Rodrigo Sánchez-Arjona Halcón, S.J.
CAPÍTULO 2
EL ENCUENTRO MISTÉRICO CON EL MÉDICO CORPORAL Y ESPIRITUAL
El misterio litúrgico de la Iglesia es ante todo un acontecimiento religioso, una sacralidad cúltica. Las sacralidades, las hierofanías, lo que hacen, es manifestar lo sagrado y hacer posible el encuentro del hombre con lo divino.
Lo divino que se trasparenta en la acción cultual de la Iglesia es el Señor Resucitado con todo su dinamismo pascual, a este dinamismo Pablo y Juan lo llaman la gloria del Señor (2 Coro3, 18; 4,6, Jn. 1, 14).
Todo encuentro en sus misterios de Jesús trasfigurado por la resurrección con el fiel fue preanunciado en la hierofanía del Tabor, (Mc. 9, 2-8) Y produce siempre un efecto de salud religiosa en las zonas más hondas y oscuras del corazón humano.
La teología oriental llama a esta curación la Théosis, y cristificación del hombre. Así Paúl Eudokimov al comparar el camino hacia Dios ascético y litúrgico nos dice: "La vida ascética conduce a la Théosis por medio de la ascensión gradual, trepando por los peldaños de la "escalera del Paraíso". Por el contrario, la vida sacramental ofrece la gracia espontáneamente", y la razón de esta trasformación del hombre un tanto pasiva es según él porque los sacramentos son el camino que nos trazó el Señor, la puerta que abrió ... Él vuelve hacia los hombres pasando por este camino y esta puerta" (1).
Los teólogos orientales han delineado su soteriología a partir de la experiencia litúrgica, pues según ellos la resurrección ha manifestado en la carne del Señor la fuerza salvadora de Dios y el resplandor de la glorificación de Jesús contemplado en la liturgia trae la esperanza de salvación al hombre consciente de su limitación pecadora radical. Por esto la ortodoxia de ordinario llama a los sacramentos "misterios" para acentuar con este nombre la presencia divina en ellos, que "trasforma y purifica" (2).
Pero es interesante hacer caer en la cuenta que para esta teología la transformación y purificación del hombre se lleva a cabo por la unión mistérica con la carne y sangre gloriosas del Señor. Simeón, el nuevo teólogo, nos expone bellamente esta experiencia soteriológica: "Me has concedido, Señor, que este templo corruptible, mi carne humana, se una a tu santa Carne, que mi sangre se mezcle con la tuya, y por lo tanto soy tu miembro transparente y translúcido. Soy trasportado fuera de mi" (3).
Una piedad litúrgica luminosamente vivida lleva necesariamente al cristiano a salir fuera de sí para entrar en sintonía de sentimientos con Dios y con los hombres. Y esta actitud de bondad brotada de un corazón iluminado y sanado por el Señor hace del cristiano una hierofanía y una luz, que atrae las miradas de los hombres y los impulsa a alabar al Padre de los cielos (Mt. S, 13-16). Con estas reflexiones hemos llegado a vislumbrar el aspecto de más abolengo en la soteriología tradicional de la Iglesia Se trata de una doctrina que partiendo de Pablo y Juan, a través de Ignacio de Antioquía, Ireneo, Tertuliano, Atanasio;
Cirilo de Alejandría Juan Damasceno, Tomás y otros, llega hasta el Concilio Vaticano II. Es la doctrina de la función capital y siempre actual de la humanidad gloriosa del Verbo en el orden histórico de la salvación.
Esta enseñanza tradicional de la Iglesia se podía resumir diciendo, que en el tiempo que va de la Ascensi6n a la Parusía el hombre pecador necesita un contacto real, empírico, corporal aunque sacramental con Jesús resucitado, para conseguir la salvación religiosa. Esta salvación religiosa, siguiendo al Vaticano II, la podíamos considerar como la experiencia de apertura y de amor eficaz hacia Dios y hacia los hombres (LG 1).
Como en toda la doctrina católica sobre la necesidad de la Iglesia y de los sacramentos para la salvación hemos de admitir también aquí la posibilidad de una suplencia por un deseo aun implícito. Pero la enseñanza, que a continuación hemos de exponer, nos muestra, que la vida cristiana se sustenta sobre un encuentro neumático con Cristo por la fe y sobre otro encuentro corporal y empírico con el hombre Jesús glorificado. Este último encuentro simboliza y alimenta el primer encuentro por la fe (SC 59).
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