Homilía de la Solemnidad de Pentecostés, Domingo 27 de Mayo del 2012

Envíanos, Señor, tu Espíritu


P. José Ramón Martínez Galdeano, S.J.


Lecturas Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20, 19-23




El Catecismo de la Iglesia Católica, al pasar a exponer cómo ha de ser la conducta del cristiano, la titula “La vida en Cristo”. Y dice así: “En la catequesis es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La catequesis de la vida nueva en Él será: una catequesis del Espíritu Santo”; y luego sigue la enumeración de los demás elementos (1697).
Esto es lo que hoy celebramos: El don del Espíritu Santo que Dios otorgó a su Iglesia para que realizase la misión que quería de ella. Es la misma misión de Cristo. La debe realizar la Iglesia en su conjunto y también todos y cada uno de nosotros, los que formamos esa Iglesia. Para eso vino el Espíritu Santo no sólo a los Apóstoles sino sobre todos los reunidos en el Cenáculo.
Pero además tengamos presente que Dios da el Espíritu Santo no una sino más e incluso muchas veces. Se lo dio ya el día de resurrección (v. Jn 20,23); y en el libro de los Hechos se señalan otras numerosas venidas del Espíritu Santo: cuando Pedro recibe en la Iglesia a los primeros paganos, cuando Felipe se acerca a la carroza del ministro de la reina de Candaces, cuando Pablo y Bernabé son seleccionados para ir a evangelizar Chipre y otras regiones.
Ya se lo he explicado en otras ocasiones. En el sacramento del bautismo se da al neófito (el que es bautizado) el don del Espíritu Santo, que se le comunica por haber sido injertado en la vid, que es Cristo. En el sacramento de la Confirmación se otorga también al bautizado el don del Espíritu Santo para que le comunique fuerza y eficacia para ser testigo de Cristo resucitado. A la escucha de la Palabra, la oración, el ejercicio de las virtudes y la recepción de los sacramentos también el Señor responde con la acción del Espíritu Santo. Cristo mismo dijo a todo el mundo y levantando la voz: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que crea en mí. De su seno correrán ríos de agua viva. Y lo decía refiriéndose –aclara el evangelio– al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él” (Jn 7,37s). Este Espíritu era el agua viva de la que habló Cristo a la mujer samaritana y que quería darle para que la elevase hasta la vida eterna. Este Espíritu, que no sólo vino en Pentecostés sino que siguió derramándose una y otra vez sobre apóstoles y fieles sigue actuando hoy en todos, también en los laicos, en ustedes.
Enseña así el concilio Vaticano II: “Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficientemente (es decir sin descanso, constantemente) santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu. Él es el Espíritu de la vida o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna, por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales. El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos. Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia, a la que guía hacia toda verdad y unifica en comunión y ministerio”.
Estos dones jerárquicos, de que habla el concilio, los da el Espíritu al Papa para que sea un buen Papa, a los Obispos para ser buenos obispos, a los sacerdotes, religiosos, laicos para cumplir cada uno con su misión específica. La de ustedes los laicos es la ofrecer a Dios y santificarse en todas esas cosas y actividades temporales en las que su vida está como entretejida: su vida de matrimonio y familia, su trabajo o su estudio, sus decisiones en la vida social en general. Así –prosigue el Concilio– el Espíritu “hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven!. Así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Tengamos esto siempre bien presente. “Hacia el Espíritu Santo –dice San Basilio– dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el deseo de los que llevan una vida virtuosa, y su soplo es para ellos a manera de riego que los ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Él es fuente de santidad, luz para  la inteligencia; Él da a todo ser racional como una luz para entender la verdad. Por Él los corazones se elevan a lo alto, por su mano son conducidos los débiles, por él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y al comunicarse a ellos los vuelve espirituales. Como los cuerpos limpios y transparentes se vuelven brillantes cuando reciben un rayo de sol y despiden de ellos mismos como una nueva luz, del mismo modo las almas portadoras del Espíritu Santo se vuelven plenamente espirituales y transmiten la gracia a los demás. De aquí proviene aquel gozo que nunca terminará, de aquí la permanencia en la vida divina, de aquí el ser semejantes a Dios, de aquí finalmente lo más sublime que se pude desear: que el hombre llegue a ser como Dios” (“Liturgia de las Horas”, tiempo pascual, martes 7ª semana).
Por eso debemos activarlo siempre. Oremos, actuemos, vivamos bajo la acción del Espíritu. La misa dominical es  una gran oportunidad. “Anden según el Espíritu y no realicen los deseos de la carne” (Ga 5,16). María obtuvo con su oración que la gracia de Pentecostés fuera especialmente grande. Pidámosle a ella que por la glorificación de Jesús y la venida del Espíritu Santo nos conceda el Padre que dones tan grandes, como los recibidos en el bautismo y la confirmación, nos muevan a vivir con mayor plenitud, alegría y eficacia las riquezas de nuestra fe.



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