos inevitables.
Concluyamos estas palabras, pidiendo a Dios la gracia:
Señor, concédeme la gracia de que todo mi querer y todo mi actuar, en mi interior y con los demás, esté totalmente ordenado al servicio y alabanza de tu Divina Majestad; que busque sólo mi santificación, la salvación de todas las personas, en lo cual consiste tu Mayor Gloria. Así sea.
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Agradecemos al P. Antonio González Callizo, S.J. por su colaboración. El P. Antonio es Director Nacional del Apostolado de la Oración (AO) y reside en la Parroquia San Pedro de Lima.
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